La brigada terminal (Capítulo 16) El triunfador

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Capítulo 16

El triunfador

Simón tuvo muchas complicaciones con su agenda: declaraciones ante el ministerio público responsable de la investigación, entrevistas telefónicas con los reporteros de la prensa escrita y electrónica, incluida la CNN. Todos querían conocer las razones de la muerte de uno de los científicos más destacados de la NASA.

También llegaron a La paradoja los familiares de Rafael. Aparte de enterarlos de los pormenores de la tragedia, Simón tuvo que ayudarlos a identificar el cuerpo y realizar los trámites legales para su traslado.

La conversación con la viuda resultó tensa para Rocafuerte debido a que entre plática y pésames tuvo que encontrar la forma de inducir algunas respuestas. Esto porque necesitaba saber si la señora Ibarbuengoitia conocía los antecedentes de la Brigada.

Así, entre una y otra labor, Simón encontró el espacio para conversar con Ángela, Iñaki y Lauro: los cuatro tenían que analizar las causas del suicidio y encontrar una justificación concluyente, irrebatible.

         El ajetreo que había durado varias horas hizo mella en los semblantes de Ángela y Simón: se profundizaron las huellas de la edad. Al final del día ambos decidieron refugiarse en una de las solitarias salas de la residencia y aprovechar el momento para conversar sobre la experiencia sufrida:

–¿Habrá pasado la crisis? –preguntó Ángela recostada sobre el sofá de piel color índigo.

         –Creo que ya pasó… espero. Pero vamos, hazme un lugar en ese confortable sillón que combina con tus ojos. –dijo Simón. Ya junto a ella, con un tono de la voz apenas perceptible, le confió: –Sólo nos falta Juan Hidalgo. Lo que sabe el tipo es lo que más debe preocuparnos… No he podido dejar de pensar en lo que me dijo ayer sobre la supuesta carta póstuma de Rafael. Me preocupa la expresión facial que mostró cuando se refirió a la nota. Y más me preocupa su comentario sobre la Brigada Terminal…

         –Sí, si. En ello he estado pensando, Simón. Le doy vueltas al tema y no veo cómo pueda saber algo que sustente cualquier acusación en nuestra contra. No existen huellas ni datos comprometedores. Vaya ni siquiera lo de la carta de Ibarbuengoitia podría servir para incriminarnos. Pero suponiendo que si así fuere ya hubiera hecho algo. Es policía y actúa de acuerdo con esa condición...

         –Estoy de acuerdo. Y aunque dijo que lo viera como aliado, la sola posibilidad de que nos investigue me preocupa porque cambiaría nuestra vida de manera radical y tendríamos que suspender todo.

         –O volver a empezar conforme al plan B, posibilidad que debe alentarnos ¿o no?

         Rocafuerte estiró las piernas para acomodarse en el sofá. Y después de un profundo suspiro respondió en tono afectivo: –Así es. Como siempre, tienes razón Ángela: hay que conservar la calma. ¿No se te antoja un te de boldo, o de cualquier otra hierba que apacigüe los nervios?

         –¿Lo pido?

         –Por favor.

         Esta última frase impulsó a Ángela a levantarse del sillón para llamar por el teléfono interno a la cocina para ordenar una jarra de agua caliente y cuatro porciones de alguna de las infusiones que preparaba el chef de la casa.

–¿Conoce La paradoja? –preguntó Juan Hidalgo al chofer que lo había llevado al edificio de la policía.

         –Quién no la conoce. Es aquella residencia que se alcanza a ver –dijo el taxista señalando la casa que surgía de entre la roca y la vegetación. Tardamos unos quince minutos en llegar. Oiga señor, perdone la imprudencia, ¿ayer hubo un muertito allí?

         –¿Qué sabes de ello?

          –Nada más lo que escuché en la radio: que un tipo se suicidó. Hasta lo comenté con mi vieja. Le dije que no me explico por qué se matan los ricos ¿Por qué fue un suicidio, o no?

         –Eso dicen. Y yo contesto la duda que le manifestaste a tu esposa –dijo amable Hidalgo–: los ricos se matan cuando el dinero los enloquece o porque confirman que su riqueza no cura lo que a ti y a mí podría quitarnos el sueño pero no la vida…

         –Ah chingao, ¿cómo qué?

         –La tristeza o la depresión que aliviamos con un buen trago, confiados en la esperanza que es lo último que se nos muere.

         –Otra vez perdone usted, señor. Pero la tristeza a veces también mata. A mi compadre se lo chupó la bruja desde que se quedó viudo. Empezó a perder kilos hasta que se quedó como cuero viejo de tambor: amarillo y arrugado.

         –Debe haber estado enfermo…

         –Fíjese que no. Igual que otros cuates le entraba al chupe y comía como pelón de hospicio. Nunca se le vio enfermo hasta que murió su ñora. ¿O no lo embrujarían oiga?

         –Todo puede ser muchacho –dijo Juan con brusquedad para parar la plática. Su mente empezó a mezclar los hechos de violencia que había estado investigando. En la carta que Rafael dirigió a Simón sólo mencionó a la Brigada Terminal diciendo que no había podido con el sentido de culpa que le produjo el éxito científico de su trabajo. “Hemos roto la regla de oro, Rocafuerte, la que está en el Evangelio de San Mateo”.

         –Llegamos, señor –dijo el chofer.

         –Está bien. Quédate con el vuelto –le indicó Hidalgo dándole un billete de doscientos pesos–, y cuídate para que no te chupe la bruja. Evita beber y comer en demasía. –Sin esperar respuesta cerró la puerta y alcanzó a escuchar un entusiasta “Muchas gracias jefe. Lo voy a intentar un día de estos”. 

–Don Simón, ya llegó el señor que esperaba. Lo pasé a la sala roja –informó el ayudante.

         –Ofrécele algo y dile que enseguida voy…

         Rocafuerte le pidió a Ángela que subieran a la habitación donde había dormido la noche anterior Ibarbuengoitia. –Vamos a sentir la energía de nuestro amigo. Acompáñame a la que fue su última morada en vida. Y después pasamos al laboratorio. Más vale que le echemos un vistazo antes de hablar con Hidalgo.

         Tardaron poco más de quince minutos en hacer el recorrido de reconocimiento. No había nada comprometedor porque Lauro e Iñaki ya habían revisado el laboratorio con los ojos de la sospecha. Lo único nuevo fue la tristeza que parecía haberse integrado a la cálida decoración del lugar, y el frío interno que sintió Simón el día anterior, cuando se paró frente al destrozado cuerpo de su camarada.

         –Ya me entró la añoranza –le dijo a su amiga–; voy a extrañar al Rafael, y a su mayéutica…

         –Yo también Simón. Pero en este momento no podemos mostrarnos débiles. Era un tipo brillante sin duda. Y a pesar de ello nunca pudo librarse de los nocivos efectos del malvado hoyo negro cuya entrada tú y yo conocemos muy bien. Anda pues; ve a recibir a Hidalgo. Yo te alcanzo después para dar tiempo a que indagues sus intenciones…

         Rocafuerte se levantó del sofá y después de tomar los últimos tragos del te. Carraspeó antes de llamar a uno de sus ayudantes: –¿¡Dónde está el señor Hidalgo!? –gritó para que el visitante pudiera escucharlo. Ya recuperado del tropiezo emocional que le produjo recorrer los sitios que Rafael visitaba, se dirigió a donde lo estaba esperando el visitante. Al toparse con él, sin preámbulos ni cortesías y con voz firme le preguntó:

         –¿Cómo está eso de la Brigada terminal?

         –Pues esperaba que tú me lo dijeras? Respondió Hidalgo a bote pronto.

         –Y cómo quieres que te lo diga si no leí la nota póstuma que dices tener…

         El investigador se sorprendió porque esperaba que fuera otra la actitud de Simón. Pensó en la carta del suicida y se arrepintió de haberla destruido. Sin embargo, acostumbrado a llevar el control decidió repetir su contenido de memoria, adicionándole algunas frases que pudieran servirle de gancho para obtener más información:

         –¿Estás listo a escuchar el mensaje que te dejó Rafael?

         –¿Lo tienes contigo?

         –A buen resguardo por si se ofrece o lo pide la autoridad, que por cierto todavía no conoce su existencia. Pero me lo aprendí de memoria.

         –Entonces no lo puedo leer…

         –Ya lo harás a su debido tiempo…

         –Te escucho pues.

         –Vamos a ver… Resumo: Ibarbuengoitia dijo estar arrepentido por lo que hizo; por haber roto la regla de oro de San Mateo; por lo que pasó con la Brigada terminal, y también por tomar en sus manos lo que Dios había dispuesto para un futuro cercano. El resto lo sabes y de ti depende que lo analicemos para negociarlo…

         –¿Me estás pidiendo dinero?

         –¿Y tú estás dispuesto a ofrecerlo?

         –Basta ya de esgrima verbal, Juan. Dime lo que tengas qué decir y dejémonos de tonterías. ¿Tienes algo en mi contra? ¿Soy culpable de que mi amigo se haya suicidado?

         Hidalgo confirmó que estaba ante una persona inteligente y preparada para enfrentar lo inesperado. Meditó sobre la conveniencia de entrar a su terreno o seguir en la lucha de inteligencias, enfrentamiento que no lo llevaría a ninguna parte y que además haría más herméticos a los integrantes del grupo que, según su intuición, habían formado la Brigada terminal. Así que decidió ir al grano:

         –Eres un tipo preparado y muy hábil Simón. Al mirar estos libros –dijo señalando los estantes de la biblioteca– y además percibir su enervante aroma mezclado con el olor a madera, confirmo que estoy ante un hombre culto, preparado. Sabes que te investigo desde hace varios meses; que indago sobre las muertes de algunos miembros de la escoria social a quienes alguien entregó un regalo explosivo. Y también sabes que lo único que tengo en tu contra es la carta de un hombre que se suicidó. Así que escúchame antes de usar tus bien entrenadas defensas intelectuales: Rafael te aconsejó en la carta de marras que busques a uno de los jefes del GAFE, que es el grupo de elite entrenado para combatir a los narcotraficantes. Lo curioso, lo paradójico es que yo fui instructor en jefe de esa corporación. Y sé que lo único que saben hacer es combatir a los enemigos ocasionales y matarlos usando las técnicas de los boinas verdes gringos y de los kaibiles guatemaltecos…

         –Estaba enfermo el pobre de Rafael –interrumpió Simón para restarle importancia a lo acababa de escuchar.

         –Te tengo otra noticia: no estaba enfermo de nada. Se suicidó por la misma razón que induce a los suicidas: la depresión. Y digo que tu amigo estaba sano porque lo único que encontró el médico legista, por cierto uno de los mejores especialistas de México, es que su cerebro era atípico; es decir, pesaba más de lo normal y no tenía el hueco que comúnmente existe en la parte donde se da el raciocinio matemático (creo que se llama surco postcentral), característica que produce una mayor interacción neuronal.

–¿Y aquí en Huatulco está ese médico lumbrera?

–Claro, yo lo invité a venir. Vive y trabaja en el Distrito Federal. Y su especialidad es analizar las enfermedades cerebrales. Por eso descubrió que Ibarbuengoitia tenía la misma formación cerebral que tuvo Albert Einstein, lo cual quiere decir que tu amigo era un genio. Intuyo que tú lo sabías porque con esa fama egresó del Instituto Tecnológico de Massachussets, donde obtuvo los máximos honores. También en la NASA existe esa impresión ya que allí prestó sus servicios. Insisto, Simón, todos estos datos ya los conoces. ¿O no?

         –Lo que desconozco son tus intenciones Juan: ¿qué buscas, qué quieres, por qué viniste?

         –Antes de tocar el tema necesito que seas derecho conmigo y que entremos en una sinergia sincera, sin trampas pues. Si estás de acuerdo, lo que aquí se diga aquí queda. ¿Okey?

–Venga, estoy de acuerdo siempre y cuando tú seas sincero, que no pongas trampas.

–Está bien Simón. Como mi condición de investigador ya fue rebasada, ayer tomé la decisión de empezar una nueva etapa quizás mucho más productiva respecto a nuestra vocación por encontrar soluciones rápidas y efectivas contra la delincuencia…

         –¿Nuestra vocación? –dudó Simón.

         Juan Hidalgo aprovechó la pregunta de su interlocutor para hacer una síntesis de sus acercamientos a la realidad. Habló de lo que para él fueron ejecuciones y también de los puntos de la estrategia que había detectado basándose en la experiencia y en la lógica de su actividad. Fue contundente y preciso en los detalles de cada uno de los crímenes ocurridos en las calles de México, muertes provocadas por personas con preparación técnica y científica. Y le dijo que le sorprendió y satisfizo la última acción ya que sin matar a los ladrones de la vía pública, algo o alguien los habían inutilizado físicamente, inactividad que alteró el modus vivendi de cada familia afectada precisamente con la presencia de un enfermo necesitado de atenciones permanentes. “Eso, mi querido Simón –dijo Hidalgo refiriéndose a la última parte de su revelador resumen– sólo pudo haberlo ideado Rafael Ibarbuengoitia, el científico que conoció las técnicas del bioterrorismo e incluso que produjo bacterias sintéticas”.

         Rocafuerte que escuchó pasmado la información que tenía Hidalgo, tuvo que preguntar matizando su sorpresa con una expresión poco ortodoxa: –¿Cómo te enteraste de las gracias que tenía el finado?

         –Es mi trabajo y para ello fui entrenado Simón. Ah, por si te interesa, te informo que entre mis contactos están algunos miembros de la inteligencia estadounidense con los cuales cruzamos información casi todos los días. También formamos una brigada cuyo objetivo es combatir el delito y a los delincuentes que contaminan el tejido social.

         Simón que normalmente era inexpresivo mostró en su rostro los efectos de la sorpresa. Y cuando estaba a punto de abrirse para decir lo que había querido escuchar Juan Hidalgo, entró Ángela canturreando sus frases:

         –Simón ¿se te ofrece algo? ¿A usted señor Hidalgo?

         –No señor, gracias –respondió Juan con brusquedad…

         –A mí sí se me ofrece algo, mujer –intercedió Rocafuerte–: que te integres a la conversación para que conozcas a un triunfador, a uno de los nuestros pues.

         –¿Acaso padece una enfermedad terminal? –dijo Ángela en un tono socarrón.

         –Todos nacemos con una enfermedad terminal, querida señora –reviró serio el aludido. Se llama vida. Y depende cómo la usemos para concluirla tal y como dicen los militares: con la satisfacción del deber cumplido. Es cuando podemos sentirnos triunfadores…

Al espetar esta última frase, Juan Hidalgo hizo un además que indicaba su decisión de concluir el tema. Sacó de su bolsa una tarjeta y rubricó la seña con la siguiente propuesta:

–Perdonen ustedes, amigos, tengo que retirarme. Aquí dejo mis números telefónicos. Espero tu llamada para llegar a un acuerdo sobre cómo poner a funcionar la segunda parte del plan, la que incluye reclutar a los sicarios de los carteles que abandonaron el ejército pero no así a sus familias, que es el eslabón perfecto para controlarlos y hacer que trabajen para nuestra causa. –al decir esta última frase se encontró con lo ojos de Ángela y le soltó lo que parecía una sentencia–: ¡Sí, Ángela, nuestra causa!

Se escuchó el choque de los tacones, saludo militar de Juan Hidalgo. Después éste hizo un giro violento para dirigirse hacia la salida. –¡Estaremos en contacto! –gritó poco antes de cruzar el arco de piedra del portón que abrió el personal de seguridad, exmilitares que desde hacía dos años trabajaban con Rocafuerte.

Alejandro C. Manjarrez