Porque cuando una ciudad permite que sus avenidas se comporten como pistas —aunque sea “entre comillas”—, termina pagando el precio más alto...

La Vía Atlixcáyotl no siempre fue lo que es hoy. Alguna vez intentó ser un eje moderno, ágil, una promesa de movilidad eficiente para una ciudad que crecía con prisa. Con el tiempo, esa promesa se fue desfigurando hasta convertirse en algo más peligroso: una vía rápida sin frenos emocionales ni urbanos, una especie de pista de carreras —entre comillas— donde la velocidad encontró terreno fértil y la prudencia quedó fuera del diseño.
La decisión de adaptarla sin semáforos, sin topes y con controles mínimos de velocidad la transformó, en los hechos, en una avenida que invita a correr. No lo dice un conductor imprudente; lo dice la lógica del asfalto. Cuando una vía es larga, recta, amplia y sin interrupciones visibles, el mensaje es claro: acelera. Y cuando ese mensaje se repite todos los días, termina por normalizarse.
El problema es que la Atlixcáyotl no es una autopista, aunque se le haya tratado como tal. Es una vía urbana rodeada de plazas comerciales, oficinas, restaurantes, paradas improvisadas, peatones, trabajadores, estudiantes y familias que la cruzan o la caminan. Es una avenida viva. Y una avenida viva no puede diseñarse como si nadie pudiera morir en ella.
La tragedia reciente, donde una joven trabajadora perdió la vida tras una carambola provocada por vehículos que circulaban a exceso de velocidad, no es un accidente aislado. Es una consecuencia. Cuando una ciudad diseña espacios que privilegian la rapidez sobre la seguridad, los resultados no son fortuitos: son previsibles.
No se trata únicamente de señalar a quienes conducen con irresponsabilidad —aunque su responsabilidad es innegable—, sino de mirar más profundo: las calles también educan. Enseñan cómo comportarse. Una calle sin semáforos enseña que no hay que detenerse. Una calle sin topes enseña que no hay consecuencias inmediatas. Una calle sin vigilancia constante enseña que todo está permitido.
Y así, poco a poco, la Atlixcáyotl se volvió escenario de una masculinidad mal entendida, del culto a la velocidad, del ruido del motor como identidad, de la emoción de “ganarle” al de al lado. No oficialmente, claro. Nadie lo autoriza. Pero tampoco nadie lo impide con la contundencia necesaria.
Las repercusiones van más allá de un hecho trágico. Afectan la percepción de seguridad, el derecho al espacio público y la confianza ciudadana en el diseño urbano. Cada muerte en una vía como esta deja una pregunta incómoda: ¿cuántas señales más se necesitan para aceptar que algo está mal planteado?
Adaptar una avenida no es solo ampliar carriles o agilizar el tránsito. Es pensar en quién la usa y cómo la usa. Es aceptar que la velocidad mata cuando no está regulada. Es entender que la modernidad urbana no se mide en kilómetros por hora, sino en vidas que llegan a salvo a casa.
La Atlixcáyotl no necesita convertirse en un embudo, pero sí en una vía consciente. Con semáforos inteligentes, controles reales de velocidad, cruces seguros, vigilancia permanente y una narrativa clara: aquí no se corre, aquí se convive.
Porque cuando una ciudad permite que sus avenidas se comporten como pistas —aunque sea “entre comillas”—, termina pagando el precio más alto. Y ese precio, casi siempre, lo pagan quienes nunca estaban compitiendo.