Donde nace el movimiento

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Y entonces, ahí, justo ahí, nace el movimiento...

Las artes marciales no son —aunque muchos las aprendan así— un deporte de golpes y gritos. Son una forma de estar en el mundo. Un camino que se pisa con respeto, no con prisa. Donde cada movimiento encierra una lección y cada lección lleva a una pregunta: ¿quién soy yo cuando no estoy peleando?

Porque el verdadero arte no está en el puño, sino en el silencio que lo precede. No en la fuerza, sino en el equilibrio. No en la victoria, sino en la contención. En saber cuándo detenerse. Cuándo ceder. Cuándo respirar.

He visto a maestros caminar como si cuidaran el suelo que pisan. Como si entendieran que el combate más largo es con uno mismo. Que la rabia no se vence con furia, sino con mirada. Que la disciplina es un gesto de amor: repetir y repetir hasta que el cuerpo deja de resistirse y empieza a comprender.

El aikido enseña a redirigir la energía del otro, no a bloquearla. El taichí convierte la lentitud en precisión. El judo enseña a caer. El karate a gritar desde el centro. El kung fu a no apurarse. Cada arte tiene su lenguaje, pero todos dialogan con lo mismo: el ego. Lo doman, lo doblan, lo transforman.

Y no, no se trata de volverse invencible. Se trata de volverse sereno. De poder mirar a alguien a los ojos sin necesidad de imponerse. De poder caminar por la calle sin miedo. De poder sentarse solo, sin ruido, sin público, y sentirse en paz.

Porque al final, eso enseñan las artes marciales: que el poder no es gritar más fuerte, ni golpear más rápido, ni mostrar más medallas. El verdadero poder es saber quién eres cuando nadie te ve. Cuando el dojo está vacío. Cuando el corazón está quieto.

Y entonces, ahí, justo ahí, nace el movimiento.

Tobías Cruz