El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 51)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo final y agradecimientos del autor

Post scriptum

“Quien se entrega a sus pasiones labra sus prisiones”

 

Hay cientos de historias escritas detrás de las rejas. El relato en esas condiciones suele ser una de las vías para compartir el dolor y, a través del pensamiento y la palabra escrita, encontrar la forma de fugarse del encierro, sea éste injusto o merecido. Lo pensé.

En esas circunstancias los recuerdos pueden resultar amables, tristes, felices e inclusive hasta dramáticos para quienes los cuentan y también para quienes los leen. Algunos de sus relatores usan la pluma personal y otros la del amanuense; en ambos casos casi siempre con la intención de justificar los propios errores o buscar el perdón o denunciar la injusticia. Pocos son los impelidos y menos los elegidos por la creatividad literaria que —interpretan los estudiosos— surge del dolor, la frustración y la indignación que provoca el perder la libertad. También lo pensé.

Marco Polo, Cervantes, Maquiavelo, Tommaso Campanella, John Bunyan, Óscar Wilde, Thomas Malory, Dietrich Bonhoeffer, Nelson Mandela, Gandhi, Antonio Gramsci, Wole Soyinka y otros cientos más, escribieron en esas condiciones para atemperar o aprovecharse del infortunio que les preparó el destino. Gracias a la vocación y sensibilidad de cada uno de ellos, la humanidad fue beneficiada con su talento y experiencia, ya sea porque unos encontraron cobijo en la irritación que a veces impulsa al ingenio, o bien porque otros lograron alcanzar la inmortalidad gracias a las enormes y audaces alas de la literatura y la imaginación. Lo supuse como una posible y conveniente justificación al encierro judicial.

El calabozo podría ser, depende de cómo nos vaya en la feria, el espacio idóneo donde los escritores en desgracia convocaran a su musa. Esto siempre y cuando el afectado aprovechara la quietud que nutre la mente para expresar lo que percibe, le causa dolor o afecta sus sentimientos, ejercicio intelectual que permite difundir desde la esperanza hasta los sueños e incluso decepciones, venganzas, arrepentimientos y actitudes producto de la reclusión. Es parte de lo que motiva al escritor cuyo espíritu se ha forjado entre las sombras, en medio del silencio o sometido a duros golpes existenciales. Le pasó a Sor Juana en su celda monjil, por ejemplo. Y a mí estuvo a punto de ocurrirme pero, por ventura, logré eludir esa terrible experiencia librándome de la mazmorra gracias a la feliz intervención de mi Ángel de la Guarda, la “dama de las calamidades”, la mujer que me cambió el destino valiéndose de su influencia gubernamental. Ocurrió a pesar de que ya había terminado el compromiso que establecimos cuando yo era gobernador y ella mi asesora y guía literaria. Al final del día, María de la Hoz cumplió con creces y me salvó del escarnio que parecía estar esperándome a la vuelta de cada esquina.

“Para prevenidos no hay acasos”

Creí que sería consignado, juzgado y sentenciado. Había indicios claros de que eso sobrevendría después de la denuncia por enriquecimiento inexplicable que en mi contra interpuso la asociación “Las viudas de Balerín”, grupo manipulado por enemigos que nunca pude identificar porque se ocultaron detrás de la máscara de la hipocresía. Fue una sorpresa que además del pinche susto que me provocó, produjo una molesta y desgastante chunga periodística (imagínense a diez o más mujeres del mismo hombre pidiendo mi cabeza porque, dijeron, ¡yo las había dejado viudas!). Parecía la venganza organizada por Odilón desde el más allá, el individuo cuya vida resultó envenenada por las aguas que mataron a su hermanito, hijo de mi padre, según dijo su madre, la mujer que vivió con el olor de la muerte invadiéndole el cuerpo.

Aquiles Jodo se encargó de organizar el linchamiento mediático-lúdico en mi contra. Pude pararlo porque le saqué provecho a mis tropezones, experiencias que me ayudaron a prevenir la caída. De algo me sirvió haber tomado en cuenta la frase de Baltasar Gracián, palabras que sirven de subtítulo a estos párrafos.

Primero apareció la noticia sobre la denuncia de las viudas encabezadas por La Tuerta o Catalina Creel, como se le conocía. La señora anduvo exhibiendo al niño cuyo padre era Jesús Cococoxtle, miembro de la guardia de Balerín, el tipo mencionado por Ramos como partícipe en el intento de rescate de su jefe. Por ventura reclamaron la pensión de sus hijos basándose en el absurdo de que mi gobierno había asesinado al prolífico padre y amante-esposo de unas diez mujeres (las cabronas querían más dinero para mantener a los baquetudos y baquetones que, en el mejor de los casos, las desposaron para explotarlas, entre ellos el sucesor del tal Coconoxtle, padrote de la viuda). Después empezaron a surgir otros casos criminales que mañosamente Aquiles vinculó con mi gobierno valiéndose de la presencia del narcotráfico cuyas humedades salitrosas afectaron la estructura del Palacio de Gobierno. Las cosas iban de mal en peor hasta que el periodista tuvo a bien tocar los nervios del máximo poder republicano al mencionar el caso Irene Walter. Fue cuando me llamaron para instruirme sobre lo que tenía qué decir, lo cual se facilitó gracias a que—como ya lo referí— los tropezones me habían hecho previsor, prudencia que me ayudó a solventar lo que sobrevino acompañado de los hechos que bordean la ley o que de plano la transgreden.

El peritaje sobre las actas de nacimiento de Irene Walter, fue uno de los documentos que desviaron la atención y también la gota que derramó el vaso. Sin pensarlo mucho el Presidente mandó a su personal a mi casa con la orden de llevarme ante él. “Bendito sea el Señor”, dije cuando me enteré de la causa de lo que parecía uno de los levantones puestos en boga por los grupos criminales que en el mejor de los casos cercenan la cabeza de su víctima: mi manifestación verbal quizá me libró de otro infarto. Como nunca dejé de confiar en la protección del Altísimo, llegué ante Lobo más seguro que nunca dado que a esas alturas de mi vida estar en Los Pinos entrañaba la cobertura presidencial. Mi religiosidad y fe en el resguardo celestial, se complementó con el gratificante recibimiento de María de la Hoz. Ella me dio la bienvenida con voz casi inaudible: “Ya saliste del Purgatorio. Has llegado al Paraíso”. Dicho lo anterior puso en mi mano el expediente que contenía la información que ambos habíamos redactado, recabado y organizado. “El Presidente sabe que te devuelvo estos documentos; tú debes explicarle su contenido, siempre cuando él te lo pida”, dijo en el mismo tono. “Bendito sea el Señor —volví a musitar agregándole—: y bien aventurada mi querida Mary”.

Además del peritaje sobre las actas de Irene Walter, el legajo que me entregó la doctora también contenía la carta original del Arzobispo, la carta modificada para proceder a la denuncia, el video y la grabación del encuentro con Irene donde ésta amenazaba al gobernador, o sea a mí. De igual forma estaba el diagnóstico político-policiaco realizado por el equipo del arzobispo Froylán del Río (“División Inteligencia de la Cruz”), y la grabación telefónica entre el que esto escribe y Lobo, precisamente (por ventura la captó un avezado e indisciplinado colaborador de siap), así como la parte más significativa del archivo del Sistema de Información y Análisis Preventivo, aparte de otras de las constancias documentales y grabadas de mis encuentros con Irene, Balerín, Ramos y el personal de confianza encargado de la seguridad del gobernador. Era un paquete formado con asuntos políticos que podrían haber alterado la estabilidad o cuando menos vulnerado el prestigio del Gobierno federal.

Al hojear el manojo de pruebas alcancé a ver algunas líneas de la propuesta que despertó el interés presidencial, requerimientos que en una noche de insomnio había leído en el diario de María de la Hoz:

Se requiere de un gobernante fuera de serie cuya voluntad política rebase con mucho a las tradiciones políticas.

Se requiere también de un presidente tirano o intransigente en la aplicación de la ley y a la vez tan honorable que cuente con el apoyo de quienes serían sus primeros objetivos para moralizar a la sociedad…

Se requiere encontrar salidas en el mundo que ha sido construido por el crimen organizado…

Se requiere que el Estado acabe con toda la mierda que a punto está de ahogar a la sociedad.

Cuando leía esta anáfora escuché la voz de barítono del presidente Lobo:

— ¡Qué hiciste, ave de las tempestades! El légamo poblano salpicó a la República —me reprochó casi a boca de jarro.

Escuché el reclamo y la sangre se atoró en mis pies. En el momento en que empezaba a sentir el mareo que provoca la falta de oxígeno en el cerebro, noté que el rostro presidencial esbozaba una sonrisa amigable. La benevolente expresión facial del mandatario me hizo sentir seguro y confiado. Pude pues recuperarme del sofocón. Razoné bien y hablé mejor; sin embargo, aún no he podido establecer la causa que me indujo a sentirme más confiado que nunca.

La apariencia del Presidente de México me inyectó confianza y dije envalentonado:

—Señor Presidente: debemos dejar que el lodo se seque para sacudírnoslo. No dejará huella. Eso que hoy se maneja ocurrió hace tiempo debido a los aleteos de este pájaro con aspiraciones de águila. Usted bien lo sabe: al aplicar la ley bajo la premisa de hacer justicia al costo que fuere, se destapan muchas cloacas y se revuelven los fangos que después se convierten en polvo…

Lo observé para calar su reacción. Siguió sonriente lo cual me permitió concluir valiéndome de una de las frases ensayadas y pronunciadas durante mi mandato ante la anterior investidura presidencial, o sea Emmanuel:

—Sólo soy un humilde soldado de la República, Señor Presidente. Y en consecuencia un subordinado al poder que Usted representa con dignidad republicana.

Lobo volteó a ver a Mary como si con la mirada le hiciera un reconocimiento a no sé qué cosa. Imagino el mensaje silencioso pero me lo reservo para no especular y sufrir con lo que tuve que olvidar para vivir sin el sobresalto romántico atravesado en el corazón. Entendí y más tarde comprobé que Lobo me había expedido la patente de impunidad. Fue cuando en mi cabeza rebotó estridente y a la vez muda la frase que Comte, Bacon y Séneca —cada cual con sus palabras y estilo— heredaron a la clase política de todos los tiempos: Información es Poder.

—Amigo Herminio: le agradezco su colaboración a mi gobierno. Ya giré instrucciones para que se atomice y desaparezca la grilla en su contra. Así que haga lo que tiene planeado. Pero apúrese para que lo leamos y aprendamos de sus experiencias.

El Primer Jefe de la Nación tenía la misma voz que alguna vez le escuché al barítono que cantó el aria “abran paso al factótum” del Barbero de Sevilla de Rossini. Quizás por ello me sentí ubicado en el teatro La Scala de Milán. Pero de inmediato reaccioné para regresar con mi mente al otro teatro, el de Los Pinos, y adoptar la magia de la mítica Ave Fénix pues al escucharlo noté cómo sus ojos se desviaban hacia el expediente que me había entregado Mary. “Acabo de resurgir de mis propias cenizas”, me dije tranquilo y entusiasmado.

—Lo conozco bien porque lo leí con atención —recitó como si hubiese previsto mi próxima pregunta—. Guárdelo porque seguramente servirá a sus descendientes para que relaten lo que vivió su antepasado. Pero no se le ocurra usarlo durante mi sexenio —me advirtió tajante.

—Me agobian sus palabras, señor Presidente. Pero también me animan y tranquilizan. Le agradezco con mi corazón —respondí impresionado por el tono y el usted que suplió al tú. Iba a disertar sobre lo del corazón y la amistad y la lealtad, sentimientos combinados con la gratitud que me había invadido, cuando Lobo me interrumpió extendiéndome la mano para seco y contundente decir:

—Que te vaya bien —regresó al tuteo—. Vive tranquilo. Reconozco y admiro tu tozudez y sentido común para utilizar y mover toda la estructura del gobierno con el fin de conseguir la información, que es poder. A través de la doctora estaremos en contacto.

Le di la mano. Sentí la misma energía que alguna vez me transmitió Emmanuel Cordero. Percibí el agradecimiento de un hombre que había recibido del otro el apoyo económico para cumplir los trámites electorales que lo llevaron al poder, precisamente. Se fueron él y Mary dejándome solo en aquella oficina rodeada de árboles añosos, testigos de la vida presidencial, incluida la sorpresiva serenata que llevó la novia vernácula del presidente rencoroso, poblano curiosamente. “Mi autobiografía —me prometí— tendrá que servir como el manual de procedimientos políticos elaborado, igual que lo hizo Herminia de Ávila, desnudándome ante los iconos que han hecho de nuestro sistema político un santuario lleno de pecadores y de locos”. En ese santiamén entendí el mensaje escrito por Carl Sagan, palabras que cité páginas atrás: “Los políticos no deben aceptar respuestas que inflen su ego. Tienen que proceder con el mismo cuidado a la hora de convertir la profecía en acción política”.

Vi el águila parada sobre el sillón presidencial. Extrañamente, cual designio de Dios, se esfumaron los fantasmas (los había imaginado como clones de los que acompañaron a Sor Juana Inés de la Cruz), espectros que se me acercaron en los momentos de reflexión y desasosiego. Nunca más volví a encontrarme con mi daimon (y vaya que aún lo extraño) ni a sufrir los temores que solían manifestarse acompañados con el olor a sangre, el tufillo ése que se perdió entre los aromas del dinero.

Salí de la residencia presidencial consciente de que Froylán del Río, Arturo Ramos, Irineo Fernández, Isabel Coss Rémix y yo acabábamos de ser salvados por el dios del sistema político mexicano, cabeza de nuestra perfecta teocracia laica en la que la corrupción ha sido, es y, por desventura —perdón por mi arrojo musical—, seguirá siendo el equivalente a la música que Mozart compuso al escuchar los sonidos de la naturaleza matizados por el ruido de la sociedad: rítmica, vibrante, pausada, invasiva, profunda, colorida, reveladora, intensa, universal, vigorosa, sencilla, cósmica, terrenal, mágica, humana, espiritual, divertida, conmovedora, esplendente, personal o colectiva.

Gracias por leerme.

Si en ti cupo la paciencia para llegar hasta aquí mirándome con interés y comprensión, te manifiesto mi gratitud y te informo: ya eres mi nuevo fantasma, daimon, sombra o interlocutor cuyos reclamos han tenido y tendrán eco.

Óyeme con los ojos

ya que están tan distantes los oídos;

y de ausentes enojos

en ecos, de mi pluma mis gemidos;

y ya que a ti no llega mi voz ruda,

óyeme sordo, pues me quejo muda.

Sor Juana Inés de la Cruz. ╣

 

“Nuestra lealtad es para las especies y el planeta.

Nuestra obligación de sobrevivir no es sólo para

nosotros mismos sino también para ese cosmos,

antiguo y vasto, del cual derivamos.”

Carl Sagan

Volvieron las noches estrelladas y los días llenos de luz.

Salió el sol y su brillantez produjo las sombras que encontraron refugio en la noche.

La lluvia borró mis huellas.

El frío fue vencido por el calor político.

El aliento presidencial operó como si fuese un soplo divino.

Los animales políticos se multiplicaron unos y otros perecieron en las entrañas del ogro filantrópico.

La aridez burocrática secó el jagüey donde abrevaban los mediocres.

Y yo tuve el dudoso privilegio de encontrar la “muerte civil” atrapado en las fauces del Lobo que llegó a Los Pinos.

Hubo noches estrelladas y días llenos de luz.

Llovió, salió el sol, cayó la noche, nevó.

Agua, viento, frío, calor y humedad formaron selvas, desiertos, mares y montañas.

Las plantas emanaron el aliento que dio vida a la humanidad.

Los animales se multiplicaron y perecieron en las fauces o garras de otros animales.

Las sequías agrietaron la tierra.

Los volcanes explotaron.

El hombre, como primero lo dijo Plauto y después Hobbes, prevaleció para convertirse en el lobo del hombre, la bestia más agresiva.

El reloj del tiempo relativo marcó sus espacios y en uno de ellos nació el que esto relata.

Crecí como cualquier criatura de la tierra que sobrevive a la selección natural teorizada por Darwin.

Formé parte de una de las dimensiones del poder político que muchos envidian porque ignoran sus nocivos efectos.

Esta fue, pues, parte de mi vida.

Como quedó escrito logré meterme en el ámbito de la clase política mexicana, ambiente donde para sobrevivir tuve que mimetizarme con la fauna vislumbrada por Aristóteles. Y como tal me valí de los mensajes ocultos o en “doble codificación” (como le define Umberto Eco) para eludir la comprometedora confesión de parte manifiesta en las revelaciones personales sobre prácticas o dádivas o negociaciones inmobiliarias o gratificaciones, en fin, las tranzas que Álvaro Obregón nunca imaginó a pesar de ser el precursor de los cañonazos de cincuenta mil pesos.

Cuetlaxcoapan. Baktún 14. ╣

Agradecimiento del autor

Debo una profunda gratitud a mi medio hermano Luis C. Manjarrez Contreras. Él ocupó el lugar de Pelagio C. Manjarrez Romano, mi padre, cuando éste partió a otra dimensión el día en que cumplí doce años de edad.

Además del afecto que suplió al cariño y orientación paternales, a Luis también le debo mi interés lúdico por la política, actividad en la que —parafraseo a George Orwell— las mentiras parecen verdades, el asesinato a veces suele ser una acción respetable y el viento algo con apariencia de solidez.

Luis decidió compartirme algunas de sus experiencias. Empezó por contarme el impacto que le produjo la muerte de nuestro padre, palabras que repito de memoria:

“Don Pelagio agonizaba —dijo con la humedad de la emoción en los ojos—. Estaba yo abatido. Un compañero del Senado notó mi desesperación y me habló de cierto médico cuyo método de curación se basaba en cambiar la sangre del enfermo. ‘Ha hecho curaciones milagrosas’ —aseguró el colega—. Su seguridad me hizo concebir la idea de que nuestro padre podría sanar. Así que me puse en contacto con el doctor y al otro día lo llevé a casa. Está en sus manos, le dije. Una hora más tarde, desde lo alto de la escalera que conducía a la habitación del enfermo, el galeno me gritó con el orgullo profesional manifiesto en su voz y actitud—. ‘¡Senador! ¡Su padre quiere hablar con usted!’. Quedé sorprendido porque mi papá había sido desahuciado y tenía varios días inconsciente, en estado de coma. Subí corriendo y al entrar a la recámara encontré a Don Pelagio sentado en la cama. Me miró sonriendo. Antes de que yo hablara me dijo con un tono de voz cariñoso, cansino: ‘Guicho te estaba buscando para pedirte un favor: quiero que te hagas cargo de tu hermano Alejandro. Él es la continuación de mi vida. Te lo pido desde lo más profundo de mi alma’. Tenía en su miraba el bondadoso mensaje que tantos afectos le había ganado. Yo estaba mudo, asustado, aturdido y a la vez feliz. Asentí. El silencio duró varios segundos hasta que él, sin decir nada más, con la tranquilidad espiritual reflejada en su rostro, la misma que le vi cuando tocaba su bella música en el piano, se recostó, suspiró y dejó de respirar”.

Este emotivo pasaje fue como el proemio a lo que vendría: Luis me convirtió en algo parecido a su asistente, alumno, confidente, compañero en sus viajes y espectador mudo en algunas reuniones con políticos de la época (desayunos, comidas, juntas y demás). Mi hermano vivía con intensidad su cargo de senador de la República, por cierto el único de los legisladores con derecho de picaporte para ingresar al despacho del, a la sazón, presidente Adolfo Ruiz Cortines. Varias veces fui testigo de cómo mi hermano ayudó e intervino por sus amigos y conocidos valiéndose de su cercanía con el Presidente. Un día de aquellos se me ocurrió preguntarle con el arrojo que acompaña a la juventud: “¿Por qué eres tan influyente Luis?” Él me respondió comprensivo: “Mira manito. lo que pasa es que heredé el afecto que el viejo zorro le tuvo a Froylán C. Manjarrez. El propio don Adolfo me comentó que el tío lo había recomendado con el presidente Lázaro Cárdenas, circunstancia que le permitió salir del ostracismo. Ruiz Cortines está agradecido con Froylán porque, gracias a su recomendación, obtuvo el cargo que años más tarde lo colocaría en la ruta hacia la Presidencia de México. Por eso el cariño a mi persona”.

Conviví con mi hermano hasta su muerte ocurrida poco antes de que cumpliera 95 años. Durante más de medio siglo lo escuché hablar de política y de políticos; anécdotas y hechos que me mostraron parte de lo que le endilgo al personaje principal de esta novela.

El general y diputado constituyente José Álvarez y Álvarez de la Cadena me abrió las puertas de su afecto y de su hogar. En esos años yo era novio de Manola, su hija, hoy mi esposa. Muchas veces conversé con él y ahí en su biblioteca le escuché las historias del México posrevolucionario donde la traición se convirtió en el arma de los políticos ambiciosos (él fue uno de los traicionados). Por su voz supe que la lealtad genera las compensaciones que dan a la vida la satisfacción del “Deber Cumplido”, frase ésta que cierra el epitafio que él mismo se redactó (“...murió en el seno de la Revolución Social Mexicana”). Me acercó a los antecedentes espléndidos de la política de nuestro país y también al conocimiento de los hechos lamentables protagonizados por algunos políticos mexicanos (Álvarez fue Jefe del Estado Mayor de Presidente Calles). Por ejemplo: la forma como se evitó la invasión estadounidense a nuestro territorio cuando aquel gobierno quiso derrocar al presidente Plutarco Elías Calles para evitar que se legislara la Ley que reglamentaría el artículo 27 constitucional (esta historia inspiró mi novela: El poder de la sotana). De igual manera supe cómo el Clero político de su época decidió traicionar al gobierno mexicano para favorecer a los inversionistas petroleros de Estados Unidos, principalmente, primero desconociendo la Constitución, enseguida cerrando los templos y finalmente convocando al pueblo para que formara parte de la guerra que se denominó cristera. Al revisar sus escritos y los documentos que Manola convirtió en libros, confirmé lo que antes le había escuchado. Además conocí sus históricas aportaciones al Constituyente de Querétaro donde —lo ventiló Félix Fulgencio Palavicini, diputado y a la vez director del recién creado periódico El Universal— las discusiones formaron parte de la nota periodística tergiversada con el ánimo de llevar agua al molino de la derecha.

Las palabras de José Álvarez y Álvarez de la Cadena parecían formar parte del cosmos de los libros. obras en cuyas líneas merodea la energía de quienes los escribieron seguros de que renacerían en cada uno de los mundos que forman la mente de sus lectores.

Gilberto Bosques Saldívar casó con María Luisa, hermana de mi padre. Apoyado en este parentesco adopté a Don Gilberto como mi guía en el ejercicio periodístico. Resultó un trato silencioso pero implícito en y enriquecido por nuestra relación familiar. Él fue un maestro y yo su modesto alumno. Vertió los consejos y orientaciones que me mostraron la importancia de servir de enlace entre el lector y los hechos. “Lee y escribe mucho. Vuelve a leer lo que leíste y revisa lo que escribiste. Cambia de libros y hurga en su contenido para que te surjan ideas: las escribes y te lees con sentido crítico. Analiza el código político del gobernante. Ya verás que con el tiempo saldrá tu estilo”. Esta fue su respuesta a mi petición sobre algún consejo para desarrollar el género de la columna. La conversación ocurrió entre sus remembranzas e historias que impactaron al mundo, pasajes donde él fue uno de los protagonistas.

Bosques militó en el lado opuesto a Calles, experiencia que me compartió para, tal vez sin habérselo propuesto, ayudarme a entender el actuar en los lados contrarios de la política nacional, cada cual con sus intereses y visión sobre la democracia y la ética pública. Igual como me ocurrió con José Álvarez y Álvarez, a través de los libros de Gilberto Bosques Saldívar, he seguido de cerca su pensamiento y obra. Lo recuerdo y crece mi admiración hacia él que, entre otras persecuciones, sufrió la de Maximino Ávila Camacho, entonces gobernador de Puebla. La amenaza de muerte obligó a Bosques a dejar su estado natal, circunstancia que le permitió descubrir su verdadera vocación. Gracias pues a esa amenaza criminal e inspirado en otras de las persecuciones que sufrió (Mucio P. Martínez y Álvaro Obregón, por ejemplo), Gilberto se convirtió en uno de los humanistas más laureados y reconocidos por sus intervenciones diplomáticas durante la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial: salvó de la muerte a más de cuarenta mil personas.

Bosques Saldívar representa el lado bueno de la política basada en la honestidad y ética pública. En lo que fue el último de sus actos oficiales (fungía como embajador de Cuba), renunció al cuerpo diplomático mexicano cuando Gustavo Díaz Ordaz fue declarado presidente de México. Su brillantez intelectual lo acompañó hasta el último día de su vida: murió poco después de cumplir 103 años de edad.

La suerte me colocó al lado de Ignacio Ramos Praslow, también diputado constituyente. Hice las veces de su asistente cuando él fungía como director de la Aseguradora Hidalgo. Con ese cargo adicional a mi trabajo dentro de la empresa, lo escuchaba disertar sobre la Revolución Mexicana, la honestidad política y la ética pública. Me convertí en su confidente cotidiano y a la vez en custodio de su prestigio. “No permita que me vean la cara de pendejo —me ordenaba afectivo—. Soy un viejo de 85 años que se apoya en la juventud de usted, edad y circunstancia que lo debe mantener alejado de las mañas de las ratas que me rodean”. ¡Extraordinaria comisión! Sus “colaboradores” cercanos, o sea los “ratas”, me vieron como enemigo de sus aviesos intereses. Él lo percibió y cuantas veces fue necesario me defendió de los infundios y las trampas que me ponían con la intención de que, al caer en ellas, pudieran deshacerse de mí. Fue una lucha de la que salí airoso, en tanto que los amigos del dinero mal habido (las ratas) terminaron fuera de la empresa, uno en la cárcel y el otro en la congeladora oficial. Aquella extraña simbiosis entre el viejo y el joven se caracterizó por la confianza hacía mi persona, actitud en la que influyó el recuerdo de Froylán C. Manjarrez, amigo y compañero de Ramos Praslow. Tuve el privilegio de fungir como su representante ante varios secretarios de Estado, relación y trabajo que me permitió conocer las entrañas de la bestia (el “ogro filantrópico”, como escribió Octavio Paz) y de paso las determinaciones de los funcionarios del poder Ejecutivo federal a favor de sus amigos y en contra de los intereses de la Aseguradora.

Cuando don Ignacio preparaba la publicación de su libro ¡Basta! recibió una misiva personal del presidente de México: Gustavo Díaz Ordaz le pedía no publicarlo antes de que concluyera su gobierno. “Dígale al Presidente —reviró Ramos Praslow a Luis Echeverría, en esa época secretario de Gobernación y portador de la petición—, que no sólo publicaré mi libro sino que además su carta servirá de prólogo”. Ése fue don Nacho, el mismo que respondiéndome al consejo que le pedí sobre alguna decisión importante, me dijo alegre y festivo: “Mire compañero: la vida es como las torrejas. Hay que echarle harina y muchos huevos”. Nuestra relación laboral incluyó las revelaciones sobre sus peripecias políticas como gobernante, legislador, operador electoral, consejero jurídico de Álvaro Obregón y abanderado de la Constitución de 1917, misma que defendió con pasión hasta su muerte que le llegó siendo presidente de la Asociación de Diputados Constituyentes de 1917. Su argumento de lucha política se basó en el respeto a la Carta Magna y sus ordenamientos. “De ello depende la estabilidad social de la República”, sentenciaba.

En mi cerebro está grabada una de sus frases, palabras que de alguna manera me hicieron un periodista cauto: “Al calor de la improvisación nacen con extraña fecundidad una sarta de pendejadas”. Lo dijo en el L aniversario de la Constitución de 1917 ante los sorprendidos integrantes del Congreso de la Unión. Fue el preámbulo a su lectura de las cuartillas del discurso que pronunció con una solemnidad salpicada de humor republicano, si se vale el término.

Los personajes que he referido son acreedores de mi gratitud. Su ejemplo, energía y consejos han sido el eje de mi vida periodística.

Basándome en la ética de estos mis maestros fortuitos unos y otros adoptados —los que he referido y algunos más— empecé a tratar con gobernadores y políticos ansiosos de ocupar cargos donde hubiera para que ellos se encargaran del resto.

Son historias que forman parte de otro de mis trabajos, el intitulado La Corrupción, herencia atroz, (Confidencias del poder).

Lector:

El libro que tienes en tus manos fue inspirado en los hechos que conocí, mismos que me animaron a novelar la vida del gobernante que he llamado Herminio, episodio literario que da pie para escribir una nueva “biografía”, la del mítico presidente que igual nos dirá qué hizo para llegar al cargo y sobrevivir en ese espacio lleno de las aristas que forman la corrupción y sus derivados.

Agradezco pues a los políticos que, sin habérselo propuesto, enriquecieron la biografía del mítico Herminio Benito Santa Cruz y Tlacuilo, entre ellos don Alfredo Toxqui Fernández de Lara, culto y ortodoxo; Guillermo Jiménez Morales, concertador y preocupado por el qué dirán; Mariano Piña Olaya, cuyo interés comercial le hizo un gobernante ajeno a las necesidades del pueblo; Manuel Bartlett Díaz, que demostró a los gobernados que existen políticos de altos vuelos capaces de cortarse las alas para poner los pies en la tierra; Mario Plutarco Marín Torres, que se empeñó en demostrar a sus paisanos que cualquier ciudadano, letrado o no, puede aspirar a ocupar la gubernatura asociado con quienes, como él, soñaron con la época de las vacas gordas, tiempo que exige algo de maña, mucha cachaza, capacidad mimética y una buena visión corruptora.

Asimismo agradezco a Rafael Moreno Valle Rosas. Gracias a sus excesos —unos buenos, otros malos y el resto peores— Rafael despertó la rebeldía de los poblanos amodorrados en la poltrona de la pasividad comodina. El fenómeno ocurrió a pesar del efecto de las leyes legisladas por él (los diputados fueron sus comparsas) para mediatizar, amenazar y asustar a la sociedad, incluidos los periodistas que no se acogieron a sus dictados.

Por todo ello y algunos hechos más que sería prolijo mencionar, consigno en el epígrafe inicial que en esta novela podrás encontrar semejanzas con políticos en pleno ejercicio del poder, en la banca, retirados, congelados, o muertos. Pero, insisto, con algunas coincidencias, digamos que casuales, y otras derivadas de la falta de imaginación.

Gracias por tu paciencia.

Agosto de 2015 ╣

Alejandro C. Manjarrez

Revista Réplica