La pregunta es si vamos a seguir jugando ese juego...
Entro a un supermercado y me invade la certeza de que aquí no se vende alimento, sino enfermedad envuelta en celofán. Los estantes están saturados de productos que gritan “dulce” en todas sus presentaciones: aguas disfrazadas de saludables, cafés envasados que nadan en azúcar, jugos que parecen pintura líquida más que fruta exprimida. Todo lo que brilla en esos pasillos promete energía, pero en realidad ofrece un boleto directo a la dependencia: una adicción lenta, disfrazada de rutina.
Busqué con paciencia algo simple, algo libre de azúcar. Nada. El mensaje era claro: si quieres vivir con prisa, si no tienes tiempo para cocinar, si dependes de la inmediatez, entonces debes aceptar el veneno que viene en la botella. No hay elección, no hay escapatoria. Como si la industria hubiera decidido por nosotros: “Los queremos diabéticos”.
Y lo peor es que no exagero. Según la Organización Mundial de la Salud, más de 422 millones de personas en el mundo viven con diabetes, y cada año esta enfermedad cobra la vida de aproximadamente 1.5 millones. En México, las cifras son aún más alarmantes: el país ocupa los primeros lugares en prevalencia de diabetes en América Latina, con más de 12 millones de adultos diagnosticados y muchos más que la padecen sin saberlo.
El azúcar actúa como una droga sutil, se apodera de tu cuerpo, de tu humor, de tu voluntad. El exceso, al que nos arrinconan desde la infancia con refrescos y golosinas, termina por convertirse en un enemigo íntimo. El organismo se inflama, la sangre se espesa, los órganos se cansan. Y todo comenzó con esa pequeña dosis cotidiana de dulzura que parecía inofensiva.
¿De verdad nadie piensa en bajar el azúcar a las cosas? ¿Nadie imagina un pasillo libre de esa trampa? Seguramente habría quien lo eligiera, quien apostara por la salud si se le diera la opción. Pero no, parece que no conviene. Es más rentable un país enfermo que uno consciente. La industria alimentaria y las farmacéuticas parecen bailar de la mano: unos nos enferman, los otros nos venden la cura a plazos.
Mientras tanto, seguimos caminando por los pasillos creyendo que compramos comida, cuando en realidad llenamos el carrito de azúcares que nos roban la vida. A plazos, sí. Porque la muerte que venden no es inmediata: es lenta, silenciosa, rentable.
La pregunta es si vamos a seguir jugando ese juego. Si seguiremos dejándonos llevar por la prisa y la falta de opciones, o si tendremos el valor de exigir otra manera de alimentarnos. Porque aunque quieran vernos enfermos, aún nos queda la posibilidad de elegir, aunque esa elección implique rebelarse contra lo más cotidiano: lo que compramos cada día.