La función del Estado es proteger la vida, no convertirla en un espectáculo patrocinado con dinero público...

Hay decisiones de gobierno que parecen escritas después de una siesta larga, de esas que confunden la realidad con el sueño. Hace unos días murieron dos jóvenes —otra se debate entre la vida y la muerte— por arrancones clandestinos en la vía Atlixcáyotl. Y la respuesta oficial fue tan desconcertante que uno no sabe si reír, llorar o pedir un examen toxicológico colectivo: construir una pista de carreras en Puebla.
Sí, una pista. Como si el problema fuera la falta de asfalto autorizado y no la mezcla de imprudencia, vacío institucional y un Estado que llega siempre tarde, pero con ocurrencias frescas.
Pero la joya no es la pista: es la lógica detrás.
En lugar de prohibir, regular y sancionar, el gobierno prefirió permitir. Y, según ellos, “mitigar el riesgo” con ambulancias listas para recoger al que se estrelle. La política convertida en resignación con presupuesto.
Tener ambulancias esperando no es prevención: es administrar la tragedia.
Es confesar, sin decirlo, que no se sienten capaces de detener nada, así que mejor lo legitiman. Es como aceptar que la conducta es incontrolable y que el Estado sólo puede aspirar a recoger cuerpos con mayor eficiencia. Un gobierno convertido en paramédico de sus propias omisiones.
Y así, esta pista “segura” se vuelve el primer capítulo de la nueva era de “remedios creativos”. Si seguimos esta lógica, lo que viene podría superar cualquier distopía:
Quizá veremos parques de orgías controladas, con brazaletes municipales y supervisores que verifiquen que la pasión no exceda el horario permitido.
O tal vez inaugurarán cafés con dispensadores de jeringas, con un menú de agujas desechables y música ambiental para que la experiencia sea “más humana, más acompañada, más pública”.
Incluso podríamos terminar celebrando festivales de metanfetaminas, bajo el lema de “si ya lo hacen en la calle, mejor que sea regulado”.
Todo bajo el mismo argumento: si no podemos impedirlo, al menos inauguramos algo.
La verdad incómoda —esa que suelen evitar porque compromete, revela y obliga a trabajar en serio— es que el problema nunca ha sido la falta de espacios, sino la falta de comprensión profunda del riesgo, de la vida nocturna, de la adolescencia huérfana de guía, de la impunidad que lo atraviesa todo.
La pista será tan útil como ponerle cinturón de seguridad a un fantasma.
Y es que a veces los gobiernos se enamoran de sus propias ideas torpes porque son rápidas, visibles y fotogénicas. Porque inaugurar algo es más fácil que transformar algo. Y porque, al final, siempre encuentran a quién culpar… menos al sistema que no previene, no educa y no acompaña.
La función del Estado no es hacer cómodo el riesgo, ni pavimentar la autodestrucción, ni poner ambulancias al borde del abismo.
La función del Estado es proteger la vida, no convertirla en un espectáculo patrocinado con dinero público.
Mientras tanto, aquí seguimos: entre pistas, promesas y parches, observando cómo el país intenta curar heridas profundas con ideas que no alcanzan ni para el chiste.