El poder de la sotana (Música y rito)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 38

Música y rito

Gracias le doy a la Virgen,

gracias le doy al Señor,
porque entre tanto rigor
y habiendo perdido tanto,
no perdí mi amor al canto
ni mi voz como cantor.

José Hernández

 

Cuando Imelda entró a su casa le sorprendió encontrar en la terraza al capitán Pedro del Campo. El visitante conversaba con su madre sobre el viaje de la soprano a la hacienda de la Gavia. “Una extraña boda”, había dicho Pedro. “Sonora y sangrienta”, secundado la señora.

En las arcadas que demarcaban el amplio jardín había macetas de flores con diferentes matices además de tres jaulas, una grande con calandrias, otra mediana saturada de canarios y la más chica que tenía una pareja de cenzontles. La llegada de Imelda provocó que los pájaros empezaran a cantar como si tratase de un ritual de bienvenida a la soprano. El patio se llenó de trinos y las dos mujeres y Pedro dejaron de hablar para no interrumpir lo que parecía un duelo de bellos y armónicos sonidos. Después de dos minutos de espera Imelda se acercó al oído de su amigo para decirle que “la única forma de callar a los pájaros era cantándoles. Se ha hecho una costumbre que a veces tiene visos de locura. Así que por favor no te rías eh”. En seguida Imelda emitió algunas de las notas de la “Reina de la noche”. Canarios y calandrias enmudecieron en respuesta a lo que se había convertido en una sinergia musical entre las aves y la cantante. Los pájaros y la soprano parecían entenderse e incluso jugar con la voz y el sonido con que les dotó la naturaleza.

            —Ahora sí ya podemos platicar… —dijo ella.

            —Eres una mujer llena de sorpresas —soltó Pedro con el tono de voz acorde con el embeleso que le provocaba la belleza de Imelda.

            —Y de dotes admirables —intervino la madre como si quisiera romper el hechizo propiciado por las feromonas que secretaba su hija.

            —Simplemente soy una cantante y sé que estos canarios y calandrias se animan cuando la voz humana imita sus trinos…

            — ¿No será al revés, Imelda? —tanteó el militar.

            —Como siempre, tu caballerosidad acomoda las lisonjas —respondió la soprano—. No Pedro. Si algún ser tiene mérito, es Mozart, el hombre que captó los más bellos sonidos de la naturaleza. Gracias a la inteligencia privilegiada que Dios le dio, Amadeus pudo transformar las voces de la naturaleza en música para el alma. Por eso los pájaros enmudecieron para rendir pleitesía a quien eternizó sus trinos en notas y armonías que ahí están plasmadas en el pentagrama de la historia pasada, actual y futura.

La última frase de la mujer obligó a Pedro a corregir el rumbo de sus comentarios adecuándolos a la conversación de ella.

            —Hay otro músico que también rescata el canto de las aves —apostilló el militar—, como el del ruiseñor. Hace poco tiempo estrenó su obra Los pájaros. Él es italiano. Quizá lo conozcas o incluso hasta lo hayas escuchado. Respighi se llama.

— ¡Sí, claro que lo conozco! Tuve el privilegio de ser dirigida por él cuando interpreté a la Reina de la Noche, personaje de La flauta mágica, precisamente. Ocurrió en Venecia; en el teatro La Fenice.

Pedro arqueó las cejas mostrándose sorprendido ante el efecto de su referencia, expresión a la que Imelda respondió con su silencio. Esto obligó al militar a hacer otra mueca para obligarla a explayase. 

—Ottorino fue alumno de Rimsky-Korsakov. Y como otros músicos de su generación, incluido el maestro Korsakov, es un hombre que aprecia el canto de las aves, en especial del ruiseñor.

            —El ruiseñor… Si Ángela Peralta te hubiese escuchado habría declinado esa definición que se ganó en Europa para cedértela en reconocimiento a tu talento vocal —ponderó el militar.

            —Otra vez la lisonja en exceso Pedro… Ni tú ni yo la escuchamos así que no estamos calificados a comparar lo que, según los cronistas de la época, no tuvo ni tiene ni tendrá parangón.

            —Tal vez. Pero no creo que la señora haya podido entenderse con los pájaros como tú lo acabas de hacer. O en esos duelos maravillosos ganarse… cómo decirlo…  pues sí, el respeto y la admiración de las aves cantoras.

El tema de los pájaros siguió hasta que Pedro hizo una seña a Imelda invitándola a salir. —Me permite señora. Le robo unos minutos a su hija...

            —Esperen no se vayan. Yo me retiro para que queden solos —propuso la madre entre molesta y preocupada por lo abrupto de la petición.

            —Mejor salimos para no nos arriesgamos a que los canarios y las calandrias organicen otro concierto —argumentó Pedro con fingida alegría. Después señaló a la jaula solitaria y dijo—: o que ese par de cenzontles canten para presumir sus cuatrocientas voces…

Ya no hubo oportunidad para que la madre opinara. Imelda tomó la mano del militar y ambos abandonaron la casa. “Caminemos hacia donde nos lleve la vida”, dijo la mujer. dirigiéndose rumbo a Chimalistac, en Coyoacán, el camino que conducía al pueblo de San Ángel.

Las añosas casas que custodiaban la calle empedrada daban a la perspectiva la sensación de que en el punto más lejano podría estar la respuesta al misterio de la vida. El viento frío había metido a sus hogares a los vecinos. La soledad y baja temperatura vigorizaron el ánimo de la pareja cuya conversación se centró en la música, en el canto y en las maravillas de la naturaleza. Poco antes de llegar al puente Chimalistac, umbral en la vida de los frailes carmelitas, Pedro detuvo e Imelda asiéndola del brazo. Había encontrado la oportunidad de dar a su amiga la mala noticia. Hizo un ademán para señalar hacia los cuervos que estaban posados sobre la pasarela del puente. Y dijo en tono sombrío:

—Así como la naturaleza nos regaló el canto de los pájaros y tu maravillosa voz, también creó a las aves cuervo, las que, dice la leyenda popular, son de mal agüero. Graznan como si ése fuese el aviso que debería alertar a las víctimas escogidas para sacarle los ojos. Su plumaje negro, donde los rayos de sol producen un extraño azul brillante, simboliza las tinieblas de las que surgió Tezcatlipoca, el dios de la negrura. Intuyo que por ello Edgar Allan Poe los llamó los “Nunca más”. Las aves cuyos “ojos tienen la apariencia de los de un demonio que está soñando…”

Al terminar las últimas frases, Pedro suspiró. Imelda estaba azorada por el cambio de actitud de su amigo que, de manera extraña, empezó a repetir algunas estrofas de El cuervo

¡Profeta! —Exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora…!
Y el cuervo dijo: Nunca más.

— ¡Qué le pasó a Leonora! —gritó Imelda como si con su clamor quisiera aplacar el sufrimiento que le ahuecó las entrañas.

El militar no dijo nada. Sólo la abrazó. Ambos se quedaron mudos y con sus cuerpos entrelazados por el recuerdo de Leonora, la amiga de ella; la amante de él.

Media hora después de caminar en silencio, entre uno que otro sollozo, Imelda se detuvo frente al pórtico de una casa. Fijo la vista en la parte superior del arco de la puerta, piedra rematada con un águila esculpida. Pedro siguió la vista de ella. Miró el dintel y dijo: —Es el águila imperial que formó parte del escudo de Maximiliano. Esta casa debe haber sido de alguno de sus colaboradores o de los miembros de la junta de notables…

— ¡El águila! Así le llaman a Junior —interrumpió Imelda—. Leonora me comentó que es un hombre vengativo, un depredador al servicio de Estados Unidos… Él fue. No tengo duda. Él asesinó a nuestra amiga. Lo vi en La Gavia. Su capacidad para matar me enfermó.

Las facciones de Pedro cambiaron. El rostro amable y chapeado que lo hacía confiable se tornó adusto, pálido. —Si él le quitó la vida… sus días están contados —dijo remarcando cada una de sus palabras.

            Imelda pudo escucharlo pero prefirió callar. Con su silencio apoyó la intención de Pedro. Éste lo entendió y ya no dijo nada sobre el crimen y el homicida. Antes de llegar a la casa de Imelda, Del Campo la detuvo y le dijo:

            —Imelda, hay algo más.

            —Me asustas, Pedro…

            —No te alarmes. Leonora tuvo una hija y la llevó a mi casa. Después de ver el cuerpo de ella tirado en el suelo me percaté que en la recámara dormía una bella niña. En lo que fue su casual mensaje póstumo, Leonora escribió que es la hija de ambos…

            Se hizo un pesado silencio. Los ojos de Imelda volvieron a humedecerse. Pedro la abrazó como si quisiera justificar su relación con Leonora. Segundos después la cantante se separó del militar y recuperando su aparente frialdad preguntó:

— ¿Y ahora…?

            —Lo único que se me ocurre es que tú me ayudes a educarla; que seas su madre adoptiva; que la quieras como si fuese tu hija…

            —Acepto con una condición…

            —La que quieras.

            —Que nunca dejes de ser su padre… y que sin pretextos asumas esa gran responsabilidad.

            —Dalo por hecho

— ¿Cómo la llamarás?

—Ya se llama Leonora y, si lo autorizas, le pondremos tu apellido…

—Claro, después del tuyo: Leonora Del Campo Santiesteban.

— ¿Es un compromiso? —Probó Pedro.

—De amigos, nada más… —Se defendió Imelda.

“Qué insólita situación —pensó él—. Una mujer que acepta compartir la responsabilidad de una hija sin el vínculo que une a los padres, aunque sean adoptivos. Y una niña procreada por la mujer que ambos amamos, cada quien a su manera…”

“En que me he metido —pensó Imelda abrumada por la responsabilidad que se había echado a cuestas—. Oriéntame Dios y ayúdame para que este acuerdo entre Pedro y yo no lastime ni afecte a la niña. De haber visualizado Leonora lo que le deparaba el destino, seguramente me hubiera pedido hacerme cargo de su hija…”

 Alejandro C. Manjarrez