“La mentira y la verdad no se pueden unir en paz”
Mary o yo libramos la andanada de señalamientos y críticas; sin embargo, la preocupación persistió para posesionarse de mis espacios vitales, incluidos los lúdicos: en algunas ocasiones vi moros con tranchete. En otras me sentí acorralado por los ojos cercanos que me miraban con la misma curiosidad con la que solemos ver a los seres humanos cargados de infortunios.
Llegó la etapa de reconciliación con mi propia vida pública. Emprendí varios viajes hacia el pasado reciente y también al remoto. La película corrió al revés hasta que se congeló justo en el día o los días en que las imágenes de personas desconocidas llenaron mi espacio vital. Se repitió aquella secuencia sin ritmo, unas veces agolpándose en varios segmentos y otras fundiéndose en un único grupo. Los fantasmas se presentaron de manera organizada y espontánea como si se tratase del viejo y conocido desfile que en décimas de segundo irrumpe en las dimensiones de los tiempos idos, allanamiento que en mi caso se repitió en algún momento desconocido e inesperado. Resultó ser la misma estela de antaño, cuando imaginé que los espíritus se materializaban en mi entorno. Sentí que Sor Juana y Herminia se habían acercado para que yo pudiera escuchar sus consejos; las vi portadoras de tal prestancia y señorío que lamenté no haber vivido en su tiempo.
Pese a esas presencias, los impactos negativos ocasionados por la información en mi contra, impidieron que yo asimilara su influencia mental, energía que combinada con mi dominio sobre la política, me había ayudado a encontrar respuestas para paliar mis disparates y aplacar mis temores. Fue tanta la presión externa que se alteraron mis sentidos: mi mente dejó de escuchar a los benévolos fantasmas; los poros de mi piel se cerraron; la luz de la inteligencia se opacó, y falló el olfato político que admiraban mis amigos, temían mis enemigos y envidiaban mis adversarios.
Ramos la libró. Mary, mi dama de las calamidades, tuvo la fuerza suficiente para pensar por ella y por mí. Gracias a este mi Ángel de la Guarda (así con mayúsculas), las muertes en la Mixteca y en la Sierra Norte se convirtieron en cuentos, leyendas y reportajes sobre el crimen organizado. No obstante, mi prestigio quedó rengo debido a lo que lo vapulearon en notas periodísticas dedicadas a mi persona o, en el mejor de los casos, en las entrelíneas, menciones todas a toro pasado. Ante estas reacciones tuve que utilizar el dinero público no etiquetado para circularlo por las redacciones. Esto benefició a reporteros y columnistas con feeling e información privilegiada, excepto Aquiles Jodo quien volvió a las andadas y no precisamente las que le dieron popularidad, fama resaltada por la vestimenta negra y la abundante cabellera, por cierto envidia de las mujeres. El tipo me jodió hasta el cansancio. Sin darse cuenta, creo, contradijo lo dicho por el escritor Neil Lawson: “La ley nunca podrá obligar a nadie a amar al prójimo; pero, por lo menos, se le hará más difícil expresar su odio”. El cabrón de Aquiles trastocó este llamémosle principio para, tozudo, manifestar su animadversión hacia los políticos: El caso es que a pesar de mis demandas por daño moral seguí siendo su víctima idónea porque —alguna vez lo escribió— yo reunía lo que él aprendió a odiar.
Ataque al corazón
Faltaban siete meses a mi mandato cuando ocurrió un operativo silencioso y discreto en Casa Puebla. Era de madrugada. La guardia dormía tal y como se acostumbró durante los años en que mi gobierno vivió en estado de paz. Desperté alertado por Laura que escuchó el ruido de la cerradura de la puerta. Enseguida irrumpieron en la recámara varios encapuchados. Uno de ellos se despojó del pasamontañas y con voz que sonó amable y a la vez tétrica me dijo:
—No se asuste Gobernador. Este es un operativo para cuidarlo.
Palabras vanas porque en ese momento entré en estado de pánico silencioso. Si mi cuerpo hubiese tenido el poder de atracción de la tierra que se abre para absorber todo lo que le rodea, creo que las cavidades de mis ojos abiertos al máximo habrían succionado a quienes violaron mi intimidad.
—Aquí estaremos hasta nueva orden, pueden ser horas o días depende de Usted —agregó sonriente el cabrón como si disfrutara el pánico que se apropió del matrimonio De la Cruz y Tlacuilo—. Mientras, nosotros pasaremos inadvertidos. Así que si alguno de sus escoltas llega a llamarlo dígale que no hay novedad, que todo está bien.
— ¡Cómo que está bien! —protesté con la energía que salió no sé de dónde—. ¡Esto es una arbitrariedad, un allanamiento…!
— ¡Cálmese Gobernador! —Respondió enérgico el atrabiliario jefe del operativo—. Mi nombre es Tranquilino Sepúlveda. Llame Usted al Presidente por este teléfono —ordenó al tiempo en que me entregaba el aparato satelital—. El Señor espera su llamada.
Creo que en esta ocasión pasó desapercibida la palidez de mi rostro color cetrino gracias a las sombras de la recamara. Laura había enmudecido y a punto estuvo de desvanecerse. Mientras la sostenía me pareció ver en los ojos de aquellos policías el extraño brillo de los coyotes, resplandor producido por las farolas del jardín. La luminosidad se colaba por una de las ventanas que en verano dejábamos abierta para que entrara el fresco de la noche y algo de luz. Era la forma de medio paliar la fobia a la oscuridad, uno de los agobios de mi cónyuge.
Fue una terrible pesadilla. Así lo supuse y por ello me pellizqué la pierna. Quería comprobar si estaba despierto o dormido. La sensación de dolor confirmó que era cierto lo que estaba pasando. Aspiré profundo y seguí las instrucciones del capitán Sepúlveda, cuyo cargo y estilo contradecían el significado de su nombre de pila.
—Mis escoltas… ¿qué pasó con mis escoltas? —pregunté preocupado por la lealtad y entrega que juraron cuando se les contrató. “Daré la vida por Usted”, me había dicho uno de ellos.
—Están bien —respondió Tranquilino con un gesto burlón—. En dos horas despertarán. Bueno, el que despierten depende de Usted, eh —añadió sin perder la expresión común de los asesinos a sueldo, mueca copiada a sus entrenadores.
—A ver, deme el aparato pero antes márqueme el número correspondiente —le pedí amable pero con la energía del poder que empezaba a recuperar. Mi respuesta no fue por valiente sino por la necesidad de negociar con quienes se habían apropiado del control de mi vida. Me asaltaron mil dudas pero, pese a ello, tuve que creerle a Tranquilino.
— ¡Ya está en la línea el Presidente David Lobo! —dijo enfático Sepúlveda sin perder la actitud marcial que había adoptado antes de llamar al mandatario. Me impresionó verlo con un dejo de bondad en sus pequeños y prominentes ojos atorados entre sus abundantes cejas.
— ¿Habla David Lobo? —pregunté desconfiado sin perder de vista la reveladora mirada de Tranquilino. Aún dudaba. No creí que el interlocutor telefónico fuera el máximo Jefe de la Instituciones nacionales.
—Gobernador: esta operación es para salvaguardar los intereses de la República y de paso tu vida —me dijo el Presidente. Al escuchar su voz sentí el reparador efecto del té de boldo—. Tenemos datos sobre un posible asalto a tu casa. Al parecer gente de adentro está involucrada con el cártel que fue de Yanga. Por ello el operativo y la sorpresa. Si es necesario justificarlo o hay alguna filtración, dirás que la autoridad federal cumplió la orden de cateo a la residencia oficial que tú solicitaste. También declaras que la operación respetó el fuero del gobernador y la soberanía del estado. El documento está en poder del capitán Sepúlveda. Así que fírmalo en este instante. Lo reservaremos y, si acaso es necesario, se hará público. —La última frase me recordó el poder del presidente David Lobo, un hombre decidido a combatir el crimen organizado. Sus primeras palabras quedaron grabadas en las paredes internas de mi cráneo y operaron como un bálsamo inyectado en el torrente sanguíneo.
—Señor Presidente Lobo —expuse con voz de subordinado pero sin perder la calma que no sé de dónde me salió. Era la tercera vez que hablaba con él. La primera ocurrió durante nuestro único acuerdo y la segunda en la reunión nacional de gobernadores—: Todo esto me parece un acto que linda en la ilegalidad…
—Por eso debes firmar el documento que te entregará Tranquilino, para hacerlo legal — decretó—. Antes de que sigas con tu protesta que considero razonada, toma nota de que mi intención es ayudarte. Se lo debes a Emmanuel Cordero; él me lo pidió. Así que serénate y no pierdas la calma. Haz tuyo el operativo. Tenemos que evitar que el escándalo altere el final de tu mandato...
La voz del Presidente penetró en mis sentidos. La escuchaba dentro de mi organismo pero a la vez la oía lejana. Cada palabra producía un eco que dispersaba las frases para unir los vocablos que mi mente debía grabar. Fue una extraña sensación, muy parecida por cierto a los diálogos conmigo mismo.
—Ahora escucha mi consejo amistoso —agregó Lobo—: dale más importancia a la legalización de tus bienes para que éstos no se conviertan en los males de tu retiro.
Vaya frase. Me cimbró hasta la médula porque en la cercanía con Emmanuel aprendí que el presidente de México es el dios de nuestro sistema político. Desde que huimos de la pobreza, allá en la Mixteca poblana, estatus que a punto estuvo de matar de hambre a mis padres, hermanos y al que esto escribe, nunca me había sentido tan desamparado y vulnerable como esa madrugada. En parte porque en un santiamén acabó con el encanto del poder el ridículo pijama de duvetina que me obsequió Laura el día que festejábamos nuestro aniversario de boda (me lo había puesto presionado por sus reclamos sobre mi indiferencia a sus obsequios). Sentí que atrás de sus pasamontañas los militares sonreían divertidos por mi aspecto y que esa burla enmarcaba la pérdida del mando y autoridad que yo ejercía. También rondaron por mi cabeza las palabras del borrador del mensaje político que debería pronunciar el día de la entrega del poder: ponderaba a quien sería mi sucesor, un tipo que se sentía parte del Olimpo, tanto por su origen nórdico como por su físico de stripper. La cadena de imágenes y recuerdos me hizo pensar en que aquella noche sería la última de mi etapa de libertades, bondades y poder absoluto. Incluso supuse que en esos momentos moriría atravesado por las balas de los sicarios que asaltaron mi morada. Miré a Laura y mis ojos le pidieron el perdón que le debía por haber permitido que la política expulsara de nuestras vidas el amor y la fidelidad que le prometí el día que nos casamos. Ella me vio comprensiva y en esa expresión percibí su indulto.
—Estoy en sus manos, señor Presidente —alcancé a decir y la negrura se apoderó de mis sentidos.
Ay dolor cuánto me dueles
Cuando volví en sí, ya iba en una ambulancia rodeado de paramédicos. Sentí cómo el vehículo pasó volando por uno de los pequeños monumentos a la irresponsabilidad de los conductores, protuberancias que llevan el nombre de topes. Alcancé a ver el rostro desencajado de Laura, mi esposa, cuyo cuerpo rebotaba contra una de las esquinas de la ambulancia.
— ¿Qué me pasó? —pregunté al hombre que inyectaba en mi vena algo que me causó un intenso ardor interno.
—Le dio un infarto. Cálmese y respire con tranquilidad —contestó el médico—. Ya pasó la crisis cardiaca.
El sedante empezó a funcionar y lo de la crisis cardiaca fue lo último que escuché. Desperté en la suite del hospital con la incomodidad de los tubos, cables, oxígeno y otros aparatos que parecían chupar la poca energía que aún quedaba en mi cuerpo.
—Alguien puede informarme que jijos de la chingada hago aquí —dije con voz de moribundo mientras que con la mano enganchada a la aguja trataba de quitarme los tubos del oxígeno.
—Cálmese —respondió la bella cardióloga deteniéndome el brazo. La miré como si fuese una representación de Afrodita—. Quieto. Ya pasó el peligro —agregó mientras yo seguía observándola tal y como se mira a los ángeles convertidos en mujer.
— ¿Cuánto tiempo llevo así? —pregunté a Laura que se encontraba al lado apretándome la otra mano.
—Este es el segundo día —respondió afectiva. Noté que estaba recuperada del susto porque su voz volvió a transmitir la tranquilidad que contagiaba a propios y extraños—. El Presidente David Lobo vino a verte. Se mostró muy preocupado y…
— ¡Y cómo no, si él fue el culpable del susto que me dieron! —La interrumpí con mi airada protesta y voz lastimosa—. ¿Infarto…? —dije—. ¿Eso me pasó?
—Nada más dos —terció sonriente la doctora que con esa frase abandonó su actitud de testigo de piedra—. Uno en su casa y otro aquí, al llegar a terapia intensiva. Pero cayó en blandito —bromeó.
— ¿Viviré, doctora? —pregunté con el mismo talante.
—Vivirá para seguir en la brega política —dijo la galeno con la intención de darme valor. Su agresivo escote parecía parte de una nueva terapia para animar a quienes, por su estado físico, parecen estar a punto de retornar al vientre de la madre tierra.
—Menos mal —reviré sin perder el tono de guasa—: debo informar a mis acreedores para evitar que a ellos también les pegue un infarto —añadí con la intención de nutrir mi optimismo y limpiar la garganta lastimada por algo, quizá alguno de los tubos del equipo resucitador.
Horas más tarde fui informado de cómo se manejó en la prensa la toma y el cateo de Casa Puebla, acción dizque ordenada por mí. Mary, a quien por primera vez vi demacrada y con el susto todavía pegado a su hermoso rostro, me comentó que el Congreso Local haría el cambio a la Ley Orgánica para que el último informe de gobierno se entregara por escrito, algo que habíamos planeado con la intención de evitar los sofocones que nunca faltan en las legislaturas donde un solo diputado se convierte en terrorista político. Me tranquilizó su iniciativa personal pero aún me dolía el pecho, no tanto por el infarto sino por la duda sobre el destino del equipo de seguridad. Evité las preguntas incómodas por temor a que sus inesperadas respuestas me provocaran otro ataque al corazón. Sólo me atreví a pedir a De la Hoz que me explicara lo dicho a la prensa sobre mi estancia en el hospital.
—Tuviste un problema gástrico que requirió de una laparoscopía, estudio que confirmó tu buen estado de salud. Después de la revisión saliste del país para asistir a Nueva York a una reunión privada con empresarios gringos de origen latino. Esa fue la versión oficial apoyada con fotos inéditas de otras visitas. No hubo dudas a pesar de que tampoco existió boletín. Tu viaje pasó desapercibido gracias a que la prensa se amarilló al difundir y comentar el crimen de odio que ocurrió dentro de la comunidad gay.
— ¿Igual que el de José María del Sagrado Corazón del Niño Jesús? —pregunté como si estuviera preocupado por la salud religiosa de mi amigo el Arzobispo.
—Gracias a Dios no fue así, Gobernador —respondió irónica la terrible Mary—. Según el informe del Procurador, documento que ya está sobre tu escritorio, se trató de una riña entre jóvenes, pelea propiciada por los celos y la competencia sexual. Este caso ocupó el espacio de periódicos, sitios web e información electrónica.
— ¿Y cómo mataron al homosexual? —pregunté intrigado.
—A golpes. Con saña inaudita. Además lo mutilaron.
—Pues sí que fue un crimen de odio. Cuando más pequeño es el corazón más odio alberga, dijo Víctor Hugo —acoté orgulloso de mi memoria.
—Otro tipo de miserables, parias o tal vez desamparados —reviró culta mi Ángel Guardian.
Mi retorno a Casa Puebla fue sin sobresaltos, excepto el estallido de uno de los transformadores cercanos ocurrido justo cuando acababa de llegar. Se escuchó un fuerte estruendo y Laura, mí sufrida cónyuge, supuso que se trataba de un atentado. Aterrada, la pobrecita salió corriendo de la habitación con el grito estridente pegado en su cogote: “¡Ya vámonos de este pinche pueblo!”. También dijo otras incoherencias que nunca antes le había escuchado, ni siquiera el día en que nos casamos y justificó su virginidad.
La pobre estaba asustada, no tanto por la irrupción nocturna sino por lo que había dicho el jefe del asalto a Casa Puebla, alerta que para ella confirmó su cantaleta sexenal: “En Puebla no nos quieren”.
Como buena defeña de cruza regia, Laura, mi cónyuge, nunca pudo convivir con los poblanos y menos aún hacer amistades sinceras. Su franqueza resultó incómoda para quienes se le acercaban, estilo que produjo muchas malas caras y varios ratos amargos causados por mis barrocos paisanos refractarios a la franqueza. Por ello la invasión a nuestra recámara hizo las veces de la gota que derramó el vaso a semanas de la entrega del gobierno, o de la cesión de las llaves del reino, como dijo mi antecesor el día que protesté cumplir honestamente el cargo de gobernador: “En este momento tu particular recibe las llaves del reino —susurró en el momento que me abrazaba felicitándome—. Yo regreso a la realidad, el espacio que algún día compartiremos”. Sabias palabras que no recordé hasta pasado el tiempo y sufridas sus consecuencias: o sea seis años después.
Efectos colaterales
Medio repuesto del soponcio cardiaco y contra la opinión de los médicos, una vez acomodado en las habitaciones acondicionadas para recibir a nuestras visitas importantes, le pedí a Mary que organizara una junta con mi personal de confianza. Faltaba poco tiempo para concluir el mandato y me urgía preparar la salida hacia la libertad, fuga que sólo se puede operar con dinero. No quise quedarme inmóvil y confiado en que María Magdalena, la virgen de la bondad política, se apiadaría de mí. Había que buscar respuesta a las preguntas que ocuparon mi tiempo y demandaban razonamientos lógicos: ¿Qué pasó? ¿Quién o quiénes habían organizado el frustrado asalto a la residencia? ¿Cuál fue la respuesta de los ciudadanos? ¿Qué asuntos teníamos que resolver antes de entregar el cargo? ¿Cómo o quién enteró al Presidente del complot?
Mary e Isabel organizaron todo para que en la reunión planeada dejara en claro lo que hubo detrás de aquel enredo cuyo pretexto fue, como ya quedó escrito, la posibilidad de un atentado. La conclusión resultó escalofriante, de película: Adela, la secretaria de confianza, no sólo estaba involucrada sino que había operado como infiltrada del grupo de Yanga, igual que Rasputín y el chino Lee.
Amargo sabor el de la traición. Tenía razón Shakespeare: las sonrisas de quienes nos rodean y nos engañan o conspiran en nuestra contra, se parecen a los puñales que entre más cercanos están, son más sangrientos.