IGNORANTES INTELIGENTES
Creo haber encontrado el eslabón entre el animal y el homo sapiens: somos nosotros.
—Konrad Lorenz
Hay bocas de noche que, por hablar culto, hablan a oscuras.
Según las estadísticas de la UNESCO, el número de títulos publicados en el siglo XX es equivalente al de títulos universitarios emitidos. Es una aseveración que debería validar aquello de que la oferta y la demanda de libros van de la mano; sin embargo, se ha comprobado que los universitarios se interesan más en publicar que en leer libros, actitud que, paradójicamente, fomenta la ignorancia.
Me refiero —que conste— a la ignorancia que Gabriel Zaid (Los demasiados libros, Ed. Océano) define valiéndose del fenómeno que produce el ritmo de fabricación de libros, actividad que —dice el escritor— cada día nos vuelve más incultos. Y ejemplifica el caso con los siguientes datos: si usted leyera un libro diario, dejaría de leer cuatro mil publicados ese mismo día. Es decir, que sus libros no leídos aumentarían cuatro mil veces más que sus libros leídos. Y su incultura, cuatro mil veces más que su cultura.
Yo creo que todos coincidimos con Zaid en el hecho de que, por conocer y combatir esta limitante, llegamos a convertirnos en ignorantes inteligentes, pues sabremos cómo se anda, cómo se actúa, cómo se mira la vida después de leer, y si la calle, las nubes y la existencia de otros tienen algo que decirnos. Físicamente seremos más reales porque estaremos valorando nuestras limitaciones.
Empero, el efecto numérico enunciado puede llegar a convencer a cualquier profesionista palurdo o resignado de que los libros salen sobrando. E incluso algunas de estas personas podrían tomarse la supina voluntad de argumentar que es mejor navegar entre la información de la computadora que acariciar, disfrutar, tocar, olfatear y leer un libro. Imagínese, lector, que Octavio Paz hubiese sido impactado por esa descompensada relación entre la oferta y la demanda, o frustrado cuando, después de varios años de haber publicado El laberinto de la soledad, su editor le informó que por fin se había vendido el ejemplar número mil de la primera edición.
No hay duda: los libros siempre serán satanizados por la gente ordinaria o por los modernos brujos que insisten en asegurar su fin, tal y como en su momento lo hizo el canadiense Marshall McLuhan, comunicólogo y publicista que se basó en aquello de que “el medio es el mensaje” para decirle al mundo que el libro sería reemplazado por la televisión. (Lo que realmente ocurrió es que el noventa por ciento de la programación televisiva atentó —y sigue haciéndolo— contra la inteligencia, además de quitar tiempo a los lectores en potencia).
Empero, venturosamente, esos hechos no han podido meter su cuchara en los programas culturales y académicos de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, dirigida por Enrique Doger Guerrero. Por ello, el éxito del proyecto editorial que, entre muchas cosas, logró romper mitos y profecías, haciendo de la producción editorial de Puebla un ejemplo para las universidades mexicanas. En el tiempo del actual rectorado, la BUAP ha editado poco menos de cien títulos de los más variados temas, algunos de ellos en coedición con organismos culturales e instituciones del Estado. Es obvio que en cada una de estas obras se promueve la cultura y el conocimiento que, por ejemplo, le permitió a Esteban de Antuñano fundar la primera fábrica textil en México. (Este caballero fue protagonista de la historia de Puebla. Recibió su educación profesional en el extranjero, estudió economía y, entre otras cosas, escribió diferentes artículos y opúsculos que en su tiempo resaltaron la necesidad de detonar el progreso industrial como base del desarrollo humano).
Qué bueno que nuestra máxima casa de estudios promueva la “incultura” que proviene del ritmo de producción de libros. De nosotros dependerá que ese ritmo nos beneficie para —como dice Zaid— convertirnos en ignorantes inteligentes.