Cuando el amor te bloquea y el cerebro huye del cuerpo

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Después de todo, nadie nos advierte que el amor, además de ridículo, también puede ser...

¿Has notado que, cuando la persona que te gusta mucho se te acerca, el cuerpo entra en pánico y la mente se va de vacaciones sin avisar? De pronto no sabes si hablar, reír, o fingir que estás muy concentrado viendo una mosca imaginaria. Todo lo que practicaste frente al espejo —la sonrisa casual, la frase ingeniosa, el aire de misterio— se desmorona en tres segundos.

Y ahí estás tú: congelado, con la mirada perdida y un corazón que late como alarma de coche. Mientras tanto, tu cerebro, ese supuesto órgano racional, está emitiendo mensajes contradictorios: “Actúa natural”, “no mires tanto”, “ya miraste demasiado”, “no digas nada estúpido”, “ya lo dijiste”. En resumen: entras en modo error.

Desde la psicología, esto tiene sentido. El cerebro detecta a la persona deseada como una “amenaza emocional”: alguien que puede activar placer, sí, pero también rechazo, humillación o pérdida de control. La amígdala, guardiana del miedo, toma el mando, y la corteza prefrontal —esa parte que nos ayuda a hablar, razonar y parecer medianamente interesantes— simplemente se desconecta. Resultado: quedamos atrapados en un trance de pánico hormonal disfrazado de amor.

Pero aquí viene el giro peligroso: mientras tú te quedas petrificado, tratando de no parecer un psicópata, la otra persona podría pensar exactamente eso… que lo eres. Tu rigidez corporal, tu silencio nervioso o esa sonrisa congelada pueden parecer señales inequívocas de que algo no anda bien contigo. Ella o él, sin saber que en tu mente se está librando una guerra química, puede interpretarlo como frialdad, falta de interés o una alerta roja de inestabilidad emocional. Y entonces… se aleja.

Trágico, ¿no? Justo la persona que más te interesa termina creyendo que la asustaste. No porque hicieras algo raro, sino porque el miedo, el deseo y la biología decidieron jugarte una broma cruel.

Y lo peor es que después de esa escena te torturas durante días: analizas cada gesto, cada palabra, cada silencio incómodo, convencido de que podrías haberlo hecho mejor. Pero la verdad es que no: en ese instante, el cuerpo simplemente te protegió de un riesgo percibido. Porque enamorarse, para el sistema nervioso, es tan amenazante como enfrentarse a un oso.

Así que la próxima vez que te bloquees, recuerda: no estás loco ni traumado. Estás enamorado… y en modo defensa total.

Eso sí, si la persona huye, al menos que se lleve la impresión correcta: que no eres raro, sólo estás bajo los efectos colaterales del romanticismo biológico.

Después de todo, nadie nos advierte que el amor, además de ridículo, también puede ser un poco aterrador.

Paty Coen

Revista Réplica