“Cualquiera es diputado si le otorgan el cargo”
Por campesino fui víctima fácil del hoy famoso bullying, agresión que en vez de acomplejarme me obligó a estudiar con la intención de llegar a ser uno de los mejores alumnos. Logré mi objetivo hasta el último año de la carrera, cuando el maestro Arnáiz y Freg ya había perdido su toque perverso debido a que enfrentó a la rebeldía que había empezado a manifestarse en los jóvenes, respondones unos, cabrones otros e irreverentes los más. Encontré que la sinceridad, sinónimo de rebelión, podía ser la mejor arma contra la ofensa; que el aserto bien acomodado haría las veces del escudo que repele las embestidas originadas por problemas psicológicos. También adopté como propia la costumbre de responder a las agresiones con el sentido de amor que dio fama al político tabasqueño cuya vida pública estuvo en las antípodas de la ternura y credulidad del mexicano indígena. Me valí de ejemplos tomados de la obra de Sor Juana, El Nigromante, Ignacio Manuel Altamirano y Andrés Henestrosa, por citar a cuatro de los personajes a los que me acerqué desde la preparatoria para, ya siendo yo gobernador, admirarlos y tratar de emularlos en algunas cosas. Memoricé varias de sus frases de conciliación y reflexión con la intención de citarlas exaltándolos y así confundir a quienes me agredían. Lo curioso es que los únicos trastornados por mi actitud, fueron aquellos que tenían aversión a los libros, o sea la mayoría de los políticos que conocí.
Valiéndome de esa praxis adquirí la confianza que se necesita en política porque, a diferencia de mis pares de entonces, yo conocía vida y obra de los personajes de la historia, conocimiento que me ubicó en el ala vanguardista. Lo curioso es que en muchos casos mis alusiones o citas fueron consideradas por mis rivales como excesos retóricos. Supongo que les inquietaba que mi actitud me llevara hacia el encuentro con lo que al final del día —poco antes de ponerme a escribir estas líneas— se convirtió en uno de mis principios, quizá el más importante: la verdad. La adopté inspirado en la coherencia o legado socrático y, obvio, en el método dialéctico que en algunos casos perturbó el estatus gubernamental. Mi estilo estuvo en contra de la tradición e incluso de algunos de los consejos de mis asesoras. Por esta razón, caminé el último trecho a contrapelo. Ello me ayudó a estimular mis neuronas y aguzar el sentido común. Evité así la salida fácil que ofrecen las medias verdades, mismas que, como quedó asentado, con frecuencia terminan convertidas en mentiras completas.
Pasado el tiempo y gracias a las ventajas que da el manejar las riendas gubernativas, llegué a dominar e incluso hasta disfrutar lo que se transforma en un fascinante juego exclusivo de los gobernantes, retozo que me produjo más enemigos que amigos, pero más satisfacciones que decepciones.
En fin…
A pesar de haber novelado las peripecias del gobernante atrapado en su laberinto de poder y de conocer el riesgo que implica lo que podría considerárse como confesión de parte, me salí del guion sugerido por mi querida Mary. A ella le ofrezco mi disculpa y al amable lector agradezco su paciencia pidiéndole que haga lo que esté a su alcance para mejorar la política mexicana; es decir, para que se acabe la corrupción intitucionalizada.