El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 47)

Réplica y Contrarréplica
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“Todos somos del mismo barro pero no es lo mismo bacín que jarro”

La semilla del poder

Mi condición de hombre de pueblo me ayudó a entender el origen de la corrupción como cultura o estilo de vida, que es casi lo mismo porque se trata de una costumbre que ahí está en el inconsciente colectivo. Me ubiqué en la época de la Conquista para encontrar las razones y la forma en que esa “enfermedad social” llegó a la tierra de Anáhuac impulsada por las cuatro centenas de feroces soldados. Me refiero a la tropa que contó con el apoyo moral de los frailes instruidos o condicionados —no lo sabremos con certeza— para confesar y perdonar los pecados de la soldadesca española, gente por cierto de la peor calaña ya que sin ningún remordimiento se dedicaron a violar mujeres de manera individual o tumultuaria. A ello debo agregar los asesinatos de recién nacidos producto del “pecado” capital (no fornicarás…), o de la entonces prohibida cohabitación con las indígenas, muchas de ellas esposas del prójimo. Y el castigo y la tortura a que fueron sometidos niños ymujeres. Y el apartheid que en siglo xvi funcionó en Puebla, por aquellos días una ciudad concebida como el espacio exclusivo para los españoles en busca del estatus que nunca hubieran tenido en España. Y la esclavitud disfrazada de encomienda, costumbre en la que las víctimas sufrieron la marca del fierro candente, tal y como si fuesen cabezas de ganado.

¡Ah, que gran contraste!

La religión como cómplice del pecado.

Los llamados pecados capitales (que en algunas culturas no lo son) libres del castigo divino siempre y cuando los representantes de Dios en la tierra recibieran la moneda del arrepentimiento o el pago por la venta de indulgencias celestiales.

Con sus risotadas, truenos y gritos salvajes, Cortés y sus hombres sacudieron la naturaleza de los indios y de la América indígena, condición que Alfonso Reyes (Visión de Anáhuac) engarza con los dones y la magia de la tierra:

La mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una miel desconocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la biznaga mexicana —imagen del tímido puerco espín—, el maguey (del cual se nos dice que sorbe sus jugos a la roca), el maguey que se abre a flor de tierra, lanzando a los aires su plumero; los “órganos” paralelos, unidos como las cañas de la flauta y útiles para señalar la linde; los discos del nopal —semejanza del candelabro—, conjugados en una superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece como una flora emblemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En los agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son caras abstractas, sin color que turbe su nitidez...

El de la confesión fue pues el primer trabajo de aquellos religiosos.

Otra chamba, para ellos la más importante, consistió en convertir al pueblo conquistado, misión que les resultó relativamente fácil debido a la espiritualidad combinada con los temores irracionales así como la creatividad y la sumisión, actitudes todas que, gracias a las bondades del suelo, del alma del pueblo y del clima, hicieron de la mexicana una raza fácilmente manipulable.

La misma gata…

La razón del éxito español se debió, recalco, a la inocencia de los habitantes de América y desde luego a la perversidad de quienes llegaron al paraíso (o algo muy parecido) ávidos de lo que en su país jamás hubieran tenido: poder y riqueza. Estos incentivos aderezados con la buena suerte del conquistador y el misticismo de los conquistados, permitieron a Hernán Cortés ser un hombre poderoso que no tuvo obstáculos ni moral y menos aun ética para lograr sus ambiciosos objetivos.

En las siguientes líneas escritas a vuelapluma, encontrarás lo que a mi modesto juicio permitió a don Hernando pasar a la historia como un personaje en buena parte cubierto por las sombras de sus acciones, y a la vez iluminado por las luces del Encuentro cultural que él no planeó y, quizás, nunca entendió a pesar de haber sido el precursor histórico del mestizaje que dio pie a la raza cósmica definida por José Vasconcelos, Encuentro o Choque que también incluye a la corrupción:

Don Hernando se topó con un pueblo noble profundamente espiritual y por ende supersticioso.

Como gobernante tuvo la ayuda de los naturales que sin darse cuenta se traicionaron a sí mismos: disfrutó el haber representado al mítico Quetzalcóatl, la deidad que había abandonado a los indios prometiéndoles regresar.

Como político ejerció el control valiéndose de su paradójico poderío militar, fuerza consistente en el uso de la pólvora y la táctica castrense-criminal de sus cuatro centenas de soldados sedientos de sangre, sexo y riqueza.

Como hombre ambicioso supo manipular al pueblo, igual que pudo haberlo hecho Quetzalcóatl, el “dios blanco” que seis siglos antes se había esfumado de la faz de la tierra.

Como creyente se valió del pensamiento mágico del indígena, condición que le permitió utilizar la estrategia basada en producir temor entre los caciques que, de acuerdo con sus costumbres, ejercían el control del pueblo llano.

Como ser humano fue una basura: genocida, frío, cruel, temerario, violador, ambicioso, traidor, falso, pragmático, mañoso, calculador.

Como católico se sintió apoyado y perdonado por Dios a través de los “emisarios del Ser Supremo”, entre ellos —sin demérito de su confesor en turno— Bernardino de Sahagún, Vasco de Quiroga, Pedro de Gante y Bartolomé de las Casas, los frailes cuya misión, además de catequizar, fue la de rescatar la cultura indígena, implantar ideas sociales, establecer el sistema educativo amerindio, preservar la vida útil de los naturales de América y perdonar los pecados de la españolada, faltas que los alcanzaron para, supongo, herir su espíritu religioso lleno —también lo presumo— de buenas intenciones.

Todo ello, insisto, bajo el enorme manto del catolicismo español, protección que hizo las veces de lastre al desarrollo intelectual, científico y cultural de México.

Gatopardismo a la mexicana

Con el Encuentro o Choque de civilizaciones apuntado arriba, empezó en América la conformación de la nueva sociedad cuyo sincretismo se formó con la otra mezcla, la de los fetichismos de dos pueblos: el conquistador y el conquistado. Esta lucha espiritual —todavía vigente— fortaleció las creencias sustentadas en la magia y reforzó las formas y estilos para engatusar, corromper, mentir, disfrazarse, sobornar y extorsionar, costumbres que impactaron a los religiosos de los siglos posteriores y, entre otros afectados, lastimaron a creadores como Sor Juana Inés de la Cruz.

Ni el incienso ni los rezos ni las promesas del cielo o la amenaza del inframundo, lograron espantar a los “malos espíritus” hoy posesionados del alma de los gobernantes que llegaron al poder ricos o pobres, casi todos descendientes ideológicos de Hernán Cortés, no importa que entre ellos estén los auto denominados políticos de la cultura del esfuerzo: unos y otros se disfrazan de pueblo; los ricos de prosapia con la intención de permanecer “donde hay”; y los audaces o pobres de origen para ser aceptados en el selecto club en el que aquel que no huele a dinero apesta. Esto último me consta.

La modernidad obligó al rico a inventar nuevos métodos para seguir explotando al pobre.

El pobre que pudo llegar al poder se vio obligado a adoptar estilo y costumbres de quienes se hicieron millonarios aprovechándose de los programas del gobierno y las inclinaciones corruptas de los gobernantes. Cada cual, a su manera, siempre dispuesto a manipular la confianza del proletariado para incrementar sus fortunas personales basándose en la siguiente fórmula: los que otrora se hallaban en el sector de los jodidos, hoy empeñados en crear su riqueza económica y por ende el bienestar de sus herederos; y los que siempre han sido ricos, sacándole provecho a las necesidades de la gente.

Puedo decir que con esta simpleza ha funcionado el sistema político mexicano que por cierto bien conozco. No importa quién sea el mandatario en turno o cuál el partido en el poder. La mayoría de los gobernantes han sido (a mí me ocurrió) y serán succionados por la gran estela que dejó aquel capitán peninsular: forman y formarán parte de la rémora que produjo Cortés, el conquistador, insisto, de un pueblo sencillo, crédulo, inocente e impresionado por la imagen del hombre blanco y barbado, icono que pudo haberles recordado a quien seiscientos años antes arribó a las costas de América, llegada que —cuenta la leyenda— fue consecuencia de alguna de las contingencias marinas que empujaron a uno o varios grupos de navegantes de occidente. ¿Vikingos, chinos, siberianos, extraterrestres? O mucho antes de acuerdo con el descubrimiento en Quintana Roo del esqueleto “Naía” que durante 12 mil años estuvo sumergido en una cueva u “Hoyo Negro”, espacio lacustre donde reposa la información científica sobre la vida que existía al final de la última era de hielo.

Han pasado más de quinientos años del arribo de Cortés al entonces territorio dominado por los aztecas. En ese lapso los mandatarios cambiaron sí, pero para hacer lo mismo que sus antecesores. La modernización de la clase gobernante ocurrió, más que por un proceso de desarrollo, para establecer su dominio sobre quienes fueron y han sido testigos fortuitos de la devastación de los bosques y el medio ambiente, actitudes que —ahora parafraseo a Reyes— han hecho de ésta una tierra salitrosa y hostil.

El reflejo negro

El político mexicano actúa como si estuviera encantado por el “espejo negro de Tezcatlipoca”. Le atrae ese influjo. Se mete dentro del cristal azogado para, desde ahí, ver el reflejo invertido de su propia imagen. Digo “espejo negro de Tezcatlipoca” porque en él suelen mirarse aquellos que adoptan la vileza de ese dios de la noche y, en consecuencia, actúan como si se acogieran al poder de quien —nos cuenta la mitología azteca— nunca cambia porque domina el tiempo y los sentimientos de las personas que resultan víctimas de los contrastes y dualismos, fenómeno que —interpreto la fábula— ha dado forma a este mundo imperfecto, contradictorio, alrevesado, legendario.

No debe extrañarnos que el rico producto de esa égida se crea con méritos para especular con el dolor y la miseria del mexicano pobre porque, la mayoría de las veces, necesita incrementar su capital. Ahora bien, si se trata de un ciudadano de origen humilde que tiene la oportunidad de ingresar al mundo del poder político, lo común es que imite al rico no obstante que en su fuero interno lo repudie porque para él y para los de su clase representa la contradicción social (hablo con conocimiento de causa).

El político pobre observa al rico como el dador de la oportunidad que le permitirá alcanzar los beneficios de la riqueza. Y el rico piensa en los pobres sólo porque le interesa mantener vigente el proyecto que incluye su renuevo público constante, popularidad que le ayudará a incrementar su capital y permanecer activo en la vida pública. El orgulloso y petulante dispuesto a negociar con aquellos que explota, siempre y cuando saque provecho a esas concertaciones. Y el hombre-pueblo listo para resignarse con el trato, cualquiera que éste sea, incluso ofreciéndose a engañar a sus semejantes, igual que como en su época lo hicieron los caciques cuyo interés se basó en quedar bien con Hernán Cortés, sin importarles traicionar a su raza, la de bronce, la cósmica.

El que fue pobre y, por ende, “producto de la cultura del esfuerzo”, ve a su pueblo con ternura pero convencido de nunca más volver a esos sus orígenes modestos. Se corrompe para huir de la pobreza. Y a pesar de que se llene la boca presumiendo su pasado (aquí no me pongo el saco), lo que dice lo exterioriza de dientes para afuera, consciente de que entre más dinero tenga más lejos estará de regresar a esa triste etapa de su vida. Esto lo convierte en el moderno cacique siempre dispuesto a vender a los suyos, si de obtener dinero o poder político se trata.

De pobres a millonarios

Conforme a la costumbre o tradición política mexicana, el que gobierna a la sociedad de cualquier estado o incluso del país, es porque antes de llegar tuvo que comprar voluntades o alquilar simpatías, “inversión” que el rico o sus benefactores suelen recuperar a través de los programas de gobierno o, lo que es lo mismo, del dinero público. Son los “suertudos” que se creen elegidos de Dios y por consiguiente merecedores de los beneficios terrenales provenientes de la bondad de Jehová, Cristo, Mahoma o el Universo, depende de sus creencias.

Después de esta larga y comprometedora reflexión me he preguntado: ¿Cómo diablos extirpar la corrupción?

Encontré una respuesta basándome en la lógica del tiempo que vivimos y en la experiencia que nos brinda la historia:

La sociedad, organizada o no, deberá hacer del conocimiento público lo que sus integrantes saben y les consta, ya sea por alguna lección personal, o porque la suerte les hizo testigos de calidad, o debido a que la casualidad los convirtió en damnificados del poder. Cualquier acusación bien fundamentada dará mejores resultados que el guardar el secreto por miedo o comodidad. Hay que decir no al anonimato que suele ser utilizado para denunciar a los enemigos, tal y como ocurrió durante la Inquisición. Vivimos en una época de apertura total gracias a las redes sociales.

Acto de contrición

La denuncia resulta eficaz para librarse del olvido que se produce cuando el poderoso ve a los demás como una estadística. Se trata de un acto que en el peor de los casos atemperará la corrupción. Claro que existen riesgos; sin embargo, como lo sugiero en el párrafo anterior, éstos se minimizan si el pueblo hace suya la causa. Recordemos que la mayoría social puede demostrar su fuerza mediante la verdad, la mejor de las armas para derrotar a los “déspotas ilustrados” de nuestra época, clones por cierto de Hernán Cortés.

Prácticamente todos los servidores públicos serían los enemigos a combatir. Esto porque esa gente ha hecho de México el paraíso de la corrupción institucionalizada. Empero, no obstante los cientos de miles de voces dispuestas a unirse, este tipo de batallas resultarían ineficaces sin la participación de las redes sociales que —lo hemos visto y comprobado— propician el rumor como preámbulo a la denuncia que durante décadas se mantuvo bajo el cieno de la laguna de la información política.

Confiemos pues en que algún día ocurra ese milagro laico y que despierte la nación. La semilla está sembrada y se ha dispersado por el territorio nacional. Confieso apenado que yo no la sembré. Vaya, ni siquiera regué su espacio. Por ello, con estas reflexiones busco mitigar los efectos de mi negligencia y al mismo tiempo incentivar en la sociedad la necesidad y el deseo de la denuncia responsable y fundamentada.

Pensar en México es la única forma de poner en práctica la posdata de nuestro paso por este mundo donde el lastre de la corrupción nos ha mantenido pegados al suelo. Despleguemos las alas que provee la imaginación y alejémonos de los espacios inundados de boñiga política.

Alejandro C. Manjarrez

Revista Réplica