La marcha del sábado no resolverá la violencia ni reducirá la corrupción mañana por la mañana...

A veces un país necesita que miles salgan a la calle para recordarle a sus gobernantes lo que deberían tener tatuado en la frente: ellos son los empleados. Nosotros, los ciudadanos, los patrones. El poder no es propiedad privada ni botín hereditario; es un contrato temporal que puede ser revocado cuando quienes lo otorgan deciden que ya basta.
La marcha de la llamada “Generación Z” del 15 de noviembre no fue el nacimiento de un movimiento ni la aparición repentina de una generación iluminada. Fue algo más viejo, más profundo y más universal: el hartazgo que emerge cada vez que el poder olvida su origen. Ayer, hoy y mañana. Aquí, en China o en Nepal. Las sociedades se parecen más de lo que sus líderes quisieran admitir.
En la Ciudad de México se congregó una asistencia numerosa. Jóvenes, sí, pero también adultos que no aceptaron quedarse en casa viendo cómo se acumulan la violencia, la corrupción, las muertes absurdas y la erosión lenta de las instituciones. La caravana avanzó del Ángel al Zócalo, ese termómetro eterno donde el país mide su pulso político. Ahí, entre consignas y banderas, surgieron los inevitables momentos de tensión: encapuchados tomando las vallas, policías respondiendo con fuerza, heridos de ambos lados, detenciones. Un saldo conocido, un déjà vu que México todavía no aprende a evitar.
Mientras tanto, el gobierno insistió en que la protesta no fue orgánica, que detrás había una campaña digital financiada desde el extranjero, con un gasto millonario para inflar el malestar. Puede ser. O tal vez lo que cuesta aceptar es que cuando la ciudadanía se harta, no necesita bots para expresar su descontento. La rabia tiene mejor alcance que cualquier algoritmo.
También es cierto que el movimiento exhibió sus contradicciones: figuras políticas que quisieron colgarse de la convocatoria, oportunistas disfrazados de jóvenes rebeldes y un mensaje que, por momentos, parecía demasiado amplio para tener una dirección clara. A ello se sumaron pintas misóginas y comportamientos deplorables. Pero aun con su ruido y sus sombras, la esencia estaba ahí: la protesta pacífica como acto de memoria democrática.
He escrito durante años —y seguiré haciéndolo— que el abuso de poder es una enfermedad crónica de los gobiernos, y que la única medicina efectiva es una ciudadanía despierta, exigente y organizada. El poder emana del pueblo; lo dice la teoría constitucional, pero también lo demuestra la historia. Ningún gobernante ha cedido privilegios por cortesía: se los arrancan las calles, las consignas, la presión pública y la vigilancia permanente.
La marcha del sábado no resolverá la violencia ni reducirá la corrupción mañana por la mañana. Tampoco reformará instituciones por arte de magia. Pero dejó algo valioso: un recordatorio. Un recordatorio incómodo para quienes gobiernan y urgente para quienes los eligieron. La democracia no se sostiene sola; se sostiene con la fuerza —y la terquedad— de los ciudadanos que se niegan a normalizar el deterioro.
La protesta no es una amenaza. Es una brújula. Es el mecanismo civilizado para corregir el rumbo cuando la política se descompone. Es la voz que rompe la inercia. Es la forma más antigua, y la más vigente, de recordarle a los empleados que el patrón sigue aquí: observando, evaluando y dispuesto a intervenir cuando el poder se desvía.
Ayer fue la llamada Generación Z. Mañana serán otros. No importa el nombre del movimiento: importa que la gente siga entendiendo lo obvio. Que el poder es prestado y siempre puede ser devuelto.