La Pluma y las Palabras (Frente a la conjura militar sin precedente)

Réplica y Contrarréplica
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FRENTE A LA CONJURA MILITAR SIN PRECEDENTE

Una vez más sobre la faz de la nación sopla el viento huracanado de la guerra civil, y no es posible que a la hora en que se proyectan acontecimientos de tal magnitud, los escritores que estamos atentos al pulso de la vida nacional e internacional permanezcamos sordos y mudos, como si no nos interesara individual y colectivamente los destinos del país.

La intelectualidad en México no ocupa los rangos que le corresponden como élite de la sociedad, porque en los momentos de zozobra y de inquietud, cuando la nación se enfrenta con graves peligros, permanece quieta y medrosa, alejada de la contienda: y no son dignos de erigirse en orientadores de la colectividad, quienes, al producirse las grandes crisis sociales y políticas que ponen a prueba la firmeza y la sensibilidad de los hombres, se emboscan en la literatura o en disquisiciones extrañas a la palpitación intensa de la masa común.

Tiempo habrá de sobra para que reanudemos el estudio o contemplación de los temas que nos son dilectos. Lo interesante en este momento es desentrañar las enseñanzas que se desprenden de la crisis actual, dolorosa pero fecunda, no sólo para que se aquilate esta página histórica, sí que también, y sobre todo, para que no se pierda en el tiempo el valor de esta ruda lección.

Jamás —magüer la historia de México en los últimos cuatro lustros ha sido asaz turbulenta, pródiga en revoluciones, rebeliones y cuarteladas— una conjura militar tuvo tan vastas ramificaciones como ésta que estalló el 3 del actual y que amenazó con destruir en su misma base las instituciones de la República. Con dos honrosas excepciones —las de los generales Juan Andrew Almazán y Lázaro Cárdenas— todos los divisionarios a quienes se había confiado el mando de los cuerpos del ejército hicieron armas contra el gobierno nacional; y ha sido, empero, ésta, la rebelión aplacada con mayor facilidad y con menor derramamiento de sangre. El peligro para la estabilidad del gobierno sólo tardó breves horas, al cabo de las cuales se operó la más saludable reacción. Después, la rebelión fue destruyéndose a sí misma, y hoy puede afirmarse de fijo que ha quedado formalmente vencida.

Uno de los principales núcleos rebeldes —el de Veracruz— que era sin género de duda el que llegó a constituir una amenaza inminente, quedó aniquilado en un solo día sin que hubiera sido menester el desarrollo del plan de campaña formulado por el gobierno; y Aguirre dejó de ser un problema militar para convertirse en un minúsculo caso de policía rural… Principia a desintegrarse el bloque sonorense, que se estimaba como el más sólido de entre las tropas sublevadas. Y marchan en constante retirada los insurrectos de Coahuila, Durango y Chihuahua, sin osar presentar mínima resistencia al Ejército de Operaciones lanzado sobre ellos.

Puede decirse, en consecuencia, que más que una campaña militar, es un paseo triunfal este que van haciendo las divisiones federales, sobre los territorios sustraídos a la autoridad por los rebeldes…

La conciencia del honor militar

Se equivoca quien, al observar el fracaso rotundo de los jefes de la revuelta —y particularmente el de Aguirre—, imagine que ha sido el resultado de su impericia. Soldados, y soldados aguerridos, cuyo valor y competencia fueron puestos a prueba a través de nuestra larga guerra civil, son en su mayoría éstos que voltearon contra el gobierno las armas que la nación habíales confiado. Lo que sucede es que el caudillo no es ya dueño de la voluntad de los generales subalternos y de los jefes y oficiales que comanda, porque en la conciencia de éstos ha germinado con plenitud el concepto del honor militar que les impone guardar fidelidad a la suprema y legítima autoridad del país.

Esta es la mejor enseñanza de la dura lección de esta hora. Y por ello, aunque sea bien amargo mirar cómo van derechamente al destierro o a la muerte muchos camaradas y amigos con quienes vinculamos nuestra vida en la edad de oro de la revolución, tenemos derecho a creer que es éste el último crisol en que va a depurarse el ejército surgido desde la misma revolución, triunfando en él la clásica doctrina que le fija como marco y norma de sus deberes, nada más ni nada menos: la defensa de la integridad nacional y la salvaguardia del orden y de las instituciones patrias.

El gobierno, así, felizmente, no se sustentará en lo de adelante en el prestigio de los príncipes de la milicia, sino en la lealtad de estos soldados que han adquirido a conciencia la conciencia de sus responsabilidades.

Una regresión al militarismo

Pero hay más: la rebelión actual difiere esencialmente de cuantas se han pronunciado en los últimos años, en que no se sustenta en un estado de opinión, siquiera fuera parcial, de la colectividad, ni tampoco se perfila con algún gesto gallardo.

Aguirre y Manzo, obrando simultáneamente y de la misma guisa, pretendían engañar al Presidente rindiendo partes de que iban a batir, por rebeldes, al gobernador Tejeda y al general Armenta cuando eran ellos los que tomaban el camino de la rebelión. Caraveo, Urbaliejo y Amaya protestaron por tres días —aunque tímidamente— adhesión al gobierno, para unirse después a la infidencia.

Y Escobar —jefe al fin de la asonada— excedió a sus compañeros en la forma de consumar su deslealtad: ¡protestaba fidelidad al Presidente a la misma hora en que embarcaba las tropas a su mando para dar un golpe de mano sobre Monterrey!

¿Qué régimen podía haber surgido jamás de tamaña amoralidad? Los jefes rebeldes no pueden representar un anhelo de renovación, porque ellos mismos forjaron o estuvieron contestes en la constitución del actual estado de cosas gubernamental, y son, por lo tanto, históricamente, solidarios y responsables de la obra del gobierno que hoy dicen combatir!

No es tampoco el grito de rebeldía por la violación de los postulados del viejo programa revolucionario lo que animó la revuelta, porque no se señalan a la autoridad —según el testimonio de sus mismos opositores, de entre los cuales tiene un alto valor el del licenciado José Vasconcelos— actos que vulneren por su gravedad los fundamentos mismos de la revolución. Y no es, en fin, el resultado del choque de las pasiones políticas, —que si no alcanzaría a justificar la rebelión, al menos la disculparía—, porque la campaña cívica para la renovación del Poder Ejecutivo apenas se halla en sus albores.

Es, simple y llanamente, un propósito preconcebido de acabar con los formalismos constitucionales para seguir por la pendiente fatal de la dictadura, por donde se despeñan tantos pueblos sometidos a la voluntad de los más audaces de los hombres.

El fin del caudillaje

La reacción del militarismo después de que se ofreciera solemnemente al país adentrarlo a un régimen democrático e institucional, era un fenómeno que congestionaba el ambiente, y sólo el deber de no propagar aquello mismo que se teme y contra lo que más tarde sería menester combatir, impuso silencio a los escritores. El autor de estas líneas, con el director de este gran diario, tuvo ocasión de contemplar —durante su reciente visita a Mérida— el problema en toda su gravedad, porque ni era posible echar los cimientos de un régimen democrático sobre la arcilla representada por la existencia de un puñado de caudillos, ni era de esperarse que estos domeñaran a la fiera salvaje de sus apetitos, resignándose a sus funciones en aras de una era de civilidad.

Cuando, a la muerte del hombre que ejerció mayor autoridad y estuvo aureolado del más grande prestigio entre las huestes revolucionarias, se juzgó, llegado el momento, de proclamar el imperio de las instituciones, una duda asaltó los espíritus: había caído el león, ¿pero quién sería capaz de refrenar las ambiciones desbordadas de los cachorros?

La respuesta a esta inquietante cuestión viene a dárnosla el gobierno provisional de la República.

Se imponía una depuración. Había que derrotar a los caudillos, y los caudillos han sido ya vencidos sin que fuera necesario lanzar los rayos con que Zeus abatió a los titanes que osaron escalar los peldaños del Olimpo, el caudillaje en México ha quedado muerto y bien muerto, amortajado y embalsamado: lo mató el deber, al arraigarse en la mentalidad del ejército.

Ahora sí podremos ya iniciar la marcha por el sendero que lleve al orden institucional.

Generosidad sin flaqueza

Tocó en suerte a uno de los jóvenes de nuestra generación —de la generación que forjó su alma en el yunque revolucionario— advenir al poder en uno de los momentos más interesantes de la historia, para servir de puente entre el régimen personal y el de la mayoría de edad de la nación. Gobierno civil por experiencia, en este momento demuestra al país cómo el civilismo no representa necesariamente debilidad o flaqueza; pero nos enseña también cómo la firmeza y la energía no se escudan tampoco en la arbitrariedad.

Es menester castigar a los promotores de la asonada, y son o serán castigados, cuando Aguirre ofreció rendir sus armas a cambio de la vida, la respuesta fue rotunda y enérgica: ¡NO…! Pero tampoco caen cabezas de inocentes, ni se toleran persecuciones ni abusos… Y se registran actos de generosidad, como el perdón impartido a los jefes (tenientes, coroneles y mayores) y oficiales arrastrados a la rebelión de Veracruz…

Esto prueba bastante que el señor licenciado Portes Gil se ha colocado lejos de la ingenuidad del señor Madero o de las debilidades románticas de don Adolfo de la Huerta; pero lejos también de toda truculencia sanguinaria que hubiera manchado la albura de su obra.

En horas de conversación íntima, que he tenido el honor de pasar al lado del señor Presidente en estos días de emociones intensas, me parece haber comprendido la lucha empeñada entre los impulsos generosos de su sentimiento y la voz de sus responsabilidades históricas; unos, induciéndolo a una extrema magnanimidad; la otra, señalándole deberes ineludibles que reclaman ejemplares medidas de salud pública. Y de la intervención de estas dos corrientes opuestas, que obedecen ambas a razones de ética, se desprende el concepto humano de la justicia que rige en estos momentos: ¡generosidad sin flaqueza!

La evolución de los pueblos —me decía, más o menos—, semeja al desarrollo del árbol, que obliga a arrancarle las ramazones secas y muertas para que empuje sus retoños a lo alto. Y nunca como hoy, cuando la nación se ha expurgado empeñosamente de una tara que parecía en ella falta, he tenido tan grande fe en el país, porque ha podido abrirse ancho el sendero que lo conduzca a la meta de sus destinos…

Diario de Yucatán, número 1393, 23 de marzo de 1929.

Froylán C Manjarrez