Después de todo, no hay urgencia que valga más que un niño creciendo bien...
Hay algo profundamente cruel en arrancar a un niño de sus sueños antes de que el sol haya dicho su primera palabra. Es una violencia discreta, cotidiana, institucionalizada. Una que no grita, pero cala: esa prisa por vestirlos, darles un bocado a medias y lanzarlos a la calle todavía con el alma tibia de almohada. Como si fueran adultos diminutos que deben rendir cuentas desde las siete de la mañana. Como si sus cerebros, en plena construcción, pudieran adaptarse al ritmo de una maquinaria que no fue diseñada para ellos.
La ciencia lo ha dicho sin poesía, pero con contundencia: los niños deben dormir más que los adultos. No es una preferencia ni un capricho, es un mandato biológico. Su desarrollo cerebral —ese milagro silencioso que los moldea por dentro— ocurre, en gran parte, durante el sueño. Y sin embargo, nuestra organización social les exige lo contrario. Se les obliga a madrugar, a estar atentos, productivos, funcionales… cuando lo único funcional sería dejarlos dormir un poco más.
Tal vez por eso me conmueve tanto la idea de las escuelas vespertinas. No como medida de emergencia, sino como una forma más amorosa de mirar la infancia. ¿Qué pasaría si les permitiéramos despertarse con calma, desayunar sin prisa, estirarse como gatos al sol y llegar a la escuela cuando su cuerpo ya esté listo para aprender?
Pero claro, aquí es donde todo se enreda. Porque los horarios laborales de los padres no bailan al mismo ritmo. Porque este sistema no está pensado para acomodar la infancia, sino para ajustarla a la lógica de los adultos. Entonces, en vez de preguntarnos cómo podemos adaptar el mundo al bienestar de los niños, les exigimos a ellos que se adapten al mundo.
¿Y si fuera al revés? ¿Y si el cuidado empezara por ahí, por respetar los tiempos del cuerpo y del alma? Tal vez entonces estaríamos educando no sólo con palabras, sino con actos. Enseñándoles que su descanso importa. Que su salud mental no se sacrifica por la eficiencia. Que el tiempo justo para despertar no es un lujo, sino un derecho.
Después de todo, no hay urgencia que valga más que un niño creciendo bien.