Y en la paz, una forma de amor...
Hay algo profundamente hermoso en la simpleza del hombre. No la simpleza como torpeza, sino como elección: la de quien sabe lo que le gusta y no necesita disfrazarlo con grandes palabras ni teorías complicadas. Le basta con el sonido de un balón rebotando en la calle, con los gritos alegres de sus amigos al ganar una partida de cartas, con el calor exacto de una cerveza fría al lado de alguien que lo escucha sin querer cambiarlo.
El hombre simple no busca grandes discursos. Habla poco, pero cuando habla, lo hace desde un lugar que no se entrena: la honestidad. A veces está pensativo, y si se le pregunta por qué, no siempre responderá que está preocupado por el país o por el futuro… no. A veces lo que lo tiene callado es un antojo: recuerda los chilaquiles de la vez pasada, esos con salsa verde, cebolla cruda y un toque de crema que parecían venir de la infancia. Está calculando si tiene los ingredientes en casa o si mejor los pide en esa fonda donde lo saludan por su nombre.
El hombre simple no quiere guerra, ni competir por el trono del mundo. Quiere paz. Quiere que su bici no tenga la llanta ponchada, que su hijo le cuente cómo le fue en el día, que la carne asada se cocine lento y bien, y que nadie le quite el lugar en la mesa.
Le gusta el aire fresco en la cara cuando pedalea por la ciudad al atardecer. Le gusta quedarse viendo al techo en silencio, no porque esté deprimido, sino porque ese momento también es parte de su manera de existir: sin prisa, sin máscaras, sin manuales.
El hombre simple no es menos. Es, tal vez, más sabio que muchos. Porque ha entendido que la vida no está en lo extraordinario, sino en lo constante. En el sabor repetido que no aburre, en la charla que no pretende nada más que estar, en la carcajada que nace por una tontería.
Porque en la simpleza también hay belleza. Y en la paz, una forma de amor.