Semillas

Hay diversas versiones sobre el inicio de Puebla. Todas nos llevan a suponer que aquel “alumbramiento” estuvo lleno de controversias, envidias, lucha de intereses y conflictos entre los grupos que habían llegado a América con la intención de hacerse dueños y señores de la tierra, los mismos que —según nos cuenta Bernal Díaz del Castillo— vivieron admirados y envidiosos ante la majestuosidad de Tenochtitlan. He aquí la voz del historiador:
Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha… (que) iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amandis…[1]
No hay una exégesis detallada y documentada sobre la fundación de Puebla debido, supongo, a la distancia geográfica que separaba a los fundadores así como a las controversias entre las autoridades eclesiásticas que vieron a los primeros habitantes como la escoria que huyó de España. Además de la lucha de intereses que produjo envidias y rencillas, existen otras razones para entender la falta de antecedentes sobre los primeros meses de la fundación de Puebla. Por ejemplo: los fenómenos meteorológicos como el que relata fray Toribio Motolinia[2]; escribió este fraile:
Luego aquel día comenzaron los indios a levantar casas para todos los moradores con quien se habían señalado los suelos, y diéronse tanta prisa que acabaron en aquella misma semana… Era esto el principio de las aguas, y llovió mucho aquel año: y (como) el pueblo aún no estaba sentado ni pisado, ni dadas las corrientes que convenía, andaba el agua por todas las casas… Ahora ya después que sus calles dieron corrientes… el agua corre de manera que aunque llueve grandes turbiones y golpes de agua, todo pasa, y desde a dos horas queda toda la ciudad tan limpia como una Génova…
Hubo otros temporales que causaron daños terribles. Sin embargo, lo que el tiempo y la fuerza de los “grandes turbiones” no pudo destruir, fue el trabajo espiritual realizado por los hombres “de buena vida y ejemplo”, individuos que arribaron a la Nueva España con la misión de catequizar a los indios. Como lo demuestra la historia, ellos inspiraron a ciertos colonos para que trabajaran entusiasmados en impulsar la cultura, la ciencia y la educación.
La labor de estos misioneros tuvo éxito porque se inscribió en un proyecto político de la Corona: el de la conservación de las sociedades indígenas como sociedades tributarias. Su importancia comenzó a declinar a medida que el Estado español se percató de la inviabilidad de ese proyecto y pasó a apoyar totalmente a la república de los españoles. Ese momento marcó también el eclipse de los frailes humanistas. La obra misionera se transformó en Iglesia. Los ideales resucitados del cristianismo primitivo dejaron su lugar a los de la iglesia feudal. Los frailes misioneros se volvieron explotadores del trabajo indígena. Los educadores dejaron su lugar a los eruditos escolásticos. La admiración hacia la cultura indígena se trocó en prejuicios raciales criollos. Los reformadores sociales como Vasco de Quiroga y los militantes de una causa justa como Bartolomé de las Casas cedieron su lugar a los obispos inquisidores. Las órdenes medicantes fueron sustituidas por los jesuitas…[3]
Los hombres y su legado no resistieron la prueba del tiempo a pesar de haber sido determinantes para mejorar las condiciones de la vida civil poblana. La historia los olvidó, actitud que también formó parte del proceso que habría de definir el modo de ser de un sector importante de la sociedad angelopolitana, talante que adquirió su certificación de origen del barroquismo manifiesto en la mezcla del arte indígena con el español: la forma de expresarse tenía (y en algunos círculos persiste) el contraste verbal entreverado con el realismo humano y el colorido de los sueños de grandeza; la fe y la fantasía articuladas en frases con reminiscencias verbales novohispanas en su más excelsa manifestación, conceptos influidos por la lírica de sor Juana Inés de la Cruz, Luis de Góngora y Pedro Calderón de la Barca.
El apostolado con los indígenas en Puebla era un fiel reflejo de la labor apostólica que los jesuitas de la Provincia Mexicana desarrollaban con los naturales. Este apostolado se fue intensificando visiblemente desde 1586 hasta finalizar el siglo XVI y comienzos del XVII Como fácilmente se comprenderá, para poder trabajar con fruto entre los indios, tanto civilizados como bárbaros, era absolutamente necesario que los misioneros conocieran sus idiomas, en lo cual ciertamente se esmeraron los primeros misioneros franciscanos, dominicos y agustinos.[4]
Pero como nadie es perfecto empezó a dividirse la población. Mientras unos desconfiaron hasta de su sombra, otros se escondieron detrás de la extravagancia barroca para, desde esa trinchera, destrozar la reputación de sus enemigos. También hubo quienes se manejaron dentro de la prudencia, estilo que los mantuvo distantes de las controversias de origen político, familiar, comercial y religioso.
Así, a grandes rasgos, la sociedad poblana empezó a formarse. Para “sazonar” el contenido de ese gran “cazo social”, se mezclaron los ingredientes de la xenofobia y la desconfianza. Lo que ahí se cocinó se mantuvo sin variaciones hasta que un día, inexplicablemente, la vida pública de la entidad quedó a merced de individuos sin arraigo y, en consecuencia, ajenos a la peculiaridad religiosa y rebuscamiento que aún distingue a los “poblanos de Puebla”, como decía el ex gobernador Alfredo Toxqui Fernández de Lara cuando quería establecer las diferencias culturales y sociales entre los poblanos naturales y los “importados”.
Religión y fueros
Llegamos al XX con la inercia de los siglos anteriores, es decir, cargando las reminiscencias del pasado, en especial de la época en que la entidad vivió los días de la convulsión social propiciada por la intensa lucha de los conservadores que se enfrentaron a todo aquello que para ellos tenía tufo liberal. El ejemplo histórico de esa actitud ocurrió en el norte del estado —Zacapoaxtla para ser preciso—. Allá se lanzó, para difundirse por todo el país, el estentóreo grito que pedía el retorno de la religión y los fueros, insurrección encabezada por Antonio Haro y Tamariz, movimiento que patrocinó Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, obispo de Puebla y principal damnificado de lo que fue la primera nacionalización de los bienes de la Iglesia.
El barroquismo de los personeros y corifeos de la derecha poblana predominó en la sociedad hasta que el gobierno fue militarizado y la corrupción empezó a institucionalizarse para contaminar la estructura social.
Incienso y pólvora
La historia no registra con precisión a quién endosar el cambio o cuál fue el momento en que desapareció el grado de dificultad que tuvo Puebla como mercado político y comercial. Quizá la política rompió aquella barrera formada por el celo religioso trenzado con los intereses particulares y la directriz del Clero católico, triada del conservadurismo a ultranza. O tal vez haya que considerar a la industrialización como la semilla sembrada en el siglo XIX, osadía a cargo de Esteban de Antuñano, el empresario veracruzano que tuvo a bien escoger a la ciudad de Puebla como sede de su fábrica textil “La Constancia”, nombre inspirado en las dificultades que probaron el carácter de este emprendedor, eventos (entre ellos el naufragio donde perdió su primera compra de maquinaria) que casi lo obligan a abandonar el ambicioso e importante proyecto.
Puede ser, incluso, que el golpe de timón que cambió el rumbo de la vida en Puebla haya ocurrido a principios del siglo XX, variante motivada por la desesperanza de empresarios y comerciantes que pasaron décadas viviendo entrampados en el reducido espacio del mercado local. En una de esas, por qué no, habría que endilgar al militarismo la autoría de la polarización que rompió la aparente paz conventual que tantos problemas produjo, divisiones cuya gestación inició durante el gobierno de Maximino Ávila Camacho, época en que nadie se atrevía a hablar claro porque hacerlo implicaba poner en riesgo la vida o la libertad, según la repercusión de lo que se dijera. A ello atribuyo que para eludir las consecuencias de esta vendetta a veces criminal, el influyente grupo de empresarios organizados se vio obligado a bajar los decibeles de sus comentarios, observaciones que invocaron la definición que Gastón García Cantú les endilgó en su libro El pensamiento de la reacción mexicana[5]: integrantes de una derecha apasionada, intolerante, hipócrita y recalcitrante.
Refiere la historia que al iniciar su mandato Maximino llamó a los representantes del sector económico del estado, reunión en la cual el general los amenazó convocándolos a dejar de hablar mal del gobierno. Ninguno de los testigos reveló la amenaza, sin embargo, dado el silencio y la actitud de los destinatarios, corrió el rumor sobre lo dicho por el poderoso gobernador, mensaje que llevaba implícita la sentencia de muerte para aquel que se atreviera a criticarlo.
(La lógica me induce a suponer que al redactar su libro, García Cantú tuvo presente al obispo Octaviano Márquez y Toriz, inspirador de la rancia aristocracia clerical que pergeño en las líneas subsecuentes).
Lo ocurrido en la mencionada reunión obligó a la sociedad a usar el rumor como método de comunicación y escudo contra las actitudes atrabiliarias de Maximino Ávila Camacho, personaje que obligó a los poblanos a enriquecer la “cultura” del chisme. Esa llamémosle respuesta silenciosa en defensa propia, empezó a cambiar cuando en el último cuarto del siglo XX se instalaron en Puebla las industrias automotriz y metalúrgica, capitales que atrajeron personas de diferentes partes del país y del mundo. Las costumbres de los nuevos vecinos sorprendieron a los poblanos que por aquellos entonces dependían o dirigían los sectores y círculos patronales y comerciales controlados por la élite económica. El grupo se creyó elegido para construir el futuro y conducir el destino de la entonces levítica sociedad. E inició el proceso social que abriría la coraza de la familia poblana, blindaje que les había protegido de las reacciones del atrabiliario general Maximino Ávila Camacho y algunos de sus contlapaches o socios como William O. Jenkins.
Los empresarios comprobaron que las cosas iban a ser distintas con el nuevo gobernador y general del Ejército Mexicano. A los pocos días de asumir el cargo, Maximino Ávila Camacho los reunió para establecer las reglas del nuevo gobierno. Habían percibido los vientos que les deparaba el terrible personaje cuando en su discurso de toma de posesión les dijo: “Estos tiempos no son para dedicarse a las politiquerías insanas que carecen en lo absoluto de fundamentos, sino entregarse de lleno al trabajo que exigen nuestros propósitos reconstructivos”. Es obvio que en aquella reunión sucedió algo importante, pues a partir de ella los empresarios dejaron de atacar al gobierno estatal. Y no dudo que a cambio de su sometimiento o prudencia recibieran buenas y alentadoras promesas comerciales.
Antes de ese cacicazgo gubernamental, Puebla vivió bajo la férula política de los militares José Mijares Palencia —tabasqueño de origen— y Leónides Andrew Almazán —nacido en el vecino estado de Guerrero—. Ocurrió en los años 30 cuando acababa de concluir la Revolución. Las aguas seguían agitadas, diría el periodista y constituyente Froylán C. Manjarrez. Ningún miembro de la conservadora sociedad tuvo la osadía de protestar contra la presencia en el gobierno de las enormes y brillantes medallas de desarraigo y desconocimiento de las costumbres locales, galardones que colgaban del pecho de los militares mencionados, quienes, sin habérselo propuesto, allanaron el camino a Maximino.
Poco después de tomar posesión, el gobernador Maximino Ávila Camacho anunció que el Colegio de Puebla, cuya fundación se remonta a 1587, se convertiría en la Universidad de Puebla. El nombre sonaba adecuadamente moderno, pero había poca diferencia. El estado pagó por una alberca y un billar, y Maximino donó 40 caballos para que los estudiantes pudieran aprender ‘el saludable deporte’ del polo, Maximino impuso como rector a su compinche reaccionario Manuel I. Márquez. Lejos de ser un partidario de la educación liberal, Márquez actuó como asesor legal en el capítulo local de los Camisas Doradas, unos nacionalistas inspirados en Mussolini que pedían la expulsión de los judíos y la erradicación de los comunistas. Tras un año de indignación estudiantil, Maximino se sintió obligado a deshacerse de Márquez y de hecho lo humilló públicamente.[6]
Nota: el polo fue traído a México por el general y diputado constituyente José Álvarez y Álvarez de la Cadena. Entonces, este general fungía como jefe del Estado Mayor del presidente Plutarco Elías Calles.
Con calma y nos amanecemos
La presencia de la milicia en el poder aplacó las ambiciones que prevalecían en el medio patronal, a la sazón perfumado con el incienso religioso. La prudencia indujo a los miembros de este grupo conservador a esperar pacientes el momento de hacerse escuchar en la vida pública, lo cual ocurrió después del desbarajuste político que sufrió Puebla durante los gobiernos de los generales Antonio Nava Castillo (1963-1964) y Rafael Moreno Valle (1969-1972). Estos dos militares fueron “tumbados de la silla” del gobierno, entre otras razones por la lucha que enfrentó a las facciones de derecha e izquierda, los primeros respaldados por el arzobispo Octaviano Márquez y Toriz (amigo y socio de William O. Jenkins —Paxman dixit, Op. Cit.), y los segundos apoyándose o inspirados en la doctrina comunista, ideología que en la Universidad Autónoma de Puebla encontró la tierra fértil donde plantar y cultivar sus injertos.
En este torbellino de intereses y pasiones humanas, se fue dando el relevo generacional de la clase empresarial poblana.
Los prestigiados hombres de negocios —varios de ellos enriquecidos bajo la tutela o complicidad de la clase política— empezaron a quitar los abrojos del camino. Con este ánimo el grupo de poder financiero llegó a la década de los noventa colocándose en el umbral del poder político. El controvertido y apasionado arzobispo Márquez y Toriz los ayudó con sus acciones, personalidad y rezos. Él les había vendido la idea de recuperar la prerrogativa de mandar, imponer designios y dar órdenes a la sociedad políticamente organizada. Así lo hicieron desde luego influenciados por el obispo que decidió defender el predominio del catolicismo sobre el poder civil. Octaviano se mostró renuente a ponderar las consecuencias que surgirían del choque entre el raciocinio científico y la imposición dogmática.
El frenesí del flamígero arzobispo logró confundir a los buscadores de un concepto sui generis de equidad social. Además dio pie para el surgimiento de una nueva estirpe, la que adoptó el anatema, la satanización y la persecución como respuesta a la inteligencia popular. De esta forma, en las parcelas de la iniciativa privada poblana, quedaría sembrada la semilla del antigobiernismo a ultranza.
La influencia de Márquez y Toriz pesó sobre los actos de los bien acomodados jóvenes, muchos de ellos impactados por el fanatismo y recalcitrante anticomunismo del jerarca católico, maestro, guía, ídolo y paradigma de aquella generación. La personalidad del jerarca atrajo la simpatía de los hijos de los ricos —nuevos y de abolengo—. Su carisma conquistó a un número considerable de prosélitos, sobre todo a quienes estaban dispuestos a darse golpes de pecho después de afectar a la pobre economía del pueblo.
La presencia pública de don Octaviano produjo hechos muy comentados en la prensa nacional. Montado en su propio protagonismo, el obispo aprovechó las decisiones del controvertido Guillermo Schulenburg Prado[7], abad que dio el visto bueno para que Alejandro Jodorowsky filmara en la “Basílica de Guadalupe escenas blasfemas y eróticas del film La Montaña Sagrada: mujeres semidesnudas y machos cabríos (símbolo satanista) crucificados invadieron el atrio del máximo templo guadalupano. Miles de fieles de la Morenita del Tepeyac —encabezados por el Frente Juvenil Guadalupano— realizaron un numeroso acto de desagravio, tanto en el atrio como en la misma Basílica, evento que los personeros de Schulenburg” intentaron boicotear sin éxito valiéndose del estrépito de la música religiosa reproducida por las grandes bocinas ubicadas en el atrio, algo totalmente inusitado... “Si bien esos fieles lograron la expulsión de Jorodowsky de México —pues además de los sacrilegios se hacía mofa del ejército mexicano al que se presentaba como homosexual en el film—, inútilmente intentaron que el entonces abad fuese destituido...”
Hábil al fin, ni tardo ni perezoso, el jerarca católico aprovechó aquel sentimiento de rechazo para organizar una manifestación de protesta y desagravio por tales hechos que además ofendían su fe. Octaviano representaba la enjundia del Clero decimonónico (tal vez por ello se declaró febril anticomunista). Parecía inspirado en la aversión o temor exacerbado al marxismo y tuvo la ocurrencia de organizar lo que se llamó Frente Universitario Anticomunista (FUA), organización que combatiría al “terrible mal”, incluso hasta con las armas. Con esa misma enjundia religiosa formó y bendijo al Ejército Azul y a las células estudiantiles que, supuso, deberían fortalecer a la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP), institución que vio su primera luz después del conflicto que vivió la Universidad Autónoma de Puebla, controversia que cito líneas adelante[8].
Estos hechos, por cierto trazados grosso modo —más otros que dejo para las páginas siguientes—, de alguna forma me mostraron las razones que abonaron el camino al éxito académico de la Universidad Autónoma de Puebla, la institución que matalascallando —y de vez en cuando a contrapelo— llegó a convertirse en la parte toral de la historia moderna de la entidad poblana, hito que incluyó la siembra del nuevo impulso cultural.
Permítaseme el siguiente paréntesis:
Muerto William O. Jenkins, la fortuna creada por él pasó a engrosar los fondos de su fundación. Los herederos de este mecenas sólo recibieron la promesa de contar con mil dólares mensuales siempre y cuando fracasaran en los negocios que él les había financiado; o más dinero si acaso llegasen a padecer alguna enfermedad grave: se estableció que el costo médico y hospitalario sería sufragado por la fundación, precisamente. El controvertido empresario azucarero y promotor del cochupo etiquetado para incentivar a los políticos con poder, quería que sus descendientes aprendieran a ganarse el dinero con el sudor de su frente. La responsabilidad financiera y familiar le fue conferida a Manuel Espinosa Yglesias quien, además, quedó al frente de los planes que el gringo se había propuesto impulsar para beneficio de la educación en Puebla. El banquero y colaborador de Jenkins tomó aquella estafeta con el ánimo de dedicar su esfuerzo (y el dinero legado) a la apertura de los espacios educativos entonces —dice Paxman— cerrados a la iniciativa privada. Deseaba “ayudar a conducir a la derecha hacia la victoria”, en especial en Puebla donde el activismo de la universidad pública mantuvo en estado de consternación a las élites poblanas. Espinosa lamentaba que sus paisanos de la iniciativa privada hubieran sido rebasados por los clanes de Guadalajara y Monterrey. Culpó al radicalismo que, sentenció, había alejado a los inversionistas foráneos. Supongo que esto hizo las veces de acicate o inspiración que le indujo a buscar para encontrar la forma de atraerlos y contrarrestar en la UAP la presencia de la izquierda activista.
Así fue como en 1964 decidió relacionarse con la universidad a la sazón dirigida por su tocayo Manuel Lara y Parra, un liberal moderado[9]. “Al año siguiente ofreció el equivalente a 4.8 millones de dólares (…) para la construcción de todo un nuevo campus (algo que Jenkins había propuesto en 1960)”. Una vez más la oferta causó inquietudes y preocupación en la izquierda poblana.
La respuesta popular obligó a la dupla Espinosa Yglesias y Lara y Parra a fortalecerse para resistir la tormenta de protestas, “tanto de la izquierda que veía a la fundación con desdén, como de la derecha que consideraba a la UAP una guarida de comunistas indigna de generosidad…” Quizás por ello don Manuel decidió otorgar un donativo de 5 millones de dólares, dinero condicionado para que Ray Lindley lo dedicara a la construcción en Puebla de la Universidad de las Américas.
He escrito lo anterior con la deliberada intención de evidenciar que las “buenas intenciones” de aquellos promotores de la educación, nunca incluyeron los proyectos culturales. De haberlo hecho seguramente se hubiese inducido en las autoridades académicas la necesidad de pensar más en la cultura viéndola como parte de los programas de la universidad pública. Igual pudo haber ocurrido en las instituciones de educación superior afiliadas y/o financiadas por la iniciativa privada. Cierro paréntesis..
Vientos de cambio
La Universidad Autónoma de Puebla se encaminó hacia otros rumbos. Su avance inició durante el rectorado de Alfonso Vélez Pliego. En este trayecto en busca de la modernidad se incorporaron las administraciones de Óscar Samuel Malpica Uribe, José Doger Corte y Enrique Doger Guerrero, la primera de ellas obligada a fracasar dejando en los registros subsecuentes a dos interinatos sin pena ni gloria, y las otras dos gestiones beneficiadas por el gobierno federal, apoyo e interés que durante tres lustros fomentó la estabilidad universitaria, equilibrio heredado por Enrique Agüera Ibáñez, el rector que vislumbró la oportunidad de dar a la institución su impulso definitivo.
Lector:
Que estos trazos escritos a vuela pluma sirvan como el exordio que busca fundamentar y razonar sobre las circunstancias que me indujeron a escribir sobre el tema del libro a partir de las siguientes preguntas, en cuyas respuestas intento despejar algunas de las dudas que pudieran existir:
¿Por qué la Universidad Autónoma de Puebla se ha transformado en una plataforma para el progreso cultural, científico, tecnológico, humanista y académico?
¿Por qué la Benemérita es de hecho el contrapeso de los gobiernos cuyas cabezas caen en la tentación de seguir el ejemplo de algunos gobernadores que se afanaron por controlar la vida universitaria?
¿Por qué el rector (quien sea) puede mantener vigente la autonomía universitaria y con base en ello evitar las trampas que mañosamente suelen armar los manipuladores del poder político?
¿Por qué perdieron efectividad los mensajes sicilianos dirigidos al rector por el poderoso en turno electo para —según el prontuario de los corruptos— llegar a donde hay y permitir que sus subordinados se encarguen del resto?
¿Por qué los universitarios han encontrado nuevas oportunidades para sin cortapisas manifestar sus cuestionamientos?
¿Por qué los jóvenes y la sociedad pueden respirar y compartir la cultura que enriquece el espíritu y aleja de los tentáculos de la delincuencia organizada?
Vayamos, pues, en búsqueda de estas y otras respuestas a las preguntas enunciadas.
[1] Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
[2] Historia de los indios de la Nueva España
[3] Semo, Enrique. México un pueblo en la historia. Volumen i. Ed. Nueva Imagen, Universidad Autónoma de Puebla. México, 1981
[4] Palomera, Esteban J. La obra educativa de los jesuitas en Puebla, 1578-1814. Ed Lapislázuli sa de cv. Buap 2014
[5] García Cantú, Gastón. El pensamiento de la reacción mexicana, Ed. Empresas Editoriales, s.a, México, 1965
[6] Paxman, Andrew. Op. Cit.
[7] Blog: catolicidad.com. 21 de julio de 2009
[8] C. Manjarrez, Alejandro, Puebla, el rostro olvidado. Ed. buap, 1999
[9] Paxman, Andrew, Op. Cit.