La utopía mexicana: un país que se merece más

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La verdadera grandeza de México no está en los políticos que lo saquean, sino en su gente que nunca se rinde...

Imaginemos, por un instante, un México distinto. Un México sin corrupción, sin compadrazgos, sin nepotismo. Un México donde el dinero público se use para hospitales con medicinas completas, escuelas con techos firmes, caminos transitables y comunidades seguras. Un país donde cada peso se refleje en la vida cotidiana de la gente, y no en cuentas escondidas en paraísos fiscales. Donde los servidores públicos honren su nombre: sirvan al ciudadano y no se sirvan de él.

Ese país existe en nuestro corazón. Lo hemos visto en cada tragedia. En 1985 y en 2017, cuando las manos anónimas levantaron piedras y esperanza de entre los escombros. En los huracanes que azotan nuestras costas, cuando sin esperar órdenes ni protocolos, los vecinos comparten agua, comida y techo. En las familias que hacen milagros con lo poco que tienen y aún así dan lo mejor de sí al prójimo. En la reciente tragedia del Puente de la Concordia, en Iztapalapa, cuando las personas regresaron corriendo hacia las llamas para ayudar a los quemados y tratar de salvar a otros, aun sabiendo que se arriesgaban a otra explosión. Ese México solidario, luchador y fuerte ya está aquí, esperando que lo liberemos de quienes lo encadenan con la corrupción y el abuso.

Imaginemos un México donde los políticos no pierdan el tiempo planeando su siguiente cargo ni tejiendo estrategias para perpetuar al grupo en el poder. Un México donde la política no sea un negocio hereditario ni un botín que se reparte entre amigos, sino un servicio temporal, un compromiso con la gente. Donde no existan caravanas de camionetas blindadas porque no hay nada que temer: la seguridad está en la confianza de los ciudadanos, no en los vidrios oscuros ni en escoltas armados. Donde las aeronaves del Estado despeguen solo para salvar vidas, llevar medicinas o atender emergencias, nunca para pasear caprichos de gobernantes.

Un país así sería, sin lugar a dudas, una potencia mundial. Porque México lo tiene todo: vastos recursos naturales, una historia milenaria, un talento creativo que brilla dentro y fuera de sus fronteras. Lo que le falta no es capacidad, sino gobernantes a la altura de su pueblo. Lo único que le sobra es una clase política que lo subestima, que apuesta a nuestra indiferencia como garantía de impunidad. Y ahí está su gran error: confundir paciencia con resignación, silencio con derrota.

Somos más los buenos. Somos millones de mujeres y hombres que se levantan antes del amanecer para trabajar, que crean negocios desde la nada, que inventan soluciones donde no hay recursos, que crían hijos con valores en medio de la tormenta. Somos un pueblo que convierte el dolor en aprendizaje y la escasez en ingenio. Un pueblo que no merece ser saqueado, sino reconocido por su fuerza, su solidaridad y su esperanza.

La utopía mexicana no es un sueño imposible ni una fantasía ingenua. Es una ruta posible. La hemos visto en acción cuando el pueblo se organiza, cuando el corazón late más fuerte que la indiferencia y cuando la sociedad civil demuestra que puede más que cualquier maquinaria burocrática. Falta que dejemos de aceptar migajas, que dejemos de normalizar el abuso y que exijamos lo que nos corresponde: un país digno.

Ese día, México dejará de ser una promesa rota para convertirse en lo que siempre debió ser: un país luminoso, justo, fuerte, humano. Una verdadera potencia, no porque lo proclame un discurso, sino porque lo viva su gente.

Porque somos más los buenos. Y porque la verdadera grandeza de México no está en los políticos que lo saquean, sino en su gente que nunca se rinde.

Miguel C. Manjarrez

Revista Réplica