La Pluma y las Palabras (Reformas a la Ley del Patrimonio Ejidal)

Réplica y Contrarréplica
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REFORMAS A LA LEY DE PATRIMONIO EJIDAL

Como ya hemos subrayado desde esta columna, las Cámaras co-legisladoras federales han venido caracterizando su labor dentro de un espíritu revolucionario sistemático, enérgico, inteligente y bien orientado y dentro de un limpio afán de colaboración con los demás poderes, en la tarea de realizaciones, de encauzamientos y de edificaciones nacionales.

Prueba de esa posición en armonía con las necesidades y las demandas de la opinión del país, son los expedientes de iniciativas aprobadas en los últimos días, entre las que se destaca la relativa a las reformas de la Ley de Patrimonio Ejidal de 1927, en las cuales se exhibe la convicción y la probidad revolucionaria de diputados y senadores y se responde cumplidamente al programa del Ejecutivo de la Unión en lo relativo al parcelamiento racional de las tierras con que han sido y serán dotados los pueblos.

La aplicación de las disposiciones legales anteriores a las reformas de estos días, se regían por procedimientos que en la mayoría de los casos no correspondían al espíritu de la ley, enderezado hacia el propósito fundamental de surtir cabalmente las necesidades económicas de cada ejidatario.

La ley de la materia no tenía la suficiente flexibilidad para adecuarse a las realidades ambientes, a la multiplicidad de situaciones concretas y no preveía de los recursos mediatos e inmediatos para afrontar obstáculos y limitaciones que hacían punto menos que nugatorios los efectos de la misma ley y frustraban muchas veces una de las conquistas revolucionarias de más fondo.

Conforme a las reglas señaladas por la legislación vigente, debía dotarse a cada ejidatario con una extensión de tierras que fluctuaba entre las siguientes cifras; tres a cinco hectáreas de riego; cuatro a seis hectáreas de temporal de primera o seis a 10 hectáreas de temporal de segunda; calculándose igualmente por ejidatario de 10 a 20 hectáreas de terrenos de pastos, y 20 a 40 hectáreas de monte, destinadas éstas extensiones al aprovechamiento comunal.

Pero era frecuente el caso de que los terrenos cultivables de riego o de temporal no alcanzaran a cubrir el mínimo de tres, cuatro o seis hectáreas laborables, para cada ejidatario, y se recurría entonces al expediente de reducir la dotación hasta a media hectárea de riego o a una hectárea de tierra de temporal por ejidatario, supliendo esta deficiencia, con terrenos de pasto o de monte.

En tal forma, se llegaba al resultado de que la parcela no podría jamás resolver el problema de vida del campesino y el ejido quedaría inútil para todos.

Las estadísticas reunidas hasta la fecha concluyen en un coeficiente de alarma, por el volumen que forman los casos en que no se ha podido satisfacer con el mínimo de tierras de cultivo el promedio económico de la vida rural.

Y entonces, ante el dilema de asegurar de una parte, la subsistencia independiente de los ejidatarios, a trueque de reducir el número de éstos, o de repartir entre todos, los terrenos disponibles, a sabiendas de que no se proveería para ninguno el futuro económico, se tenía que optar por lo primero, expulsando del ejido, o dejando al margen de los beneficios del reparto a muy considerables núcleos de campesinos, aún en el caso de que hubieran sido incluidos en los padrones respectivos.

Las consecuencias, individuales para los ejidatarios y colectivas para la riqueza agrícola del país, son incalculables y perfilaban ya una perspectiva de desastre; tendría que perdurar, a despecho de la obra del reparto, la condición de parias en que han vivido nuestros campesinos; se verían empujados éstos, otra vez, al peonaje tradicional, pues sin el aliciente que pueda dar el trabajo de una tierra de rendimientos bastantes para llenar sus necesidades, abandonarían el ejido en busca de un salario; y la revolución comprometería, sólo por deficiencias de táctica en el ejercicio de un principio intocable, uno de sus postulados esenciales.

Para llevar a sus fecundas consecuencias la acción dotatoria agraria, la nación ha venido erogando grandes sumas de dinero, y ya era tiempo de que se saliera en defensa de todos los intereses colectivos que convergen en el problema ejidal.

Al pensamiento de ceñirse rígidamente a la extensión de terrenos, disponibles en cada caso sin considerar los problemas que derivan del parcelamiento, curvando inútilmente los preceptos legales, se opone ahora la tesis lógica, estrictamente económica y filosóficamente humana, de procurar un beneficio para el mayor número posible, pero en todo caso una dotación parcelaria completa, capaz de llenar las necesidades económicas de cada ejidatario, aun cuando esto, en última instancia, llegue a reducir el número de campesinos beneficiados; porque es siempre preferible acudir a la solución vital de un conjunto campesino, aunque no constituya la totalidad, que dejar a ésta sin los recursos necesarios para subsistir.

Las reformas a que aludimos, llegan a tiempo para enmendar el vicioso procedimiento empleado hasta ahora, justamente cuando, por acuerdo del presidente Rodríguez, se está apresurando el parcelamiento de los ejidos. Estas reformas crean los medios de suplir las deficiencias en que hayan incurrido los campesinos en los fraccionamientos que han hecho ya por su cuenta, y establecen la forma de que en lo venidero se efectúe esa gran tarea en términos adecuados y sin que se dé lugar a nuevos errores y conflictos.

Las reformas son aplicables a los 4 mil ejidos ya entregados a los pueblos y servirán para que los que en mayor número están por entregarse, queden en manos de los trabajadores del campo con la extensión y los elementos que reclama una justa apreciación de las necesidades económicas de los ejidatarios.

En nuestro próximo comentario señalaremos los puntos fundamentales de las reformas introducidas a la Ley de Patrimonio Ejidal, apuntando su mecanismo de realización y las consecuencias que de ellas se derivarán para la economía nacional.

El Nacional, 25 de diciembre de 1932.

Froylán C Manjarrez

Revista Réplica