Feromonas, dinero y poder

Alejandro C Manjarrez
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Llegué con el entonces director del Canal 13. Me recibió entusiasta y comunicativo. Después del saludo de amigos, soltó una información que, de haberse difundido en esa época, habría causado un revuelo internacional:

Las feromonas podrían ser una de las causas que propiciaron las tragedias económicas que ha vivido México.

Su aroma vuelve locos a quienes, gracias al poder (político o económico), se sienten más guapos, más atractivos y más sensuales. No importa que hayan sido o sean feos, chaparros, prietos, albinos, gordos, enclenques, apestosos o perfumados.

Si a ello agregamos el poder, el que usted quiera y mande, se arma la gorda. ¿Por qué? Pues porque el poder es un afrodisiaco que combina perfecto con la sustancia inodora que incita al amor, la misma que en el antiguo Egipto se usó para fabricar esencias que impactaron en el cerebro de hombres y mujeres. Marco Antonio y Cleopatra, por ejemplo.

De los faraones a los banqueros no hay mucha diferencia.

Tampoco la hay entre los viejos conquistadores y los modernos políticos.

Unos y otros se unen en el tiempo gracias, precisamente, a las feromonas.

Así que aquí va una ilustrativa historia que parece cuento, o un cuento de ilustrados que hizo historia, ya que sus personajes fueron reales, de carne y hueso.

Antes una prevención:

El leitmotiv de los protagonistas de este relato siempre fue el mismo a pesar de sus antagónicas ocupaciones: el poder.

 

La indiscreción

Llegué con el entonces director del Canal 13. Me recibió entusiasta y comunicativo. Después del saludo de amigos, soltó una información que, de haberse difundido en esa época, habría causado un revuelo internacional:

—Todavía estoy impresionado —dijo Claudio Farías Álvarez al que esto escribe—; este Pepe no tiene límites (se refería a López Portillo). Ayer me hizo acompañarlo a la casa de la novia de don Manuel (Espinosa Yglesias). Fue a visitar a la mujer aprovechando que el banquero está de viaje. ‘Es que esta dama me vuelve loco’, me confesó Pepe. Y ahí estuvo por más de dos horas.

Es obvio que la visita de López Portillo no fue una cortesía presidencial. El tipo acudió atraído por el enervante aroma de las feromonas de aquella mujer, perfume que algún día y en algún lugar percibió. Como me lo dijo Claudio: “Pepe se volvió loco por esa dama de origen anglosajón”, de apellido rimbombante y reminiscencias benefactoras.

Entonces era una hermosa joven, querendona, blanca, de ojos grandes, bien proporcionada y, en consecuencia, presa fácil del poder financiero y político, o a la inversa: dulce y efectiva trampa para quienes ejercían ese tipo de influjo.

Semanas más tarde pregunté a Claudio cómo iba el romance de su amigo el presidente. Se me quedó viendo con ojos de desconcierto, quizá porque había olvidado su “confidencia” a quien llegó en el momento oportuno, cuando él necesitaba comentar lo que usted leyó. Imagino que hizo un ejercicio de memoria y en instantes recordó lo que tuvo a bien compartirme.

—Oye, pero no lo vayas a escribir. Guárdalo para cuando escribas una novela… ¿Qué pasó? Nada, sólo que don Manuel fue enterado de la infidelidad de su amante. Alguien del servicio de la casa se lo dijo. Sé que hasta se enfermó del coraje. Pero donde manda presidente…

“No gobierna banquero”, fue la frase que se escuchó sin haberla pronunciado.

Y en efecto, los banqueros no gobernaban pero cuánto daño causaron. 

Meses más tarde de la coincidencia de aquellos aromas del poder revueltos con feromonas, ocurrió la tragedia financiera nacional más espectacular del siglo pasado.

Ya lo sabe usted: entre los principales protagonistas estuvieron José López Portillo y Manuel Espinosa Yglesias.

Uno como presidente y el otro como líder moral de los banqueros mexicanos.

“Apuéstenle al dólar”, debe haber dicho el poblano a sus apasionados seguidores.

Éstos, entusiasmados y solidarios, le apostaron hasta secar las arcas de la nación.

Y el caos se metió a los hogares de México, desbarajuste económico que hasta la fecha perdura.

 

El héroe financiero

Don Manuel había robado unas horas a su trabajo de banquero para visitar a los poblanos ricos.

Los reunió en su hotel con la intención de conminarlos a ser benefactores de la Universidad de las Américas.

En el intercambio de ideas, sesión que se llevó a cabo con micrófono abierto, se me ocurrió preguntarle si estaba de acuerdo con la fuga de dólares que desestabilizaba la economía del país.

—¿Usted qué haría si el gobierno pone en peligro el patrimonio de sus hijos? —me reviró la pregunta.

Los aplausos del medio millar de empresarios aplastaron la posibilidad de la réplica. Me quedé con las ganas de aprovechar lo que él mismo dijo horas antes en el Centro Mexicano Libanés, cuando contestó a mi pregunta sobre el porqué no tenía poblanos como socios:

“Mis paisanos —me había dicho—, son timoratos y miedosos. Si alguno fuera mi socio y se enterara que en un día perdimos millones de pesos, en ese momento le da el infarto. Por eso no los involucro en mis negocios ni siquiera como socios minoritarios.”

La pregunta anterior obedeció a una de sus respuestas que parecía confidencia:

“Yo no eludo al fisco; me asocio con él.”

 

Genio y figura

Jolopo, como le pusieron al culto y apasionado presidente, respondió a esa y a otras actitudes financieras con la estatización de la banca.

Medio paró la fuga de dólares y persiguió a quienes especularon con el dinero de los cuentahabientes.

Después se supo de los dispendios personales de algunos banqueros cuyos lujos eran pagados por sus instituciones, o sea por sus clientes: coches, servidumbre, choferes, guaruras, cubiertos de oro, cavas con los vinos más caros del mundo, en fin, la buena vida en exceso…

La guerra empezó y el aparato del Estado la emprendió contra el poder económico real, contante y sonante.

Al final salió perdiendo México y también el pueblo.

Claro que hubo uno que otro banquero que tuvo pérdidas sí, pero fue un dinero que sumado equivale a un pelo del gato siamés que acariciaban sus hijos... o sus amantes.

Así, sin habérselo propuesto, nacieron los miembros de la caterva de nuevos banqueros validando aquello de que cualquier pendejo podría serlo. Sólo tuvieron que demostrar que poseían o representaban 20 millones de dólares… en vez de 20 años de experiencia, cuando menos.

 

La prueba: Fobaproa.

Hoy la sociedad sigue pagando los amores furtivos y los celos enfermizos de los Pepes y los Manolos, consecuencia del perfume de las feromonas revuelto con el olor a un dinero aderezado con la pestilencia del poder.

¿Qué hacer?, me he preguntado muchas veces.

Por el momento no hay respuesta.

Lo único que se me ocurre es que deberíamos seguir la receta de los abuelos y buscar alguna estrategia consistente en convencer a los políticos para que ingieran fuertes dosis de anti andrógenos.

No sé si daría resultado, empero, estoy convencido de que ésa sería la única forma de quitarnos de la cabeza el deseo de caparlos…

Alejandro C. Manjarrez