LA REORGANIZACIÓN DEL GOBIERNO Y LA MISIÓN DEL ESTADO

La reorganización general del mecanismo del gobierno, que estudia en la actualidad una comisión compuesta por elevados funcionarios, es asunto que debe interesar profundamente a la opinión.
Aun cuando la idea de abordar este problema fue originada por el afán de introducir severas economías en los presupuestos gubernamentales a efecto de que se logre en el año próximo venidero un sólido equilibrio entre los ingresos y egresos de la federación, como base del saneamiento de las finanzas públicas, el problema no debe plantearse como una simple cuestión restrictiva de gastos, sino más bien como una ocasión que permita rodear al mecanismo gubernamental de todos los medios que lo capaciten para cumplir la misión que en la vida moderna se atribuye a todos los gobiernos.
En los últimos veinte años se ha operado un desarrollo progresivo del organismo burocrático. En ese desarrollo han intervenido tanto la ampliación de los antiguos servicios públicos y la creación de otros nuevos, como una viciosa tendencia a inflar las oficinas con fines puramente burocráticos.
Si comparamos el actual presupuesto de egresos con el que regía, por ejemplo, durante el gobierno del señor Madero, nos percataremos de la magnitud de este crecimiento presupuestal; las oficinas que tenían modesta categoría de secciones se han convertido en direcciones o departamentos dotados de numeroso y mejor retribuido personal; se han creado departamentos administrativos autónomos —que son a manera de nuevas secretarías de Estado—, y expurgados de las responsabilidades que a éstas competen; de la vieja Secretaría de Fomento se dio vida a los ministerios de Agricultura y de Industria, y al restituirse la Secretaría de Educación Pública se le otorgó una jurisdicción nacional que amplía considerablemente sus servicios con relación a los que tenía reservados en el período del señor Madero, que escojo como término de comparación.
Para un criterio simplista, bastaría con que retrotrajéramos la situación al estado que guardaba con anterioridad, para que el problema quedara resuelto.
Esto, sin embargo, no nos conduciría más que a privar a la nación de servicios públicos que ya le son habituales, con una pérdida total de las inversiones que representa la creación y mantenimiento de diversas oficinas técnicas cuyos frutos apenas comienzan a cosecharse, tales como el Departamento de la Estadística y el de Fabriles y Aprovisionamientos Militares.
La organización, pues, no debe obedecer a un simple espíritu de economía, que tenga por eje la limitación de las oficinas de servicios públicos, sino que debe abordarse como un problema de integración orgánica que elimine lo superfluo, y que evite la duplicidad de servicios; pero que respete lo útil y prepare al gobierno para llenar las funciones que le competen en el estado actual de la evolución política del mundo.
La actual Ley Orgánica de Secretarías de Estado, que traza la estructura del gobierno, adolece del defecto fundamental de inspirarse todavía en el viejo concepto del liberalismo clásico, el cual no atribuye al gobierno funciones sociales de consideración. En los días en que fue articulado el estatuto legal de referencia, no apuntaban aún con suficiente claridad los mismos conceptos que sobre la misión del Estado se abrieron paso en los años subsiguientes, ni se conocían las experiencias que ofrecían al mundo los fenómenos políticos y sociales que surgieron de la gran guerra.
La Ley de Secretarías de Estado, en esta virtud (puede afirmarlo el autor de estas líneas, por haber sido a la sazón secretario ponente de la Comisión Dictaminadora de la Cámara de Diputados) no fue sino la adaptación de la antigua ley de la materia a las condiciones creadas hasta entonces por el fenómeno revolucionario. De ahí que, para dar mayor atención a los problemas agrarios y agrícolas, obreros e industriales, en sus múltiples aspectos, se hayan creado dos ministerios en vez de la antigua Secretaría de Fomento. La autonomía concedida a algunos departamentos administrativos y la restitución del Ministerio de Educación Pública sobre la ancha base de una jurisdicción nacional, fueron hechos posteriores, generados, los primeros, por el desarrollo de los servicios encomendados a los citados departamentos, y el segundo, por los nobles deseos del régimen que inauguró el general Obregón, de reclamar un esfuerzo nacional constante en pro de la elevación del nivel cultural de nuestro pueblo.
Nunca, sin embargo, el Estado mexicano ha contemplado con toda amplitud cuáles son sus deberes, y cuál, por consecuencia, su misión como regulador de la vida social y económica de la nación. Nuestra estructura gubernamental sigue dominada por la doctrina del liberalismo clásico, confundimos con lamentable frecuencia la economía de la nación con la economía del Estado. Y al servicio público no se le da el sentido social que reclama nuestro tiempo.
Hace aproximadamente dos años y medio, desbrozaba yo este problema, procurando definir cuáles son, en principio, las funciones del Estado moderno con relación a la vida de la nación.
Decía entonces, y repito ahora, que es común observar cómo, obedeciendo a convencionalismos doctrinarios, se oponen en franca batalla las más diversas tesis respecto a la misión del Estado, según el concepto que se tenga de la propiedad: Estado capitalista vs. Estado socialista; propiedad privada intangible vs. propiedad colectiva absoluta; individualismo vs. colectivismo.
Para los primeros, el Estado no es más que un simple guardián del orden público, que debe dejar la suerte de la sociedad al libre juego de las fuerzas económicas puestas en manos de los individuos. Para los segundos, la supresión de la propiedad privada implica la atribución al Estado de todos los medios de producción, de consumo y de cambio.
No es menester que me detenga a considerar el grave error en que incurren quienes sustentan tan radicales teorías, y lo lejos que se hallan de la realidad viviente. Baste recordar, de una parte, que aun en los Estados que se consideran como capitalistas por antonomasia —tal como la Unión Americana—, de día en día la autoridad política tiene que apartarse del simplismo a que la constreñían las viejas doctrinas del liberalismo, para adentrarse en la complejidad de nuevas e infinitas atribuciones a que la obliga la necesidad de intervenir en la vida económica de la nación, ora para proteger, impulsar o limitar la producción, ora para vigilar la distribución de la riqueza, ora, en fin, para normar las relaciones entre los factores que concurren a la explotación de las fuentes de riqueza: el trabajo y el capital.
Y baste recordar, de otra parte, que en la misma Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, convertida en campo de experimentación del socialismo integral —léase comunismo—, igualmente hubo de operarse una fuerte reacción, un salto atrás: la célebre retirada estratégica iniciada hábilmente por Lenin con el fin de inyectar nueva savia a la economía de los países introducidos al régimen colectivista, para que se comprenda la fuerza de nuestra apreciación anticonvencionalista. De ahí que en este momento de transición, cuando la rueda de la economía gira lentamente del capitalismo al socialismo, yerren por igual los que sustentan como normas inmutables las que se atribuían al Estado capitalista, y los que se afanan por invertirlo de una buena vez con las funciones que se suponen al Estado socialista.
Pero como la vida no se compone de negaciones, sino que plasma en todo momento una modalidad definida que oriente a los hombres, nos ofrece ahora esta solución: entre el Estado capitalista y el Estado socialista hay un Estado intermedio: el Estado como regulador de la vida social y de la economía de la nación.
Es con sujeción a este concepto de las funciones del Estado, como debe proyectarse el nuevo estatuto que rija la gestión del mecanismo gubernamental.
El Nacional, 16 de septiembre de 1931.
Froylán C Manjarrez