EL LASTRE DE LA MENTIRA

A quien te engañó una vez, jamás le has de creer.
Dicho popular.
Hay dos actitudes que han impedido la consolidación del Estado de derecho en México. Una de ellas es la mentira utilizada como método en el sistema procesal que regula las leyes del país; la otra, la facilidad con que los funcionarios públicos protestan cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanen, muchas veces sin tener idea del compromiso que adquieren ni del articulado y los alcances de la Carta Magna. Lo absurdo se presenta cuando el funcionario público combina la mentira con la ignorancia jurídica, ya sea por maña, conveniencia personal, estulticia o irresponsabilidad.
Respecto a la conveniencia, el ejemplo más estridente (si se vale el término) es el comportamiento de Carlos Salinas de Gortari, el mandatario que usó su histrionismo e inteligencia para burlarse de los mexicanos. Además de comercializar su poder, el tipo nos hizo creer que la nación ya había ingresado al primer mundo con todo lo que esto significa: la apertura comercial, el desarrollo interno, el abatimiento de la pobreza, el crecimiento del PIB, etcétera.
En relación con las mentiras procesales, estoy seguro de que el lector las ha padecido, ya que —según la costumbre— en casi todos los juicios (mercantiles, civiles y penales) los testigos y las declaraciones son preparados y/o elaborados ex profeso para inducir las resoluciones de los jueces, cuyo criterio debe basarse en lo que se llama “verdad jurídica”, aunque, insisto, ésta haya sido inventada ya sea por los testigos o por los litigantes.
Si buscamos ejemplos de cómo los funcionarios públicos se pasan por el arco del triunfo su juramento laico (la protesta), créanme que faltaría espacio para incorporarlos en esta columna. No obstante, déjeme referirle algo que, por común, suele pasar desapercibido:
¿Cuántas veces hemos visto a un político con cargo oficial omitir su compromiso constitucional para, entre otras acciones, llevar su investidura hasta los actos religiosos solo para quedar bien con la Iglesia o, mejor dicho, con su pastor? El hecho está prohibido en el artículo 25 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público (que, por cierto, protestaron cumplir y hacer cumplir), mismo que dice:
“Las autoridades antes mencionadas (federales, estatales y municipales) no podrán asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público, ni actividad que tenga motivos o propósitos similares.”
¿De dónde, entonces, proviene la mentira tan socorrida en el ámbito político?
Según Philippe Brenot (Del genio a la locura, Ed. Grupo Z, 1998), es una especie de necesidad. La imagen de la mentira contrapuesta a la depresión de personalidad es tan cierta como el hecho de que los términos para exagerarla o para excusarla sean utilizados con frecuencia. Hay poetas, músicos y políticos que llegan a imponerse una regla intangible —un régimen de falsedades— como único método para dejar que la chispa de la mentira parezca verdad. La habilidad consiste en manejar con flexibilidad y solidez esta técnica, cuyas “realidades diferentes” van de la extravagancia a la “neurosis caracterial” para concluir en una psicosis delirante. Se trata de los megalómanos, es decir, individuos con tendencia a la percepción desmesurada y a la sobrevaloración de sí mismos. Se llama delirio de grandeza. Y todo, por las mentiras que en ocasiones ayudan a obtener el poder.
Coincido con el notario Horacio Hidalgo Mendoza en que el remedio está al alcance de la mano del legislador inteligente y honesto.
Para revalorar la Constitución que cumple 85 años de promulgada, habría que partir, precisamente, de reformar algunas de las leyes que de ella emanan, a fin de que la mentira se convierta en un delito mayor o grave (como el perjurio en Estados Unidos, donde, por ejemplo, le costó la chamba al presidente Richard Nixon), con penalidades que vayan de la cárcel (sin derecho a fianza) a la destitución del cargo que ocupe el mentiroso.
Sería el mejor homenaje al esfuerzo y visión de los constituyentes que en Querétaro elaboraron la ley más avanzada de la época, tanto, incluso, que hay juristas que la consideran como la ansiada tercera vía.