Los teléfonos son los nuevos padres

Salud y orientación
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Porque los teléfonos no deberían ser los nuevos padres...

En muchos hogares modernos, la paternidad se ha delegado silenciosamente a las pantallas. Los teléfonos y las tablets ya no son simples herramientas de entretenimiento: son los nuevos cuidadores, los sustitutos emocionales de unos padres ausentes, cansados o distraídos.

La neurociencia lo confirma: el cerebro infantil se moldea con las interacciones humanas. Las miradas, los abrazos y las palabras activan regiones vinculadas con el apego, la empatía y la autorregulación emocional. Un estudio de la Harvard University Center on the Developing Child (2018) señala que las relaciones receptivas y estables son la base del desarrollo cerebral saludable. Cuando estas faltan, el niño busca estímulos que compensen la ausencia de conexión real. Y las pantallas siempre están disponibles.

En 2023, la American Academy of Pediatrics advirtió que la exposición temprana y prolongada a dispositivos digitales interfiere en el desarrollo del lenguaje y las habilidades sociales. Lo que los padres interpretan como un alivio momentáneo —el niño “tranquilo” frente a una tablet— es, en realidad, un silencio que erosiona el aprendizaje emocional.

Los psicólogos llaman a este fenómeno “apego desplazado”: el vínculo afectivo se transfiere de las figuras humanas a los objetos tecnológicos. El niño aprende que la pantalla responde más rápido que una madre cansada y que los videos lo entienden mejor que un padre ausente. Según la psicóloga Sherry Turkle, del Massachusetts Institute of Technology, estamos criando una generación “conectada, pero sola”; niños que encuentran en los dispositivos una compañía que no exige reciprocidad.

Los padres, por su parte, se sienten cómodos. Las pantallas hacen lo que ellos ya no tienen tiempo o paciencia de hacer: entretener, calmar, silenciar. Y aunque el teléfono no abraza ni consuela, cumple con la función práctica de mantener a los hijos “ocupados”. No hay berrinches, no hay preguntas difíciles, no hay interrupciones. Pero tampoco hay vínculo, ni presencia, ni ternura compartida.

La psicóloga Catherine Steiner-Adair, autora de The Big Disconnect (HarperCollins, 2013), advierte que la sobreexposición digital no solo afecta a los niños, sino también a los padres, quienes están emocionalmente ausentes incluso cuando están físicamente presentes. “Los niños no pueden competir con la fascinación que los adultos sienten por sus teléfonos”, dice. Y en ese duelo silencioso, ambos pierden: los hijos, porque crecen sin la mirada que valida su existencia; y los padres, porque olvidan el poder transformador de su propia presencia.

Cuando la conversación familiar se reemplaza por notificaciones, el hogar se convierte en una sala de espera donde nadie se mira. Los hijos aprenden que la atención se obtiene deslizando el dedo, que el afecto se mide en reacciones y que el amor —como los videos— se puede pausar o pasar al siguiente.

Quizá todavía estemos a tiempo de volver a lo esencial. De mirar a los hijos a los ojos y recordar que el lenguaje emocional no se descarga, se construye. Que el verdadero diálogo no vibra ni se ilumina, sino que nace del silencio compartido, de la palabra sincera, de la presencia que no se delega.

Porque los teléfonos no deberían ser los nuevos padres.

Y los padres no deberían conformarse con ser solo usuarios.

Paty Coen

Revista Réplica