La pandemia

Capítulo 12

 

Juan Hidalgo estaba confundido. Su esquema y prospectivas basadas en la experiencia personal así como en las acciones criminales y su acuciosa observación de los actos delictivos, no coincidían con los hechos ocurridos dos días antes. Él también esperaba más “bombas celulares”. Y en esa posibilidad basó su estrategia de investigación. “¿Y dónde carajos me perdí?”, se preguntaba una y otra vez pensando en los hilos que tenía que atar para descubrir a los que él llamaba mensajeros de la ley del Talión.

Como no quería dejar cabos sueltos decidió asistir a los funerales de Edith. Así le daba tiempo al médico forense encargado de hacer la autopsia, datos que, según su percepción de policía, podían arrojar una o varias pistas. “Tengo que encontrar alguna pista que aclare el panorama –se dijo mientras escudriñaba las caras de los asistentes a las exequias de Edith–; o cuando menos que descubra algo importante para quitarme la presión de los perros de la prensa”. Le llamó la atención la presencia de varias personas cuyo rostro mostraba los efectos similares a los que deja la quimioterapia. “¿Habrán venido a apartar lugar?”, pensó al tiempo que festejaba consigo mismo su negro sentido del humor. Entre las caras que observó pudo identificar la de Simón. Incluso logró recordar que semanas antes lo había visto cerca del hotel Presidente Chapultepec: “Conozco a ese tipo –caviló–, creo que es el mismo que hace unos días caminaba por la calle acompañado de otro más o menos de su edad. Ambos parecían discutir algo trágico o quizás muy importante…” Su meditación fue interrumpida por la mirada penetrante de Simón. Éste, al sentir que Juan lo observaba, correspondió la curiosidad saludándolo con un movimiento de cabeza sincronizado con su discreta sonrisa, expresión que le había ganado la fama de persona amable y siempre dispuesta a escuchar para responder sin mediar regateo.

         Hidalgo se mantuvo lejos del grupo. No quería comprometerse al tener que justificar su presencia con alguna mentira de las llamadas piadosas. Además, su vestimenta casual, que por cierto no era la apropiada, lo hacía más visible dado que los dolientes, más que humanos unidos por el dolor, parecían una parvada de cuervos con voto de silencio. Impresionado por la ausencia de palabras dio unos pasos hacia el grupo y confirmó lo que por extraño le había impresionado: el mutismo. Su curiosidad fue recompensada al escuchar algunas las frases que musitaba Simón: “Quién iba a imaginar que Edith muriera así, con un balazo en su órgano más dañado”.

          “¿Estaría loca? No lo creo –se dijo Hidalgo–. Nadie fuera de sus cabales maneja y platica por el teléfono celular”. Se apartó del grupo con la intención de ubicarse en una de las callejuelas del panteón por donde tendría que pasar Simón Rocafuerte: “De cualquier manera –pensó– le aviento la pregunta al señor que, al parecer, controla a los amigos de la muerta”. Se sentó en una de las enormes raíces del viejo laurel de la India, refugio de miles de pájaros en proceso de acomodo para pasar la noche protegidos por el follaje del frondoso árbol. “Tiene que pasar por aquí”, se dijo.

         Media hora después Simón se despidió del grupo. Y tal como lo había previsto Hidalgo tomó el trayecto que lo llevaría al laurel. Imaginó que Juan lo quería abordar. Y al verlo demacrado y ojeroso supuso que alguien cercano al proyecto de la Brigada le había dicho que lo buscara. Sin embargo, hizo como que no se percató de su presencia y cuando estaba a punto de alejarse de Hidalgo éste le llamó:

         –¡Señor!, disculpe que interrumpa su camino. Si me permite le quito dos minutos. Sólo quiero hacerle una consulta…

         –Dígame para que soy bueno –respondió Rocafuerte, cordial pero enérgico.

         –Me llamo Juan Hidalgo y he oído que usted es el señor…

         –Rocafuerte.

         –Sí, sí. Señor Rocafuerte tengo a mi cargo la investigación de la muerte de la señora que acaban de enterrar… la que murió de un balazo en la cabeza. Edith se llamaba ¿verdad?

         –Así es. ¿Y qué quiere saber?

         –Alcancé a oír lo que usted dijo: que nadie imaginaba que moriría de un balazo en su órgano más dañado… ¿Estoy en lo cierto?

         Simón percibió el truco de Juan y en lugar de contestar la pregunta se le quedó viendo como si quisiera reclamar su imprudencia…

         –Disculpe, señor, ¿me escuchó? –insistió Juan

         –Le oí bien señor Hidalgo. Pero me quedé pensando si usted es uno de los familiares de la difunta, los que la abandonaron cuando empezó a mostrar los síntomas de su enfermedad. Perdone pero no puedo ocultar mi molestia por esa falta de sentimientos –contestó Simón al darse cuenta de que Juan era un extraño cuyas intenciones tendían más a lo policíaco que a la solidaridad con los deudos–: ¿qué grado de parentesco tenía con la difunta, señor… cómo dijo que se llamaba…?

         –Hidalgo, Juan para usted señor Rocafuerte. No, no soy pariente de la señora Edith. Sólo estoy encargado de investigar su muerte que, sabrá usted, es uno más de las decenas de asesinatos que cada 24 horas se comenten en esta ciudad…

         –Lamento no poder ayudarlo. Lo único que supe fue que alguien la asaltó y le dio un tiro en la cabeza. Eso es todo. ¿Alguna otra pregunta?

         –De momento no, señor Rocafuerte; sin embargo, lo buscaré después en caso de ser necesario. Ya sabe que donde menos se piensa salta la liebre…

         –Yo diría los ladrones, señor investigador…

         En ese momento Ángela le hizo a Simón un ademán para indicar que lo estaba esperando, llamada que aprovechó para contar de tajo la conversación…

         –¡Parece que su esposa lo llama! –gritó Hidalgo a Simón cuando éste ya iba a varios metros de distancia.

–Eres mi ángel de la guarda, Ángela –dijo Rocafuerte a la mujer que ya se había colocado frente al volante del automóvil–. Aléjate cuanto antes de este lugar. Vamos al restaurante que más te guste y ve por el espejo si alguien nos sigue…

         –¿Paranoia, Simón?

         –Precaución, Ángela. El tipo con quien estaba hablando cuando me llamaste me parece muy sospechoso, tanto como cualquier policía decidido a chantajear o a cubrirse de gloria. De una u otra forma el tal Juan Hidalgo representa un peligro…

         –¿Juan Hidalgo?

         –Sí, el tipo que me abordó. Así se llama. Investígalo por favor…

         Sin decir nada más Ángela manejó hacia las Lomas de Chapultepec donde estaba el restaurante que frecuentaba Simón. Su prudencia obedecía a la petición que Rocafuerte había hecho a su equipo de trabajo: “Cuando me vean preocupado por favor no me hablen, déjenme sólo con mis pensamientos.”

–Hola monsieur, benvenuti signore, madame… Síganme per favore…

         –No cabe duda, Ángela, este camarada le ha sacado provecho a su estancia en Europa. Quién lo viera: de origen indígena y políglota y además de casi enólogo. Tal vez tenga mi edad pero se ve mucho más joven, ¿no te parece?

         –Menos viejo, querrás decir, interrumpió traviesa Ángela Colombini…

         –Lo dirás por las canas. Silvestre no las tiene todavía porque cumple aquella sentencia que dice: cuando el indio encanece el blanco ya no aparece…

         ­–¡Que Silvestre siga siendo un joven sin canas! –bromeó Ángela. Y a propósito de canas Simón –agregó–, el señor canoso y delgado con el cual topaste en el panteón, ¿te dijo algo que te molestara?

         –No, para nada. Únicamente hacía su labor policíaca. Imagínate a los agentes de la policía encargados de investigar los crímenes que ocurren en esta ciudad… Supongo que su obligación es buscar otras pistas distintas a la obvia: lo que en el ambiente se llama líneas de investigación. Que no te preocupe mi desazón –espetó Rafael–; te pedí que te apuraras para quitármelo de encima porque, como ya sabes, los policías me molestan, me ponen nervioso; los veo como delincuentes con licencia para todo, incluso para matar…

         –Signore –interrumpió Silvestre–, le traigo esta botella de Petrus, nada más y nada menos. Y de las mejores cosechas. Un servicio de su garzón…

         De acuerdo con su costumbre, Simón se colocó los lentes para leer la etiqueta, revisar la botella y después autorizar su descorche valiéndose de una seña amistosa. Pero en esta ocasión hizo como que la leía dándose tiempo de pensar qué hacer cómo mostrarse indiferente ante el trabajo de Juan Hidalgo. Segundos después ordenó a Silvestre que continuara el ritual.

         –Se me ocurre, Ángela –dijo Rocafuerte retomando el tema–, que invitemos al señor Hidalgo a este lugar. Hay que hacer amigos con influencia dentro de la policía. De ahí que te haya pedido que lo investigues; no vaya a ser uno de esos tipos que te hacen pasar vergüenzas porque lo único que saben comer son tacos de canasta o de los llamados productos chatarra…

         –O que nos divierta –terció Ángela que captaba muy bien los sentimientos de su amigo Simón–. Además y como que no quiere la cosa le sacamos algo de lo que nos interesa, ¿no crees?

         Silvestre le entregó el corcho a Simón y éste autorizó el siguiente paso del ritual volteando a ver a su amiga: –Ahora le toca a Ángela dar el visto bueno y hacer la cata de este tinto. Ella también es experta en el arte de oler y reconocer la calidad del vino, Silvestre; es decir, su origen, su cuerpo, su sabor, su edad y las esencias que contiene la tierra donde fue cultivada la vid. Adelante señora Colombini, dénos su dictamen… 

La cena transcurrió como de costumbre: el arte y la música fueron los principales temas. Y como ya era parte de la tradición iniciada tres años antes, al final y como postre Ángela y Rocafuerte hicieron un recuento de su trabajo, ahora con el agregado luctuoso de la por violenta inesperada muerte de Edith. Para evitar la injerencia de los escuchas curiosos ambos habían creado un léxico que sólo ellos entendían, frases que estaban formadas con palabras en varios idiomas y los llamados dialectos. Se divertían como lo hacen los filólogos que gustan inventar términos basándose en las raíces lingüísticas. Ni Silvestre con sus dotes idiomáticas pudo descifrar lo que su aparente discreción le permitió escuchar.

         Antes de pedir la cuenta Simón hizo de lado el quinqué cuya luz resaltaba los bellos rasgos de Ángela. Bajó el tono de voz y acercándosele como si estuviera flirteando le dijo: –Me llama la atención que ninguno de los rateros se llevara el teléfono de sus víctimas. Y me preocupa que algunos hayan hecho la finta de robárselos para después aventarlos a la parte de atrás del automóvil. Eso quiere decir que la persona que los dirige pensó en un plan alterno, el cual incluye encontrar pistas que lo acerquen a nosotros…

         –¿Crees que el señor Hidalgo es parte de ello?

         –Todo puede ser, Ángela. No descarto esa posibilidad; sin embargo, la veo difícil porque hasta ayer no habíamos dejado ninguna pista. Edith podría dárselas siempre y cuando la autopsia revelara que estaba enferma. Y suponiendo que así fuere tardarían varias semanas en encontrar el vínculo con alguno de nosotros y meses en saber de la Brigada, si acaso hubiéramos dejado algún cabo suelto. No. Lo más seguro es que el señor Hidalgo es un tipo cuya inteligencia y oficio le obligan a crear las líneas de investigación que se le ocurran, mismas que eliminará conforme éstas no prosperen o los elementos que aporten sean tan débiles como irrelevantes. Su éxito está basado en la suerte, cuando menos en este caso, casualidad que no debemos permitir que ocurra. Por eso hay que acercarnos a él y mover nuestras piezas…

         –¿Como si lo nuestro fuera un juego de ajedrez?

         –En efecto señora. Pero hasta hoy tú y yo somos los dueños del tablero y los únicos que vemos cómo el contrario hace su juego. Por eso te pido que pienses en Edith y en sus vínculos; que analices cada paso de tu relación con ella, incluida la forma en que la reclutaste. E investiga si tiene y quién es su confidente, si cometió alguna indiscreción o si hizo comentarios sobre nosotros y qué fue lo que dijo…

         –No me menosprecies Simón –respondió Ángela mostrando cierto enfado–, cuando invité a Edith a formar parte de la Brigada, ella aceptó todas y cada una de las condiciones. Una de ellas: la responsabilidad de no involucrar a ningún miembro de su familia y menos a sus hijos. Supo, y lo aceptó, que una indiscreción suya, por muy sutil que ésta fuera, pondría en peligro a sus seres queridos. Sólo se enteró de lo poco que tenía que saber, sin profundizar en el esquema de la Brigada…

         –Te viste drástica, ¿no?

         –Tal vez, pero muy tersa y cuidadosa. Le dije que cualquier comentario a los suyos los convertiría en cómplices o en candidatos a la venganza de los criminales que combatimos. Insisto Simón: por ese lado no te preocupes. Su lamentable muerte borró todas las pistas. Ah, por si te interesa te informo que el médico legista es uno de los nuestros…

         –Como dice el genial Rafael Ibarbuengoitia: eres nuestro ángel custodio, linda y bella dama…

         –Y la versión femenina de Nicodemus ya que estoy atenta a las estrategias de los fariseos de nuestra época: Y además te protejo de ellos –contestó Ángela con un aire de erudición.

         ¿Nicodemus? –preguntó Rafael mostrándose más interesado en escuchar la respuesta de ella que en conocer otra de las versiones sobre el discípulo de Cristo.

         –Fue uno de los seguidores de Jesús; el que lo alertaba de lo que podría suceder y hacía lo que hoy conocemos como investigación preventiva…

         –Ángela, ¡pero yo no soy el Salvador…!

         –Ni yo su discípula si parto del tono de tu justificada protesta –respondió a bote pronto la mujer–: simplemente soy una de ustedes, la que tiene la obligación de saber quiénes podrían delatarnos o traicionarnos. Y me empeño en descubrir a los débiles antes que éstos sepan lo que hacemos…

         La conversación de Ángela y Simón fue interrumpida por la confusión que causó el comensal de la mesa contigua: el tipo que había caído sobre su platillo convulsionándose y con los ojos en blanco…

Alejandro C. Manjarrez 

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