“A Dios rogando y con el mazo dando”
La carta de Froylán del Río me hizo pensar en Juana Inés y lo que la musa escribió a sor Filotea de la Cruz, seudónimo del obispo Fernández de Santa Cruz. Me refiero a las reflexiones que incluyó en su Respuesta, justificación a la Carta atenagórica que, rememoro, le produjo la persecución del Clero entonces bajo la jefatura del arzobispo Aguiar y Seixas, cavilaciones que ella realizó para sí y para su Sombra sabedora que serían leídas por sus enemigos.
La siguiente es pues una de las frases que recordé después de mi affaireideológico con el pastor espiritual que en algunos momentos compartió su poder conmigo:
“Señora mía, creo que sólo os pagará en contaros esto, pues no ha salido de mi boca jamás, excepto para quien debió salir”.
Entendí que con sus revelaciones, el Arzobispo buscaba reciprocar (o afianzar) mi silencio sobre el caso de su amigo asesinado por los comerciantes de los placeres que atraen al gremio gay escondido en el closet. Quiso mostrarme la información que me involucraba (“Sólo te lo digo a ti porque eres el único que debe saberlo”) y de paso demostrar que nuestra complicidad rebasaba los acuerdos comunes entre el poder político y el poder eclesiástico. Algo que no venía al caso pero que para su seguridad consideró necesario referir. Como buen jesuita, Froylán aprendió el arte de la simulación sincera; esto es: podía actuar como histrión de la empatía y hacerlo confiando en que Dios se lo reconocería premiándolo con alguna de las gracias que forman parte de las recompensas celestiales. Y además usar a un tercero para la entrega del comprometedor documento, estrategia que le permitiría justificar cualquier infidencia, programada o casual.
Debido a que aprendí a vivir a la defensiva desde los tiempos en que mis amigos me utilizaron aprovechándose de mi ingenuidad, antes y después de lo que sería un trato entre poderes (el civil y el espiritual), tuve especial cuidado en observar sus reacciones con la finalidad de captar algún desconcierto que revelara propósitos ocultos. Siempre me mostré amigable aunque en el fondo estuviera desconfiado, no tanto del hombre sino de sus compromisos religiosos. Las diferencias en nuestra manera de pensar me obligaron a prepararme para lo inesperado, sorpresas que conllevan desde las perversas traiciones hasta las inocentes infidencias. Estas prevenciones permitieron que yo actuara anticipándome a los problemas. Pero como suele ocurrir en todo proyecto humano, en el mío hubo algunos equívocos que alteraron los controles políticos y, en consecuencia, la relación Gobierno-Iglesia.
Uno de esos errores consistió en no prevenir los sentimientos humanos que rondan en el entorno de los triunfadores. La envidia, por citar uno. Y el otro: el deseo de venganza, actitud que trastoca el raciocinio y enfrenta a los hermanos de religión.
Hormona vs sotana
Ocurrió en el ambiente clerical donde un sacerdote resentido filtró la carta de Froylán con el claro propósito de chantajear al gobernador (nunca supe quién había sido el cura confesor y por ende relator de los hechos que figuraron en la misiva de marras). El problema no llegó a trascender a la prensa; sin embargo, el arzobispo Del Río y yo tuvimos que actuar como vulgares litigantes que buscan o fabrican pruebas para salvar el prestigio, o su cargo y la buena fama del cliente. Nuestra ventaja se dio porque el seminarista de los ojos negros había fotocopiado la carta del Arzobispo. Me refiero al cura Renato Hernández. El tipo mutiló la misiva quitándole aquello que comprometía a su Iglesia y por ende a Froylán. Su acción me dio oportunidad de voltear el chirrión por el palito: aproveché el resentimiento y la estupidez de Renato, un ser plagado de contradicciones: había sido descubierto y castigado por Del Río cuando éste ya no pudo soslayar las inclinaciones pederastas de su oveja descarriada.
Además de la vergüenza y preocupaciones que agobiaron al titular del arzobispado, aquella infidencia puso en apuros al capitán Arturo Ramos porque, como quedó escrito, le endilgaron la autoría intelectual del atentado que produjo el accidente de la licenciada Irene Walter. Ramos tuvo que pasar por esa prueba de supervivencia como lo que era, un militar entrenado precisamente para resistir las peores condiciones de vida, capacitación que formaba parte del programa de entrenamiento de los grupos de élite. (¿Le habían puesto la trampa en alguna de las grietas que abundan en los laberintos burocráticos?, fue la pregunta que nadie pudo responder).
De inmediato busqué al arzobispo Del Río. Lo puse al tanto y le dije que él estaba obligado a reescribir la carta que me envió quitándole algunas frases comprometedoras para cambiar su prosa y darle otro significado. Al principio rechazó la idea diciéndome que su obligación moral y ética le prohibían mentir. Pero después de escuchar mis razones y las consecuencias que enfrentaría con el Estado mexicano e incluso con las autoridades eclesiales de Roma, el prelado, aun en contra de sus principios, cedió y tuvo que aceptar mi sugerencia, razón por la que, supongo, manchó un poco su ordenada vida eclesiástica:
—Lo hago por usted Gobernador. Espero que Dios me perdone —se justificó.
El argumento de Froylán incluyó el tono desabrido con el que los pastores de Dios esperan ganarse la grata estancia que promete el espacio divino donde los únicos chicharrones que truenan son los de San Pedro. Al final del día llegamos a un acuerdo y procedimos a elaborar el escrito modificándole, como ya lo expliqué, el sentido de los mensajes comprometedores.
Con esa nueva versión epistolar, el jerarca de la Iglesia compareció ante la autoridad aleccionada para ayudarlo. Así, en privado, rindió su testimonio, declaración que produjo otro litigio, y no el de los ángeles del Juicio Universal como lo refiere Giovanni Papini, sino de los terrenales hombres de ley, que por cierto no son nada angelicales. En este caso el consignado fue Renato Hernández, cura al cual las circunstancias lo obligaron a usar sus grandes ojos negros para poder moverse entre las sombras de la mazmorra que le asignaron. Al delito de falsificación de documentos que le mereció la cárcel, se adicionaron otras denuncias. Una de ellas la del padre de familia cuyo hijo había sido mancillado por Renato, acusación que hizo las veces de detonador puesto que sacó a la luz pública más abusos sexuales a cargo del clérigo. Lo sentenciaron a veinte años de prisión, pena que no pudo cumplir debido a que murió meses después de llegar al reclusorio, donde ya lo esperaban ansiosos los reos encargados de castigar a los “violines”, mote con el cual se define a los violadores de mujeres y niños. Trascendió que “don pecador”, mote impuesto por sus vecinos en aquel infierno, apodo que les va bien tanto a religiosos como a los delincuentes de doble moral, sufrió más que el escalpado san Bartolomé y peor que el tatemado san Lorenzo: sus entrañas quedaron expuestas a la voracidad de las ratas. Murió abandonado en la sucia, estrecha y apestosa bartolina, espacio donde refulgía un burdo crucifijo artesanal patinado por la mugre que dejaron manos y bocas de tres o cuatro generaciones de malhechores arrepentidos.
Complicados días sin duda. Pero al fin aleccionadores dado que me enseñaron que con o sin Dios de por medio, el hombre suele determinar los castigos que en otras épocas y en diferentes versiones pudieron haber inspirado a los redactores del Viejo Testamento o de la Ley del Talión.
Lo interesante del final de esta aventura epistolar es que puedo resumirlo valiéndome de en uno de los pensamientos de Voltaire, el novelado por Fernando Savater (El jardín de las dudas). El escritor y filósofo español da voz a Francisco María Auret, nombre real del erudito francés; escribe:
Empiezo a pensar que quizá los milagros existen, aunque no sean obra de torvos profetas ni de fanáticos convulsos, sino de mujeres amables, bellas e inteligentes…
A pesar de los malos augurios basados en la ley, Arturo Ramos fue objeto de un “milagro”, precisamente, circunstancia que lo indujo a quedar agradecido con los “ángeles sexuados”, como denominó la bromista, seráfica e irrespetuosa Mary, tanto al que esto escribe como al respetable jerarca católico.
La verdad es que el barullo aquel confirmó que algunas de las mentiras piadosas (como la acomodada en la misiva) pueden considerarse válidas siempre y cuando respondan a experiencias reales. O formar parte del limbo donde el aserto suele confundirse con el mito si es que éste se basa en hechos aparentemente reales.
Retomo la novela de Savater y refiero el caso del prefecto Héraul, otro de los personajes que aparecen en El jardín de las dudas. Cito:
Cuanto más talento tengáis, señor mío, más debéis sentir que os rodean los enemigos y los envidiosos. Debéis cerrarles la boca para siempre con una conducta digna de un hombre sensato y que ya tiene cierta edad.
Quise compartir con Froylán ese pensamiento o mensaje pero me contuve porque hubiese tenido que referir a su autor; es decir, a François Marie Arouet, el ilustrado que calificó a los religiosos —católicos o protestantes— como tipos locos, oscuros y crueles. La idea me sedujo, empero, en un arranque de prudencia, preferí no hacerlo, por respeto a Voltaire. Además fue innecesario porque se arregló aquel entuerto político-religioso