La Pluma y las Palabras (Problemas nacionales)

Réplica y Contrarréplica
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PROBLEMAS NACIONALES

Uno de los más graves y complejos problemas que tiene que confrontar el país, y cuya inminencia acrece por momentos, es el de la reanudación de los servicios de la deuda pública exterior y la regularización de la deuda interior. En distintas declaraciones oficiales la Secretaría de Hacienda ha hecho saber que las negociaciones entabladas entre el secretario del ramo y el Comité Internacional de Banqueros están ya en sazón y que, de hecho, un acuerdo de principios ha intervenido mediante la aceptación, de parte de los banqueros, de tomar la capacidad de pago de la nación como base esencial del nuevo convenio contractual. Y el grado de inminencias respecto a los arreglos finales puede medirse por la información que nos viene de allende el Bravo dando a saber que uno de los últimos viajes del embajador Morrow a los Estados Unidos tuvo por secuela la celebración de una conferencia entre dicho personaje y los principales magnates de la banca neoyorquina —J. P. Morgan y Thomas W. Lammont— para sentar las bases de una dación de México…

Es menester, pues, que con el mismo afán con que se abordó en la prensa nacional el estudio de otros problemas de importancia, tal que el de la expedición del Código del Trabajo, se trasladé a esa prensa la contemplación de este otro problema —reservado hasta hoy a la consideración de los técnicos que llenan las columnas de las revistas destinadas exclusivamente a las disciplinas económicas—, para que la opinión pública pueda señalar orientaciones precisas en torno a una cuestión posiblemente vital para el país, ya que de su resolución habrán de depender, con mucho, el desarrollo o la anemia de la economía nacional.

Conviene, desde luego, templar el espíritu público para que no vuelva a producirse un exceso de optimismo que impida recoger en todo su valor las recientes lecciones que se proyectan con la impenetrabilidad del convenio De la Huerta-Lammont y el desastre de la Enmienda Pani. El público supuso, al firmarse los primeros arreglos posrevolucionarios de la deuda exterior, que el secretario de Hacienda retornaba portador de la llave de oro que habría de abrir al país, francas, las puertas del crédito en los grandes mercados mundiales… Así, —se pensaba— no importarían los sacrificios que representara el desembolso de las fuertes anualidades estipuladas, si se veían compensados por la perspectiva de una corriente de capitales que se desbordarían sobre el país al reanudarse, simultáneamente con los pagos que hiciera el Estado, el uso que el propio Estado y los particulares hicieran del crédito. La realidad, sin embargo, ha probado con exceso de elocuencia, que la reanudación de los servicios de la deuda pública, en nada contribuyó para modificar la actitud recelosa del capitalismo extranjero, ni, por ende, para rehabilitar el crédito nacional.

Debe entenderse, en consecuencia, que al promoverse el arreglo definitivo de la deuda pública, la nación se dispone, simplemente a cumplir con honestidad sus obligaciones, pero ello, dentro de los límites estrictos de sus posibilidades, amparándose en los principios modernos que han señalado la capacidad de pago de las naciones, como base para el reajuste de las deudas de los Estados, a modo de que jamás la aceptación de obligaciones desmesuradas provoque el desquiciamiento de nuestra capacidad productora o la enajenación potencial del país.

Subsecuentemente, será necesario que el personaje —o personajes— a quienes corresponda el honor de representar al país, tengan presente que la más fecunda lección que se proyecta en la vida moderna, es la que ofrece el Reich alemán al vincular el interés de sus acreedores con el desarrollo de su propia economía, hasta lograr que éstos —los acreedores, que eran los enemigos implacables en una guerra despiadada— se convirtieran hoy en celosos guardianes de la economía germana, a la que nutren con el oro de sus refacciones, a la que impulsan hasta llevarla al mayor grado de perfeccionamiento, a la que velan buscándole nuevos mercados y protegiendo sus cambios en el exterior; todo ello por medio de una institución superbancaria y de carácter internacional; esto es: en la forma en que no se lesionen, ni se toquen siquiera, los tributos inherentes a la soberanía del Estado.

Por lo demás, si no hay una causa urgente que mueva al gobierno a liquidar el problema de la deuda externa: si el motivo esencial es una razón de ética en la práctica nacional, es de aconsejarse a nuestros negociadores que no precipiten los arreglos que tienen encomendados hasta que la opinión pública se ilustre ampliamente sobre el grado y el alcance de obligaciones contraídas y las modalidades como han de solventarse, y hasta que se resguarden con todo celo los intereses vitales de la nación.

Ya penetrando al análisis de la materia, lo primero que viene a la mente es señalar que la deuda pública no debe considerarse separadamente, sino en su conjunto. Si va a estudiarse la capacidad de pago del país para determinar la forma como ha de cubrir sus obligaciones, lógicamente debe formularse con antelación el monto de esas obligaciones comprendiendo, así la deuda exterior como la deuda interior.

Por oposición a quienes opinan que debe concedérseles prioridad a los acreedores del exterior sobre los del interior, o viceversa, el autor de estas líneas sustenta la tesis de que unos y otros deben ser tratados bajo un pie de igualdad. Otorgar preferencia a los acreedores extranjeros, o liquidar ese problema al margen del que comporta la deuda interior, como lo hicieron los señores De la Huerta y Pani, representaría a más de la creación de un privilegio en favor de los tenedores de bonos extranjeros, la imposibilidad, de hecho, de cubrir aunque fuera más tarde las obligaciones de la deuda interior, pues debiendo llevarse hasta el límite de la capacidad de pago de la nación el monto de la anualidad de la deuda, si ese límite se cubriera con la anualidad de la deuda exterior, no quedaría un céntimo a los tenedores de casa. Por el contrario, otorgar esa preferencia a los tenedores de créditos del interior, si bien permitiría que las cantidades desembolsadas para esos pagos volvieran inmediatamente a la circulación, en cambio incapacitaría al Estado para cubrir en lo mínimo sus obligaciones con el exterior. La solución, en consecuencia, podría ser conveniente y hasta útil, pero no satisfaría las razones de ética que han movido al gobierno a plantearse el problema de la reanudación de los servicios de la deuda exterior.

Así pues, lo razonable y lo justo —sin que por ello peque de antinacionalista— es considerar el conjunto, incluyendo en él la deuda interna y la externa, con todas sus modalidades y en todas sus formas; esto es: promover una gran consolidación de la deuda pública nacional.

Según estudios que han hecho sobre la materia expertos de la talla del joven economista y escritor Antonio Espinosa de los Monteros, los servicios de la deuda pública, considerados de urgencia y comprendiendo: la deuda consolidada exterior, la deuda consolidada interior, la deuda consolidada interior sin intereses, proveniente de la flotante, las deudas no consolidadas, los montepíos y pensiones y la deuda flotante, reclamarían una anualidad mínima de cincuenta y cinco millones de pesos: en la inteligencia de que no queda incluida en este acervo la deuda agraria, que se acrecienta por el desarrollo del programa de dotación ejidal acometido con firmeza por los tres últimos gobiernos nacionales.

Frente a estos cálculos que sobrepasan con mucho, y sin género de duda, la capacidad de pago de la nación, no hay quien pueda precisar con exactitud —ni siquiera aproximadamente— la cifra que represente las posibilidades nacionales para cubrir las obligaciones del país sin mengua de la fuerza vital de nuestra economía.

Lo interesante, sin embargo, no es señalar esta o aquella otra cantidad, que habría de ser forzosamente convencional, sino establecer los principios por los cuales se rija la investigación sobre la capacidad de pago del país y la reinversión en México de las sumas destinadas a cubrir los servicios de la deuda, particularmente la externa, pues de otra suerte, la exportación de capitales sin contrapartida y sin medidas de defensa, terminaría por hundir en la ruina a nuestra ya anémica economía, sin que por ello se beneficiaran nuestros propios acreedores.

En próximo ensayo trataré de estudiar estos interesantes temas cuyo desarrollo reclama un espacio mayor de los límites de este artículo.

El Nacional, 21 de diciembre de 1929.

Froylán C Manjarrez