El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 43)

Réplica y Contrarréplica
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“Cuando estoy entre pendejos hasta valiente me vuelvo”

Voltaire fue otra de las palancas que usó María de la Hoz para mover mi ánimo hacia la cultura. Me lo presentó como el seudónimo más espléndido. Consciente o sin darse cuenta, no lo sé, hablamos sobre la obra de este impulsor de la Ilustración. Su entusiasmo me condujo por ese camino y, además de la sed de cultura, despertó en mí la curiosidad por los sobrenombres de literatos. Fue una especie de juego que alegró mi vida porque, gracias a la habilidad didáctica y la paciencia de Mary, me metí de lleno a la vida de los personajes y su obra; lo hice con el mismo interés que siendo niño me provocaron los listones de colores agitados por el viento. Resultaron tan eficaces sus enseñanzas que aún recuerdo e inclusive, en un proceso de sinestesia, he llegado a escuchar la música de cada uno de los nuevos y coloridos listones que me obsequió.

La mención de Arouet dio pie para que la doctora también hablara de Lord Byron cuyo nombre real fue George Gordon. Igual salieron a relucir Moliere, George Sands, Carroll y Romains. Gracias pues a estos ejemplos comprendí las razones de las identidades falsas en la literatura y cómo, los digamos que apodos, han logrado superar a sus creadores. Stendhal uno de ellos —tal vez de los más fecundos— usó muchos nombres falsos dándoles vida literaria: sin habérselo propuesto logró que su apelativo real se convirtiera en el alias de sus más de cien sobrenombres.

Mi Ángel Guardián se valió de Henri Beyle Stendhal para animarme. Dijo que él debió haber escrito esta modesta historia. La escuché. Y a botepronto respondí que ese era el gran sueño guajiro de ambos. “No podemos despegar los pies de la tierra, Doctora —dije—; recuerda que sólo soy un hombre del pueblo que a fuerza de trabajo y resistencia pudo modelar su propio destino”. Ella sonrió pícara y levantó los hombros en señal de resignación. Después entendí que mi respuesta fue la que esperaba; de ahí su sonrisa sardónica.

He traído a cuento la vivencia que me acercó a la cultura universal porque, como ya quedó asentado, en la complicada trama de mi vida existen algunos fantasmas cuyas pasiones, arrebatos y aciertos los vinculan conmigo. Son personajes a quienes amé con intensidad por su esencia y desde luego por su legado. En ellos —parafraseo a Stendhal— descubrí la otra mitad de mi vida, la más bella por estar llena de quimeras.

No obstante conocer el juego, jamás se me ocurrió inventar un pinche seudónimo para escribir lo que yo pensaba y no podía decir. O ponerme una careta para ocultar mis pasiones y complejos, la máscara que magistralmente dibuja la pluma de Octavio Paz. En el primer caso el sobrenombre me hubiese librado de las consecuencias que produce el ejercicio del poder. Es obvio que de haberlo inventado para rebatir a mis enemigos políticos, nunca habría tenido que enfrentar el juicio del pueblo cuyas reacciones fueron inducidas por inteligencias superiores y perversas, mismas que se habían sentido lastimadas por mi actitud sincera, por mi origen desde luego e incluso por mis respuestas a veces lapidarias. Respecto a la máscara que debí usar, reconozco que, de habérmela puesto, me habría ayudado a convertirme en un político casi perfecto. Y digo casi porque para ser perfecto tendría que haber nacido de la cópula entre Afrodita y Adonis.

Por todas esas culpas u omisiones que me alejaron del uso del seudónimo que para el antropólogo y psiquiatra Philippe Brenot representa la ausencia del padre y por ende el deseo parricida, mis contrarios decidieron desquitarse valiéndose de amanuenses a sueldo ocultos, esos sí, en seudónimos precisamente.

Uno de esos críticos anónimos, mismo que nunca pude identificar con precisión, escribió lo que hizo despertar a los demonios poblanos que hibernaban debajo de las centenarias losas plantadas en el entorno de la Catedral Angelopolitana, seres míticos y malosos vigilados por los ángeles que están sobre los capiteles de las columnas que circundan el edificio religioso, construcción que indujo al sacerdote y poeta Manuel Ponce a escribir sobre su “música de piedra”. Según dice la leyenda, la misión de esos ángeles era impedir que los chamucos salieran de su confinamiento, fábula que parecía dedicada a mí persona y a otros tres de los camaradas que formaban parte de la paradójicamente preciosa y desprestigiada clase política, tipos que, como yo, también ascendieron a la vida pública en condiciones poco o nada ortodoxas. En fin…

La verdad no peca…

La que sigue es una de las publicaciones signadas por ese fantasma,paternidad que intuí pero que nunca pude comprobar porque me faltó asir los pelos de la famosa burra, mechones que me hubiesen permitido dar contundencia a mis argumentos y, por ende, ganar lo que entonces equivalía a las discusiones bizantinas. El mensaje pagado que primero apareció en la prensa local y después en la nacional, perturbó a muchos, en especial a quienes nos pusimos el saco o caímos en la trampa que forman los valientes escritos cuyos autores son anónimos. Yo resulté el más afligido debido a que mis defectos e historia se evidenciaron en la festejada, infame y mañosa publicación cuyo contenido comparto con mis lectores para, diría De la Hoz, aunque sea un poco tarde, amarrarme el dedo. Valga aclarar que los subtítulos son comentarios sucintos del que esto escribe:

Lo conocí cuando pobre.

Era un tipo amable, sencillo e incluso hasta modesto.

Lo vi crecer en la política y en la administración pública.

Gracias a esas sus características sus jefes se fijaron en él dándole la oportunidad de ascender.

Ya cerca del poder cambió un poco.

A su amabilidad, sencillez y modestia le agregó otra digamos que cualidad: la discreción. Se acostumbró a ver, escuchar y olvidar sin hacer gestos ni aspavientos. Incluso aprendió a departir en la intimidad con quien gobernaba su vida laboral, “sacrificio” que le permitió conocer la vida secreta de los políticos encumbrados, unos borrachos, la mayoría corruptos, otros homosexuales o bisexuales, y muchos mujeriegos.

Poco a poco fue construyendo su imagen burocrática, misma que con el tiempo lo hizo confiable e incluso indispensable para la jerarquía de su ámbito. Dio el estirón, cambió de estatus y ya es millonario.

La lanceta

Como bien lo conozco, ahora lo desconozco. Es el mismo pero se volvió petulante, presumido y mamón con corbata Hermès, trajes italianos o españoles cortados a la medida, camisas alemanas también de hechura especial, y zapatos Prada, como los que puso de moda el culto e inteligente Papa emérito de origen germánico.

Parece dueño de la administración pública.

Olvidó que la sociedad le paga y además lo vigila.

De empleado huele pedos pasó a ser un jefe forrado de soberbia y dinero.

Si acaso es prudente y no presume el capital que ha obtenido de manera ilícita, sus mujeres e hijos se encargan de hacerlo con eficacia insultante.

Los autos blindados de lujo y el helicóptero suplieron al vochito y a la combi que lo trasportaron en su época de pobreza.

Las prostitutas argentinas, brasileñas y peruanas desplazaron a las obsequiosas secretarias trepadoras, a las cuales, hay que decirlo, él y sus amigos preñaron con su descendencia y también con sus malos recuerdos.

El modesto departamento fue suplido por la residencia lujosa, millonaria, enorme y ostentosa.

Salieron de su agenda lúdica los hoteles de oferta vacacional para, en su lugar, incluir las casas de verano (o de invierno) en la Riviera Maya, Pichilingue Diamante, Las Brisas, Miami, Saint-Tropez, Ibiza o Ermoúpolis.

La primera clase aérea lo recibe bien porque paga bien. Es cliente vip.

Los hijos abandonaron la escuela pública para estudiar en las de paga.

La familia cambió a Suburbia por las tiendas de marca. Le vale madre que haya baratas nocturnas o de “buen fin” porque sabe que para gastar “su” dinero es mejor hacerlo en Nueva York, o de perdida en algún hotel boutique europeo. Para eso, dice, sirve la tarjeta Centurión de American Express.

Mazazo al ego

Los políticos de su calaña, ricos gracias a su visión corruptora, ven a los de clase media como pendejos, simplemente porque no son millonarios como ellos. Y a los millonarios que llegaron a serlo por trabajo o por herencia, los miran con recelo y envidia porque éstos pueden mostrar sin temor a la ley lo que los otros no: su riqueza.

Aquellos que antaño conocí bien pero que hoy desconozco, perciben a los pobres como seres indefensos a los que hay que alentar recetándoles mensajes diseñados para mantener viva su esperanza.

Claro que no le ha afectado las crisis recurrentes, por el contrario, le resultaron excelentes porque las usó como cortinas de humo para ocultar o disfrazar su falta de previsión y, desde luego, de probidad, eficacia y honestidad en el manejo de los recursos públicos.

Ése que, insisto, bien conozco, supone que los pobres nunca dejarán de serlo porque carecen de inteligencia. ¿De dónde su peregrina conjetura? Pues del olor del dinero que le atrofió el olfato político y la sensibilidad social.

Lo peor es que muchos ejemplares de esta especie se sienten invulnerables a la crítica pública. Se creen blindados contra el repudio de la sociedad, actitud ésta cada día más frecuente entre los ciudadanos que acuden a las urnas electorales o que de plano se abstienen, según su ánimo o necesidad de desquite.

Pronto, cuando menos lo esperen, la protesta y la denuncia populares caerán sobre él y ellos porque, como lo dicta la sabiduría del pueblo, el amor, lo pendejo y el dinero se notan a leguas. Más ahora que el pueblo está dispuesto a reclamar a quienes lo menosprecian o utilizaron en las elecciones, los mismos que se manifiestan o protestan en las redes sociales. Se trata de ciudadanos que también los vieron cuando pobres y que hoy, atónitos, han comprobado que se volvieron ricos, poderosos, gobernantes y, de paso, hasta soberbios.

Cada voto que pierda su partido, será un voto de castigo a la corrupción que representan los llamados servidores públicos. Me refiero, obvio, a quienes antes fueron pobres y hoy son millonarios, no importa que su ropaje político sea azul, verde, tricolor, amarillo o variopinto.

Claro que hubo donde los pusieron y que ellos se encargaron del resto. Vivirán impunes hasta que el pueblo despierte.

Y en efecto, el pueblo despertó. Cuando menos para voltear a verme con los ojos de la desconfianza, reacciones y actitudes que ni Mary ni yo pudimos evitar. Por ello y para atemperar tan nocivos efectos, tuvimos que usar el viejo truco de las cortinas de humo, en este caso fabricadas con la zalea de los chivos expiatorios.

Alejandro C. Manjarrez