La diabólica mercadotecnia del oso navideño de Starbucks

Réplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

La temporada donde, en lugar de buscar paz, buscamos promociones...

Hay objetos creados para acompañarnos. Otros, para adornar una mesa. Y luego está el nuevo oso navideño de Starbucks: un muñeco de vidrio que no sirve para nada… salvo para exhibir lo fácil que nos volvemos esclavos del marketing cuando nos hacen creer que pertenecer es un privilegio exclusivo.

Todo comenzó con ese anuncio disfrazado de notificación inocente: “Disponible solo para miembros Starbucks Rewards nivel Oro”. Oro. Qué manera tan elegante de decirte: “tú eres especial… pero no tanto, porque si no vienes corriendo a comprarlo, otros te ganarán la pista.” Y yo, que no suelo caer en estas trampas, sentí un cosquilleo en el ego. Un impulso absurdo: ¿y si se agota? ¿y si todos lo tienen menos yo? ¿y si ese oso, que cuesta casi mil pesos y viene con una bebida que no necesito, me da algún tipo de estatus invisible?

El marketing diabólico funciona así: te hace creer que un pedazo de vidrio te volverá parte de una élite dorada de consumidores que se sienten orgullosos de beber azúcar líquida en un vaso con tu nombre mal escrito. Y mira que lo logran. La gente se quedó a dormir afuera de las sucursales, como si el oso fuera una vacuna milagrosa o un boleto para la libertad. No: era un artículo promocional. Un adorno caro. Un capricho. Un trofeo para presumir en redes y demostrar que sí perteneces.

Yo mismo lo pensé. Esa vocecita interna: “Eres nivel Oro… no puedes quedarte sin el oso.” Imagínate, pagar casi mil pesos por un objeto que no hace nada. No prende, no canta, no abraza, no da consejos existenciales. Nada. Solo está ahí diciendo “mira cuánto gasté para no quedarme atrás”.

Pero Starbucks domina el arte de la seducción consumista. Ha logrado que millones corran hacia un imperio engordador disfrazado de cafetería artesanal, donde cada bebida tiene más calorías que un desayuno completo. Claro, te venden la idea de que ser parte de su club es un logro. Un distintivo. Una especie de ciudadanía premium al país de la gente que quiere sentirse diferente… consumiendo lo mismo que todos.

¿Bravo por ellos? ¿Bravo por la estrategia que convierte una figurita de vidrio en un fenómeno social? Sí. Desde el punto de vista mercadológico, es una obra maestra. Un aplauso lento, casi respetuoso.

¿Bravo por nosotros como sociedad? No. Más bien un suspiro. Una carcajada triste. Un recordatorio de que estamos tan hambrientos de señales de pertenencia que dormimos en la calle por un oso, pero nos da flojera despertar temprano para votar, leer o hacer ejercicio.

Yo no dormí afuera, pero por un segundo pensé en ese impulso ridículo. Y ahí descubrí la verdadera magia oscura del marketing: no tiene que convencerte de comprar; solo tiene que despertarte la ansiedad de quedarte sin lo que “todos tendrán”.

Al final no compré el oso. No porque fuera caro, sino porque me dio risa imaginar al vidrio mirándome desde la repisa, recordándome que casi caigo en su trampa.

Y aunque la historia termina bien para mí, no puedo evitar pensar en todos los que sí hicieron fila eterna por una figura inútil. Porque, sin darnos cuenta, el consumo compulsivo se volvió parte del espíritu navideño.

La temporada donde, en lugar de buscar paz, buscamos promociones.

Y si algo demuestra este oso navideño, es que el marketing —cuando quiere— no solo vende productos. Vende impulsos, vende pertenencia, vende ilusiones… y a veces, si no te detienes a tiempo, también te vende la dignidad.

Miguel C. Manjarrez

Revista Réplica