El costo del poder (Crónicas sin censura 146)

Réplica y Contrarréplica
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EL COSTO DEL PODER

Empieza de una vez a ver quién eres, en vez de calcular qué serás.

Franz Kafka

Quien se entrega a sus pasiones labra sus prisiones.

Dicho popular

 

Ya era gobernador electo. Había llegado a cumplir su sueño gracias al feeling que lo convirtió en el político más amable y seductor de aquella generación. Sólo tuvo que conquistar a los grandes de la época, y no precisamente haciendo gala de cultura, sino exhibiendo su extraordinaria capacidad para encontrar las debilidades y satisfacer los gustos de quienes lo rodeaban. Allí estaba, pues, en la suite 901 del entonces Mesón del Ángel, disfrutando el inicio del poder sexenal que concibió diez años antes, cuando ocupaba la secretaría particular de Joaquín Álvarez Ordóñez, director de Obras Públicas del DDF.

Sabía que su triunfo personal también era motivo de satisfacción en su círculo familiar. Pero esto, más que alentarlo, lo preocupaba debido a que sus familiares ya estaban festinando lo que, según ellos, sería su consolidación económica personal: hermano, hermanas, cuñados, sobrinos y primos querían abrazarlo y compartir con él semejante alegría.

Guillermo Jiménez Morales miró las tarjetas donde figuraban los nombres de toda la parentela ubicada cerca del improvisado despacho. Las leyó y le dijo a René Salas, su ayudante personal:

—René: dile a mis hermanos que pasen. Pero antes adviérteles que se dirijan a mí como “señor gobernador”. Que no me vayan a tutear.

Intuyo que la recomendación cumplida sin ningún protocolo dejó fríos a Beto, a doña Pilo y a don Arnulfo, principalmente. Y que esa sensación se la transmitieron a sus hijos, entre ellos el brillante universitario Manuel Giorgana Jiménez. Todos, incluido el joven soñador, presintieron que sus castillos estaban a punto de caer al suelo. Sin embargo, resignados, ingresaron sonrientes a la habitación del “señor gobernador”. Y allí confirmaron lo que habían supuesto: en ese sexenio no habría de Piña.

Imagínese usted la frustración de la familia, actitud que en algunos casos se convirtió en resentimiento. Hubo que esperar un sexenio más. Y junto con esa espera, sufrir los embates del fracaso económico que, cual espada de Damocles, pendía sobre ellos. Uno, Alberto, se vio obligado a hacer circo, maroma y teatro para no perder los pocos bienes que le quedaban. Y los otros se amarraron la tripa, es decir, entraron a un periodo de austeridad pueblerina. Paciencia y resignación fue la conseja familiar del sexenio jimenista.

Seis años más tarde, Beto le dio la vuelta a la tortilla; igual hizo don Arnulfo Giorgana y su respetable esposa. Y volvió el optimismo a la familia marginada por el poder del hermano menor, sobre todo en los vástagos que de manera directa sufrieron la época de las vacas flacas: había llegado a Puebla Mariano Piña Olaya, el guerrerense adoptado por el “huachipower”, el hombre que cumplió su compromiso más allá de lo que esperaba esta fracción de las familias Jiménez y Jiménez Giorgana. Aquí sí hubo de Piña, pues.

Empero, no faltó el prieto en el arroz: don Alberto decidió despacharse con la cuchara grande, captando para sí las posiciones que, de acuerdo con la ética caciquil, deberían haberse repartido de manera familiar y equitativa. Fue así como la designación del primogénito del “Gran Asesor” impidió a los primos Giorgana hacer carrera política en Puebla: los Jiménez Arroyo se quedaron con todo el pastel, circunstancia que propició el amargo sabor de la hiel que hoy se manifiesta en las declaraciones y descalificaciones espetadas por algunos familiares.

A dos décadas de distancia, la familia Giorgana Jiménez vuelve a estar en el umbral del poder, en este caso el Legislativo. Doña Pili, don Arnulfo e hijos, así como nuera y yerno que los acompañan, prendieron sus veladoras para que Víctor Manuel resultara ungido presidente de la Gran Comisión y, por ende, líder y responsable del presupuesto del Congreso local, además de representante de los diputados en todos y cada uno de los actos cívicos, protocolarios y oficiales, compartiendo los reflectores con el gobernador del estado y el presidente del Tribunal Superior de Justicia. Y robándoles cámara para atraer sobre sí las naturales grillas, enconos, envidias y resabios, venganzas, críticas y reclamos.

Es, pues, el costo del poder. Y la cosecha de lo sembrado.

Alejandro C. Manjarrez

Revista Réplica