Crimen en la residencia oficial

Alejandro C Manjarrez
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

“Que le den un pericazo”, sugirió uno de los delegados. —¡Me lleva la chingada! —Espetó el representante del poder Ejecutivo—. Pues entonces ve por el sub procurador…

El crimen hace iguales a todos los contaminados por él

Lucano

Sobre la mesa de juntas de cedro rojo reposaban las manos de los responsables del proceso electoral. Unas toscas y sudorosas. Las otras tersas y bien cuidadas. Casi todas con las manchas invisibles que suele dejar la política sucia, las de las elecciones locales y federales.

Sus dueños habían sido invitados por el inquilino de la residencia oficial. Después de la bienvenida del gobernante, el grupo expresó su programa, su estrategia.

Todos coincidieron: “Tendremos carro completo”.

El elogio al mandatario fue el hilo conductor de la retórica política.

Sin inmutarse, el primer priista del estado asimiló estoico y sonriente las descargas de una interesante colección de lisonjas.

Los invitados esperaban las palabras del gobernador, unos preparándose a simular arrobo y otros con cara de palo.

La jerarquía burocrática volvía a someter a la jerarquía política.

Los delegados de la CNC, CEN del PRI y CTM confirmaron que sus organismos operaban como los tentáculos electorales del poder Ejecutivo.

No hubo contrastes de opiniones.

Tampoco expresiones pesimistas.

El elogio aplastó a la inteligencia.

Sólo Óscar Cantón, delegado de la CNOP, el más joven del grupo, se abstuvo de hablar, quizá porque se estrenaba en el cargo.

En su turno el gobernador dijo al equipo:

“Hay que lograr la voluntad del pueblo a nuestro favor; obtener su voto para validar nuestra presencia en el poder. Debemos empeñarnos en lograr esa conquista. Sólo así nuestro partido seguirá encabezando la voluntad popular. Hoy nos toca a nosotros reprecisar las demandas de la sociedad para, con ese importante consenso, vigorizar la soberanía del estado.”

Guillermo Jiménez Morales había hablado. Sus palabras parecían estar sincronizadas con el movimiento de las manos, vigoroso meneo cuando pronunciaba los vocablos: reprecisar, voluntad, decisión, dignidad, pueblo.

En el momento en que iba a reciprocar los elogios recibidos sintetizando, de acuerdo con su costumbre y estilo, la apología de cada delegado, se escuchó un fuerte estruendo en el salón contiguo.

— ¿¡Qué pasó?! —preguntó alarmado Jiménez Morales.

—Se le fue un tiro a René, señor —respondió el ayudante que acababa de irrumpir en la sala de juntas con la impresión de la muerte clavada en el rostro.

—¡¿Cómo?! —inquirió enérgico el gobernante. ¡Qué venga cuanto antes! —ordenó.

—Está paralizado, señor.

—¿¡Está qué?... Pues sacúdanlo al cabrón!

—Señor Gobernador —se atrevió el ayudante—, la verdad es que Picasso ya está bien muerto.

— ¿Picasso? ¡No por favor! ¡Esto no puede ser, carajo…!

Picasso era el jefe de ayudantes de la primera dama.

René tenía el mismo cargo pero con el gobernador.

Ambos habían discutido mostrándose las armas para ver cuál de ellas era mejor o cuál de ellos el más chingón.

La pistola del segundo se disparó hiriendo de muerte al primero.

Tres segundos después de que la bala perforara el corazón de Picasso, los estertores de la muerte enmudecieron a sus compañeros.

Óscar Aguilar, el más joven de la ayudantía, se recuperó de la impresión no así de la sordera momentánea: usó el teléfono para pedir una ambulancia.

El gobernador acudió a la escena del crimen. Lo que presenció le hizo palidecer. Parecía que estaba a punto del desmayo. La muerte violenta de uno de sus colaboradores, la sangre en el piso de Casa Puebla, la mudez de los testigos y la presencia de los políticos ahí reunidos, acrecentaron su preocupación. Pensaba en el desprestigio propiciado por el escándalo nacional, la respuesta obvia al percance ocurrido en su propia casa.

El susto había disminuido a Guillermo.

Su poder quedó envuelto en la negrura de la tragedia.

“¿Ahora qué vamos a hacer?”, se le escuchó decir apesadumbrado.

“¡Saquen el cadáver al jardín!” —fue la respuesta de uno de los ayudantes.

“¡Limpien el lugar!”, la recomendación de otro.

“¡Que vengan los de intendencia!”, ordenó el administrador de Casa Puebla.

Minutos después se escuchó la sirena de la ambulancia.

— ¡Quién jijos de la chingada llamó a la ambulancia!, espetó molesto el gobernador.

—Fui yo señor”, respondió Óscar Aguilar.

— ¡Que alguien la despache! Aquí no ha pasado nada”, fue la orden tajante que demostró el poder de recuperación de Jiménez—. René, ¿dónde está René? —preguntó.

René seguía paralizado.

La confusión empezaba a organizarse.

El cadáver ya estaba en el jardín: sus compañeros lo habían colocado debajo uno de los frondosos laureles.

La luz de la luna traspasó las ramas del árbol proyectándose sobre la sábana que cubría el cuerpo de Picasso.

— ¡El procurador… que venga el procurador! ¡Héctor manda por él; no, mejor tú mismo ve por él, pero ya! —Ordenó Guillermo.

René volvió en sí y su llanto apagado ablandó al corazón de sus compañeros. Uno de ellos, el más solidario, sintió que las lágrimas estaban a punto de escapársele, pero las contuvo. Otro trató de consolar al homicida imprudencial. Varios se pusieron a rezar en silencio pidiéndole a Dios por el alma de su amigo.

Jiménez Morales regresó a la sala de juntas para deliberar con sus invitados sobre la versión oficial del sangriento percance.

Preguntó varias veces por su procurador de Justicia.

Quince minutos después Héctor Ortiz llegó sin el funcionario requerido e informó a su jefe:

—Señor, el procurador está indispuesto.

— ¡Cómo que indispuesto! ¡Pues tráelo de los güevos! ¡Urge su presencia!

—Está demasiado pedo, jefe. No se puede mover. Ni siquiera es capaz de hablar…

“Que le den un pericazo”, sugirió uno de los delegados.

—¡Me lleva la chingada! —Espetó el representante del poder Ejecutivo—. Pues entonces ve por el sub procurador…

—Ya está aquí, señor; ya lo traje.

Durante las siguientes dos horas operó el “cuarto de guerra” respaldado por los delegados testigos casuales del homicidio.

La primera decisión consensuada fue recorrer los medios de comunicación para ponerlos al tanto del “accidente”. Había que informar a la prensa —concluyeron — antes de que una voz indiscreta lo hiciera.

Soluciones del “cuarto de guerra”

“El mensaje debe basarse en la pena que embarga al gobernador por el accidente que sufrió Picasso.”

“El jefe de ayudantes de la primera dama limpiaba su pistola cuando se le escapó el tiro que le quitó la vida.”

La pesadumbre del mandatario fue la segunda parte de la estrategia:

“Hay que decir a los directores que el gobernador está muy abatido; que les pide su comprensión y apoyo para que el accidente no se convierta en un escándalo mediático.”

Se llevó a cabo plan y la muerte en Casa Puebla pasó a ser una referencia perdida entre las líneas ágata de los periódicos cuyos directores comían de la mano del mandatario. Operó el control de los caciques de la información maiceados por el gobierno.

Para el resto de los comunicadores sólo se trató de un lamentable accidente que, por respeto a los deudos y afectados, debía quedar en el olvido.

El proceso electoral siguió su curso hasta que las elecciones consolidaron el “carro completo” que “reprecisó la voluntad del pueblo cuya firmeza y poder vigorizaron la democracia”… dirigida.

La vida de los protagonistas —incluido René, el homicida imprudencial—, continuó sin sobresaltos ni disparos mediáticos inesperados.

La Puebla política no tuvo ningún cambio, excepto la remoción del procurador… por estar enfermo, o por estar “malito”, o por ser una de las víctimas de la enfermedad que se llama alcoholismo.

Como lo sentencia el epígrafe de este capítulo, el crimen hizo iguales a todos los contaminados por él…

Alejandro C. Manjarrez