El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 40)

Réplica y Contrarréplica
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“A la mejor molendera se le pasa un chile entero”

Había ingresado al proceloso mar donde los demonios se pondrían de acuerdo para ahogarme. Fui nombrado enemigo público (el número uno ni más ni menos) de los maleantes que se dedicaban a producir y contrabandear droga. Al desaparecer Yanga, el cártel que comandaba se dividió y los jefes de línea pelearon por el control de la región. Todos ellos querían correr las fronteras para ampliar su territorio. Esto desató una terrible lucha que en escasos treinta días produjo muchas muertes, quizás trescientas, diez por jornada laboral. Los entierros clandestinos complicaron el registro de caídos en esa terrible guerra entre las tribus que con las cabezas de sus enemigos y las piras crematorias mostraron su salvajismo.

Para navegar en ese embravecido océano, necesitaba la ayuda y protección de una santa como Úrsula, divinidad que además tendría que apoyarse en las once mil vírgenes, como las que —según dijeron los milagreros del siglo xvii— habían protegido al ultramontano Aguiar y Seixas cuando éste cruzó las borrascas marinas en el barco que trajo al nuevo mundo. Por ese auxilio —aseguraron los católicos de aquella época enmarcada por la simonía— su Eminencia llegó a América sano y salvo, de puritito milagro pues.

En esta etapa de mi periplo por el mundo de los vivos encontré una venturosa solidaridad social, misma que pude captar a través de las acciones del siap. Eran como las vírgenes de la leyenda religiosa, pero ahora convertidas en personas de carne y hueso (más de tres mil). Sin embargo, como solía ocurrir, ninguna o ninguno de ellos con la castidad como característica. Hablo de la red de informantes que incluyó a los curas, tejido que funcionó como Mary y yo lo planeamos. Por ello, en razón a estas prevenciones, logramos desarticular varios atentados en mi contra: uno de ellos derivado del pitazo y la ayuda de Lee Berriozábal, intervención que produjo la paradoja más venturosa del que fue un año crítico para el estado que goberné.

Fuego amigo

Las diferencias entre Lee y Guaraguao se agravaron en cuanto el primero llegó a la Sierra Norte. Después me enteré que los dos se tenían ojeriza por celos, el profesional y el que provocan las mujeres que mantienen las piernas abiertas para —diría una de mis comadres de la Mixteca— evitar que su tesorito agarre un olor aposcaguado. La eficiente Adela me puso al tanto demasiado tarde. “Uy, patrón —dijo en cuanto se enteró de mi decisión—: acaba usted de convertir a Cuetzalan en un palenque. Esos dos gallos se van a matar a navajazos. Se traen ganas desde que el chino se la sentenció a Rasputín, dizque por haber matado a su compadre Juan Romo”.

Aparenté sorpresa. El comentario confirmó lo que previne basándome en esa y otras rivalidades. “Algo tendrá que pasar —me dije—. Lo menos positivo para mi causa es que sólo uno de los dos termine muerto”. Y así ocurrió a la semana de haberlos juntado.

De acuerdo con la confesión que me hizo Raúl Lee, desde su arribo a Cuetzalan encontró a Rasputín bastante cambiado y rarito. “Me hizo la vida pesada, Jefe —reveló Raúl—. Una semana después de estires, aflojes, gritos y amenazas supe del plan preparado por Guaraguao para simular un asalto a su comitiva, Gobernador. La intención era que en esa refriega lo mataran valiéndose de la confusión. Le reclamé su deslealtad. Nos peleamos y entre empujones, manotazos y golpes salieron a relucir nuestros fierros”.

El chino presumió al decir que él fue más rápido con su arma; que la operó antes de que Rasputín lo matara. “Haga de cuenta que Juan Romo manejó mi mano para disparar la bala que partió en dos el corazón de su asesino”, comentó orondo. Al concluir lo que parecía el relato de un western lleno de actos heroicos, Lee Berriozábal aparentó la pesadumbre y congoja que forman parte de la picaresca oriental.

No tuve que pensarlo mucho. Apliqué el viejo dicho que un día le escuché a mi abuela: “Más vale creerlo que averiguarlo”. Seguí la conseja y evité caer en las honduras que forman las indagaciones policiacas y las averiguaciones ministeriales. Ordené al Procurador que sus servicios periciales determinaran que Gabriel Guaraguao había muerto en un enfrentamiento con los narcos. Lo curioso es que ese subterfugio anticipó lo que habría de pasar poco tiempo después.

Sincretismo eucarístico

A dos semanas de ocurrido el hecho sangriento que acabo de relatar, Isabel Coss se explayó para decirme que su hermana le había confiado que tanto Romo como Guaraguao y Lee empezaron su amistad cuando Yanga los presentó, precisamente en casa de su hermana Irene. “Por el carácter violento de los tres —me confió Isabel—, a los pocos días de haberse conocido, tuvieron un pleito que los distanció. La diferencia la causó una mujer. La tipa se recreaba con los celos de los dos hombres. Los metió en una absurda competencia sexual: ambos pelearon disputándose los favores carnales de la cachonda dama cuyo nombre, por desventura o justicia divina, se perdió entre el montón de apodos producto del ingenio de los habitantes que moran en la huasteca veracruzana”.

Rememoraba sobre aquellos hechos sangrientos para redactarlos como lo acabas de leer, cuando Sor Juana volvió a hacer acto de presencia en mis cavilaciones. “Ella ya hubiese escrito alguna décima sobre el nuevo rito mexicano —me dije ensimismado—. O sea una especie de Eucaristía tan o más escandalosa y alucínate que la encontrada en México por los frailes españoles, entre ellos Bernardino de Sahagún. Pero ahora inspirada en el sacrificio de hombres, mujeres y niños víctimas o no del fuego cruzado”.

El día en que repliqué este comentario ante el arzobispo Del Río, su Eminencia adoptó una preocupante seriedad. Se mostró molesto por mi atrevido símil. Su reacción me indujo a ampliar mi aportación y puse como ejemplo las plazas públicas de varias ciudades. Le dije que éstas se habían convertido en el Templo Mayor. Apostillé con el siguiente relato: “Como la edificación que encontraron los frailes en México-Tenochtitlán y que hoy es la sede para los sacrificios de una ceremonia que también obedece al sincretismo mexicano. Recuerde usted, señor Arzobispo, lo que Sahagún descubrió: la semejanza entre los ritos indios y cristianos”.

Por respuesta a mi cápsula cultural, Froylán emitió un extraño refunfuño reprobatorio antes de darse la media vuelta y pronunciar las siguientes palabras:

—Que tenga buena tarde Gobernador. Rogaré a Dios para que lo ilumine y le quite de la cabeza eso de relacionar el pasado y la actualidad con lo que parece la malsana costumbre que lo hace desdeñar las bondades del catolicismo.

¡Zas! Sentí el golpe en mi ego. Lo peor es que tuve que tragarme la contrarréplica porque su Eminencia puso polvo de por medio. Me quedé perplejo pues. Y además con las ganas de defender mi tesis histórico-religiosa. El destino me había negado la oportunidad debido a que el arzobispo Del Río salió de la sala de juntas en medio de una turbulencia que succionó todo, hasta mi capacidad de reclamo. “Habrá otra oportunidad”, musité y di vuelta a la página.

Alejandro C. Manjarrez