EL MAESTRO Y SU ACCIÓN SOCIAL

Se celebra hoy el día del maestro. Toda la colectividad nacional tributará sus mejores homenajes al denuedo y al espíritu de sacrificio con que los educadores mexicanos vienen llenando su alta misión. El elogio del apostolado de la enseñanza tendrá resonancias por toda la faz de la República.
Por nuestra parte, sin dejar de solidarizarnos con esta noble expresión del sentimiento público, preferimos sustituir el homenaje retórico y circunstancial —más sentimentalista o mecánico que cargado de verdad y de sentido—, con la interpretación honda que ofrece, los problemas de la enseñanza, en la realidad histórica del momento que vivimos.
Descubrir hasta qué punto el maestro que saludamos en esta fecha se encuentra a tono con el grado de desarrollo que ha alcanzado la revolución, y hasta qué punto, también, se halla capacitado para intervenir en la formación de la conciencia y del estado social del porvenir nos parece de mayor importancia y de significación más trascendente, que la simple manifestación de un sentimiento por generoso y justo que se le reconozca.
México, a partir de la iniciación de la era revolucionaria, atraviesa por un período de radical transformación de su estructura política y de su organismo social. Consecuentemente al pensamiento que ha presidido la obra revolucionaria debe corresponder una acción múltiple que la afirme, la tonifique y la depure.
En estas nuevas direcciones de la vida pública, toca al maestro un rol de capital importancia, no sólo como agente del nuevo conjunto de doctrinas que mueven a la sociedad, sino también como promotor de la organización social de los pueblos o de las circunscripciones que caen dentro de su jurisdicción.
El maestro de hoy debe ser tomado como un coeficiente de capacidades que se proyecta sobre un ambiente distinto a aquel en que se desarrolló la actividad del maestro prerrevolucionario. Al dóminie verbalista y petulante que, metido en el espacio cerrado de su sala de trabajo, transmitía desde su oscuro Sinaí los dogmas fríos, las fórmulas desvitalizadas y las teorías y los conceptos estereotipados en las lecciones rutinarias, se le debe sustituir —como se le viene sustituyendo progresivamente— por el educador que asume funciones de líder social, capaz de derramarse sobre la complejidad de la existencia colectiva, para influirla, para organizarla y para señalarle nortes de mejoramiento y de salud pública.
Por más que los grandes conductores de los pueblos realicen transformaciones radicales merced a los movimientos sociales de renovación, esta obra se detiene o se hace estéril si el maestro no la complementa abriendo nuevos estadios en la conciencia de las nuevas generaciones.
Sin que esté dentro de nuestros propósitos emitir un juicio cabal respecto a la obra educativa que viene realizando la URSS —que podemos tomar como ejemplo de la finalidad trascendente que asigna el Estado a los educadores—, cabe retener el hecho de que para hacer perdurable la organización prevista y planteada por el colectivismo integral, se coloca al mentor en el centro de cada nueva comunidad.
Es el maestro el que, en el sovjo o en el koljo —hacienda del Estado o hacienda de la colectividad— plantea y dirige la lucha frente al aldeano tradicionalista y supersticioso; es el que controla a la niñez, en ocasiones contra la voluntad paternal, para imbuirla en los nuevos conceptos de la vida; y el que la proyecta después hacia la dinámica de las grandes colectividades.
De no haberse planeado esta función social del maestro la existencia del régimen soviético no alcanzaría, en verdad, más término, que el de la vida de la generación revolucionaria que culminó en el año de 1917.
En México nos hallamos a larga distancia de las doctrinas que informan al colectivismo integral, pero igualmente nos apartamos del individualismo generador de la explotación inmoderada de nuestras clases proletarias. La revolución, en el campo y en las ciudades, ha creado organizaciones que nos son peculiares, que ha asimilado la conciencia colectiva o que se traducen en poder defensivo dentro de la lucha de clases. Estas organizaciones son el ejido, la cooperativa y el sindicato.
De este modo, puede nuestro país convivir en sana armonía con el mundo capitalista que nos rodea, sin descuidar los intereses de nuestras grandes masas de población.
Pero si el maestro no viene ahora a coronar esta obra, correremos el riesgo de que la fuerza económica de los grandes intereses creados, proyectando su influencia sobre las generaciones futuras, destruya nuestras conquistas sociales o, por lo menos, detenga su proceso de desarrollo.
Tanto en la escuela urbana como en la escuela rural el maestro halla campo suficiente para el desenvolvimiento de sus actividades como líder social.
En la escuela rural, su labor se define mejor por ser más precisos los problemas locales. Así es como hemos visto que nuestros maestros rurales no se constriñen a difundir las materias elementales que se hallan dentro de la clasificación de los programas escolares, sino que van directamente al organismo colectivo, allanándole sus problemas en la lucha diaria y presentándole perspectivas constantes de mejoramiento, conforme a las realidades específicas de cada lugar.
En las pequeñas poblaciones los imperativos económicos son simples y claros. Ahí el maestro se convierte fácilmente en un conductor del pueblo. No se conforma con incorporar al educando a los problemas de la comunidad, sino que despierta en ésta renovados afanes para la elevación de su nivel de vida. El maestro, por último, llega hasta el hogar del campesino, para aconsejarlo en materia de higiene, de economía doméstica, de puericultura, de desfanatización.
En la escuela urbana el ambiente, más complicado y menos accesible, hace más ardua la labor del maestro. Por lo mismo, su función social debe ser más enérgica.
Es frecuente que choquen las enseñanzas de la escuela con las enseñanzas o el ejemplo que los niños reciben en sus hogares. El hogar del niño en la ciudad es menos abordable. Y sin embargo, es preciso llegar hasta él.
Es duro, frecuentemente, el contraste que ofrecen en la conciencia —y aun en la conciencia— del niño, la verdad que se preconiza en la escuela y el infundio que se propala en el medio hogareño. El niño escucha en las aulas la condenación de los vicios y tropieza en su casa con el mal ejemplo de sus padres; se le encauza dentro de la razón que mueve la existencia, y en su hogar da con las peores formas del fanatismo; se le aconsejan hábitos de higiene, y en el hogar no encuentra más que costumbres inveteradas de incuria.
Para resolver tan grave antinomia, se ha acudido con éxito al auxilio de las asociaciones de padres de familia, que traducen una de las formas modernas de enlazar el hogar con la escuela. Este recurso ya viene dando en México resultados bien apreciables. Especialmente las madres han aportado contingentes de información, que arrancan de sus observaciones constantes. De este modo, se convierten, insensiblemente, en colaboradoras de los maestros, por la experiencia que les transmiten; a cambio de las orientaciones superiores que reciben, propicias para su reeducación.
En resumen: el maestro de la era revolucionaria va descubriendo el sentido social y trascendente de su misión pero hace falta todavía que se afine el concepto que debe tener de sus funciones directivas dentro de la comunidad, para que abandone en definitiva su condición precaria de dómine teorizante, para asumir el rol que le viene como líder social.
El Nacional, 16 de mayo de 1932.
Froylán C Manjarrez