El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 48)

Réplica y Contrarréplica
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“No te arrugues cuero viejo que te quiero pa´tambor”

La suerte, que fue mi aliada permanente, me ubicó en los lugares en donde abrevé, desde la ambición de poder hasta el conocimiento que me cedieron mis colaboradores; María de la Hoz la principal.

A ello debo agregar que mis ascendientes tuvieron la misma suerte que yo, como fue el caso de Herminia cuya rebeldía y ánimo reivindicatorio en pro de las mujeres la llevaron a encontrarse con Sor Juana Inés de la Cruz.

Tales influencias y la buena estrella o energía positiva —que quizá sea una dádiva de Dios o de la Naturaleza o del Universo—, pudieron haberme dotado de la luz que me ayudó a librarme de las tinieblas donde se han perdido muchos de mis congéneres. Logré crecer y desarrollarme en el ámbito reservado para los triunfadores gracias, precisamente, a que descubrí esas condiciones y circunstancias.

Pero lo más importante: no caí en los barrancos socavados por el éxito efímero que fomenta el poder. No. Alguna energía me ayudó y yo aproveché lo que me regaló el destino con un agregado providencial: la necesidad de crear las condiciones para salir bien librado del laberinto que forman las sendas y atajos construidos por sus propias víctimas. Fue como un juego macabro en cuyos meandros pululan las sombras negativas del inframundo o del espíritu negro que, igual que el diablo de los creyentes, nos induce al mal, espacio donde está la corrupción en sus diversas manifestaciones.

En estas y otras ideas metieron su hermosa mano las mujeres que colorearon mi vida, antes pintada con el tono cetrino o gris. María de la Hoz e Isabel Coss Rémix. Ellas revisaron todos mis escritos como si en éstos estuviese incluida alguna declaración de guerra. Me sometí a su control sin protestar pero, ya lo dije, igual que el alacrán que cumple con su condición, eludí sus graciosas, vigilantes e inquisitivas miradas para incluir lo que consideré avisos que alertan la presencia de la inminente colisión. Confío en que cuando ellas lean ésta mi autobiografía, estén sensibles, receptivas y dispuestas a justificar mi osadía. Además que intervengan ante quienes se sientan aludidos, molestos u ofendidos, siempre y cuando alguno de esos disgustados detente, ostente o utilice el poder para vengarse de alguna referencia indirecta que haya afectado su fama pública o merme su capacidad para seguir usufructuando la riqueza mal habida. El tiempo es mi cómplice y en él confío. Su paso permitirá que, además de olvidar los malos recuerdos, prescriban las leyes que pudieran afectarme.

Político podre, pobre político

Gonzalo N. Santos dijo que la moral era un árbol que daba moras o servía para una chingada. El criterio, ejemplo o dicho de este hombre ha guiado a muchos de los gobernantes que se hicieron millonarios valiéndose de eso, de la mentira. Son inmorales porque a pesar de conocer los daños que ocasionan sus acciones, mienten y en el mejor de los casos tergiversan la verdad para librarse del juicio moral, dictamen que jurídicamente no existe debido a lo que, de manera altisonante, definió el tal Santos, un ciudadano que nunca leyó a san Agustín ni tampoco a Tomás de Aquino.

¿Qué pasaría si la sociedad dice lo que piensa y de paso nos propone acciones viables y legales? ¿Y si además de ello articula bien sus demandas para impactar a los grupos sociales organizados?

Los hechos que forman la experiencia dictan que la verdad empezará a ser condición sine qua non para gobernar. Pero antes habría que modificar el concepto de falsedad en declaraciones judiciales dándole otro sentido y penalidad; es decir, incluir en los códigos mexicanos la mentira como lo que es considerándola delito grave y, en consecuencia, sin el beneficio de la fianza. Imagínense a un gobernante consignado por mentir y a otro juzgado y defenestrado por lo mismo… Es factible. Ocurre en Estados Unidos donde hasta el presidente pierde su chamba si alguien lo descubre y denuncia por mentiroso o por incumplir con su juramento bíblico-constitucional. Richard M. Nixon, por ejemplo. O Bill Clinton cuya esposa Hillary lo salvó de ese terrible juicio moral.

¿Y cómo reaccionará la sociedad si pudiera enterarse de que para llegar hasta donde están, muchos de los políticos tuvieron que tergiversar la sentencia de Carlos Hank González, razón por la cual robaron o hicieron negocios con el erario público?

Para la mayoría ya no es sorpresa dado que después de los avances en la comunicación, muy pocos ignoran que antes de adquirir el estatus de ricos, los gobernantes tuvieron que considerar seriamente la sesuda definición de “político pobre, pobre político”, axioma cuyo autor fue precisamente el maestro mencionado. Esta malhadada definición cundió como el fuego en los pastizales secos. Y sus fieles seguidores —muchos de ellos caminantes descalzos en los surcos de la pobreza—, de repente se trasformaron en hombres con dinero suficiente como para proyectarse hacia los espacios donde debe haberles picado algún animal maldito cuyo veneno produce el légamo de la deshonra. Malo si desoyendo a sabios ideólogos como Jesús Reyes Heroles —por citar a uno de ellos— decidieron competir contra los ricos de abolengo (empresarios, industriales, banqueros) en eso de usar el dinero propio o ajeno para controlar al poder. Y peor si, como es regla, en esa absurda lucha se aisló la moral para dejar espacio a las corruptelas. De ahí que, permítaseme la metáfora, la política sea como una mozuela no impoluta parecida a la casada infiel de Federico García Lorca: en cuanto se tocan sus pechos, éstos se abren como ramos de jacintos…

No hay duda: la mentira seguirá siendo parte de la cultura de nuestra sufrida nación porque se ha convertido en la costumbre que sedujo y cautiva a los políticos, principalmente.

Mientras predomine el estilo apuntado, aquel que tenga el ánimo y la ilusión de convertirse en un político que aspire a mejorar nuestro sistema, deberá arrogarse el papel de histrión de la empatía. Sólo así podría mimetizarse con alguno de los grupos cuyo poder y control permita, avale e impulse su presencia en el quehacer público. Además debe entender y dominar las señales de la corrupción institucionalizada. ¿Simulación? Pues sí, pero no hay de otra. Para combatir los malos hábitos hay que ubicarse en las entrañas de la corrupción.

A lo dicho agregue la cultura, condición que obliga a meterse de lleno a la vida de Platón, leer su República y Las leyes; estudiar la obra de Aristóteles y conocer su Política y las tres versiones de su Ética; acercarse a la obra de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, y desde luego haber leído El Príncipe de Maquiavelo, lecturas todas que se complementan con el ingenio guerrero de Sun Tzu. ¿Es mucho pedir? Puede ser si incluimos en la lista a Montesquieu, Rousseau y Hobbes, además de Marx y las tesis de Marshall McLuhan, Robert Dalt, Sartori, Bobbio y Fujiyama. Ahora bien, si el tiempo o las condiciones intelectuales no permiten semejantes lujos, entonces hay que buscarse una o más Mary que dirijan y conduzcan lo que los gringos llaman tanque de cerebros. Éste es el camino más fácil, además de divertido y a veces con el placer que acompaña a lo lúdico.

Al plasmar estas ideas lo hago lamentándome de no haberlas concebido antes de llegar al poder o ya en el poder mismo. Sin embargo —lo plasmo con ánimo reivindicatorio—, logré asimilar las enseñanzas ocultas derivadas de la política. Por ello mi acto de penitencia republicana, decisión que espero sea de utilidad y sirva de inspiración a quienes se animen a pedir la palabra para, sin pudor ni complejos de origen social, sexo o tendencia ideológica, exigir acciones viables y apegadas a la ley.

En el siguiente relato ejemplifico una de las travesuras, la que produjo un choque terso y a la vez vibrante debido a consecuencias derivadas, principalmente, de la aparición de algunos enfados entre los poderosos empresarios en cuyas manos estuvo el destino económico de la entidad. Lo importante de mi ocurrencia estuvo en que, además de esas angustias disimuladas con falsos gestos de admiración, mis enemigos tradicionales (y también del gobierno) entendieron la importancia de mi jerarquía cuyo sustento social nunca estuvo sometido al arbitrio de ninguna persona o grupo.

Alejandro C. Manjarrez

Revista Réplica