La reina y el presidente

Alejandro C Manjarrez
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Reina parecía corresponderle seducida por la inteligencia y cultura de aquel hombre cuya superioridad burocrática ascendió precisamente cuando la hermosa fémina llegó a trabajar con él...

Reina, era la reina de Los Pinos.

Su belleza minimizaba las historias que se escuchaban en el inmueble que Lázaro Cárdenas convirtió en la casa del presidente de México.

Las decenas de ojos que ocupaban aquel espacio, disfrutaban extasiados la figura de Reina; admiraban la cadencia perfecta de sus muslos, senos y caderas; escuchaban la música silenciosa de su cuerpo cuyo ritmo alteraba las pulsaciones de otros cuerpos.

Les ocurrió a todos sin importar sexo, edad, religión y estado civil.

Por aquellos entonces José López Portillo estaba a cargo del área que se llamaba Secretaría de la Presidencia. Era el jefe directo de la hembra aria que, decían las malas lenguas, le brindaba sus calores internos.

Tal vez.

Lo visible y obvio era que él se había enamorado de ella.

Reina parecía corresponderle seducida por la inteligencia y cultura de aquel hombre cuya popularidad burocrática ascendió precisamente cuando la hermosa fémina llegó a trabajar con él.

Un día, impulsado por la curiosidad, llegó a ese que era un reducto de intelecto y belleza, un ingeniero de aspecto antiguo pero elegante.

Se llamaba Eugenio Méndez Docurro.

Muchos admiraban la influencia de quien al mismo tiempo era titular de la Secretaría de Comunicaciones y director general del Conacyt.

Eugenio había acudido a la oficina de Pepe para confirmar el chisme del gabinete: “López Portillo tiene una colaboradora que quita el resuello”.

A Reina le tocó recibir al ingeniero que en esa ocasión afiló su siempre cautivadora sonrisa. Pero se quedó mudo y sorprendido viendo cómo la magia de la naturaleza se había concentrado en aquella hembra.

Ella se dirigió a él utilizando la melodía de su voz de mezzosoprano modulada por sus cuerdas vocales.

Méndez sintió que aquel sonido le había dado un golpe certero y mortal a su ya curtido corazón. “Si existe el amor a primera vista –debe haber pensado– yo soy la víctima propicia, ideal.”

Volvió en sí Méndez y comenzó a articular frases que por su coherencia y hondura cautivaron a Reina.

Media hora de labor de convencimiento y la mujer aceptó dejar su trabajo en la Secretaría de la Presidencia para irse con él, con Eugenio Méndez Docurro.

Al otro día el personal que laboraba en el Conacyt recibió con fanfarrias a la nueva secretaria particular del inteligente y culto director.

Bienvenidas por aquí, reverencias por allá, envidias un poco más lejos, por aquello de las dudas. Palabras de solidaridad en cualquier rincón.

“Lo que se le ofrezca, señorita”, decían los caballeros.

“Dime en qué te puedo ayudar”, se ofrecían las damas.

Reina había entrado por la puerta grande a la sede de los más destacados científicos, técnicos y académicos de México.

Y allí estuvo durante seis años hasta que…

 Ya secretario de Hacienda, López Portillo escucha las palabras mayores de su amigo Luis Echeverría Álvarez:

“Vas a ser presidente de México Pepe. Cumplirás tu sueño como yo logré el mío. Pero cuidarás mi prestigio y mis bienes. Es la única condición que te pongo ”.

Así, Pepe, el esotérico y eficaz abogado, llegó a Los Pinos cargando un fardo de filias y fobias e inspirado en los aromas de las mujeres agraciadas.

México ya le pertenecía, igual que los cuerpos femeninos perfectamente moldeados por la naturaleza.

Sólo esos.

También era el dueño sexenal del país y de sus riquezas naturales.

A pesar de ello Reina, la mujer que lo dejó por alguien más inteligente, sensible y amoroso que él, seguía en su cabeza.

“El que las hace no las perdona, hermano”, respondió Pepe cuando su primo Francisco García Sancho se atrevió a sugerirle que se olvidara de ella y que perdonara a Eugenio como Echeverría lo perdonó a él por haberle quitado la esposa a su hijo (Rosa Luz Alegría).

“Lo intento pero no puedo, Paco –se justificó. Ninguna de las mujeres que haya podido borrar de mi cerebro la sensación de calor y humedad. Su voz todavía reverbera en mi cabeza. Y su aroma sigue impregnado en mi cuerpo… ”

 A los cinco días de haber tomado posesión, el presidente López Portillo llamó al procurador y le dio instrucciones precisas, cortantes e irrebatibles:

“Integre la averiguación, aprehenda y consigne al ingeniero Eugenio Méndez Docurro”.

Ése fue de hecho su primer decreto verbal.

Dos semanas después Eugenio era detenido por el delito de peculado. Lo sacaron de la Secretaría de Comunicaciones donde aún despachaba.

"Combatiré la corrupción ... Seré intolerante con los delincuentes ... En mi gobierno no caben los malhechores están presentes en el nivel que yazgan", dijo el presidente a sus íntimos que bien conocían el nombre de la musa de su venganza: Reina.

 Al enterarse de la mala nueva, García Sancho, primo de López Portillo (sobrinos ambos del doctor Atl), sonrió y meditó:

“Mañana mismo pido audiencia con Pepe para que me instruya qué hacer con las concesiones de radio que me encargó Eugenio. Seguiré siendo testaferro sí, pero ahora del presidente de México. Yo gano, gana Pepe… y pierde mi amigo Eugenio ”.

 Reina decidió ocultarse entre las sombras que proyectan los matrimonios obligados por las circunstancias. Tenía miedo a José y desapareció del escenario público.

Los cuervos de Los Pinos graznaron.

Y como Edgar Allan Poe pudo haber escrito para finalizar esta historia, nunca más el presidente tuvo en sus brazos a la radiante doncella llamada Reina…

Ella había cambiado de aires para dejar su lugar a otras mujeres, las nuevas reinas del arbitrario y concurrido corazón de José, amantes y esposas otras de las próximas víctimas del poder presidencial…

Alejandro C. Manjarrez