EL PARLAMENTO NACIONAL EN LA ERA REVOLUCIONARIA

La historia parlamentaria de México, a partir de la segunda década de nuestro siglo —en que principia a florecer el renacimiento democrático que señorea el espíritu nacional—, ofrece en los actuales momentos un interés que se acrecienta en razón de la confianza que el país ha depositado en la gestión de la XXXV Legislatura del Congreso de la Unión, próxima a iniciar sus labores.
Los diferentes estados de opinión que han prevalecido desde la alborada maderista de 1910; los sacudimientos de tormenta de los trágicos años 1913 y 14; la consagración de la nueva ideología revolucionaria en el Congreso de Querétaro; la severa intransigencia que siguió a los años de la lucha armada; y las contiendas intestinas dentro del partido revolucionario, aún inorgánico, las cuales no se liquidan hasta el advenimiento del Partido Nacional Revolucionario; todo ello, que caracteriza las etapas sucesivas del movimiento de reforma social y política de México, se perfila de modo exacto en las vicisitudes que la historia interna del Parlamento presenta a los ojos del contemplador.
Hasta qué punto el Congreso ha sido el reflejo acusador del estado real del país, se demuestra con el hecho de que aún la XXV Legislatura, creación última del régimen porfirista valetudinario, alcanzó a dar indicios de las agitaciones que conmovían el espíritu cívico de las grandes masas populares, en las palabras de algunos diputados, y particularmente en las de aquel campeón de recia contextura, Diódoro Batalla, el cual debe recordarse tanto en sus actitudes combativas como en aquellas en que comunicaba altura y trascendencia moral a las pugnas tribunicias. “Serenemos la contienda”, es la frase que, precursor de los diputados revolucionarios, debía legar como ejemplo y como una norma de vital validez, a los años posteriores.
La XXVI Legislatura es el puente tendido entre el pasado dictatorial y el futuro revolucionario. A través suyo, el movimiento innovador se lanza a la conquista de sus postulados sociales. Así, en los primeros momentos de su vida, la XXVI Legislatura, en cuya composición intervienen aún minorías fuertemente vinculadas con el antiguo régimen, adopta posturas indecisas, puramente líricas, que se compaginan con la generosidad ingenua del gobierno federal.
Viene después, en horas trágicas, un momentáneo abatimiento del espíritu cívico en el Parlamento, y son esas horas las que aprovecha Victoriano Huerta para afirmarse en el poder. Pero luego, la XXVI Legislatura torna a encontrar su propio ambiente —un ambiente heroico—, y despreciando la usurpadora bota militar se sumerge en hechos gloriosos e ilustra su gesto con la sangre de Belisario Domínguez y de Serapio Rendón. Queda integrada, entonces, una lista de honor demasiado vasta para caber, así sea en somera mención, dentro de límites tan estrechos como los de esta columna.
Las victoriosas batallas que don Venustiano Carranza presenta, primero a Victoriano Huerta, después a la insolencia de Francisco Villa, dan al pueblo la oportunidad de desenraizar el sentido clasista de la revolución, haciéndole concebir el deseo de un nuevo ordenamiento de la vida social. De esta manera, la revolución no se muestra ya provista de un caótico acervo de anhelos indeterminados, sino que concreta sus direcciones.
Y surge así, en un punto culminante de la trayectoria histórica del país, la Asamblea Constituyente, que no sólo sabe captar las aspiraciones sacadas a flote por el sacrificio de la contienda armada, sino que aun intuye el devenir de la nacionalidad y forja en los artículos 27, 123 y 130 constitucionales, la norma de vida y el programa social a los cuales ha de ajustarse la gestión del Estado y la dinámica de las colectividades organizadas.
Pero no es ello todo, sino que el cumplimiento estricto de esa norma y de ese programa, genera la posibilidad de un afinamiento progresivo del sentido de clase en las masas proletarias y deja abierta la frontera para el arribo de las nuevas formas históricas que produzca el desenvolvimiento de la humanidad.
La XXVII Legislatura, en masa, constituye una oposición de izquierda al Ejecutivo y trata de obligarlo a caminar rápidamente, a saltos, hacia la conclusión real de los postulados revolucionarios. Se trata aquí, pues, de un Parlamento depurado en la pasión de la lucha, enérgico, intransigente, inepto para las transacciones y hábil para cerrar el paso a todo intento, aun el más leve, de restauración.
La XXVII Legislatura amplifica en su tribuna “la voz de la montaña” y dignifica su necesaria intolerancia al usar el célebre cuchillo de tres filos —el criterio legal, el político y el criterio moral— contra los enemigos del pueblo; arma ésta tan temible y tan temida, que se justificó en aquel momento histórico porque aún era reciente en la memoria el abuso que la opinión reaccionaria había hecho de la libertad que le fuera concedida en la XXVI Legislatura, conduciendo a la República a un derroche de sangre.
Frente a la altitud moral y revolucionaria de la XXVII Legislatura, la reacción del poder, ejercida sobre los comicios, produce un descenso corporizado en la XXVIII Legislatura, tan poco firme en sus opiniones políticas, oscilantes entre la esperanza que significaba el obregonismo en campaña por la reconquista de los fueros radicales, y entre la conformidad sin médula del inocuo civilismo bonillista.
El movimiento de 1920, en el que participaron de nuevo las grandes masas de población, integra la XXIX Legislatura, de actuación que se cobija francamente bajo los signos radicales, pero cuya fuerza no adquiere un relieve pleno porque no encuentra ya resistencias en el conservadurismo derrotado para siempre.
La XXX Legislatura representan el esfuerzo aislado de un partido, que pretendió al alcanzar la hegemonía política del país.
Fracasado este intento, las siguientes cámaras federales, hasta la XXXIII legislatura, proyectan una línea histórica, desprovista de sinuosidades, en la que adquiere territorio, volumen su solidaridad con el ejecutivo en los graves acontecimientos de 1927, 28 y 29.
Hasta aquí había sido el esfuerzo incoherente de los revolucionarios, entregados a sí mismos, el único motor de la actividad parlamentaria.
Con el advenimiento del Partido Nacional Revolucionario a las responsabilidades históricas dentro del país, se coordina la acción renovadora de los ciudadanos y se inicia la era del funcionalismo institucional, justiciero y tolerante, ya que no es temible ni significa peligro alguno para la estabilidad de las conquistas sociales, la participación de los grupos conservadores en la marcha de los asuntos legislativos.
Así inicia sus labores la XXXV Legislatura. En ella las mayorías camerales, apegadas a un programa doctrinario, y dirigidas por un instituto —guardián de la ideología revolucionaria y capaz de encauzar por medio de una disciplina moral y política la gestión de sus miembros—, tienen en sus manos la más brillante ocasión de conducir al Parlamento hasta los estadios que corresponden a la vida de una nación vigorosa y segura de sus propios destinos.
Tiene razón por tanto el señor general Calles al afirmar frente al Bloque Nacional Revolucionario de la Cámara de Diputados:
El país entero ha estado pendiente de la actuación de esta Cámara, y para satisfacción de ustedes puedo asegurar que una oleada de optimismo va de una a otra parte de la República.
El Nacional, 26 de agosto de 1932.
Froylán C Manjarrez