RIQUEZA POTENCIAL Y LA CAPACIDAD DE PAGO
En mi artículo anterior, al abordar el tema de la deuda pública nacional, interior y exterior, ofrecí ocuparme de la forma de interpretación del principio de la capacidad de pago, que debe de servir de norma esencial para los arreglos ya iniciados, entre el ministro de Hacienda y el Comité de Banqueros, así como de los métodos que pueden ensayarse para la reinversión en nuestro país de la mayor parte del acervo que representan las cantidades afectadas anualmente por la reanudación de los servicios de la deuda exterior.
Desde que el ministro de Hacienda anunció que era un compromiso adquirido por parte de los banqueros representantes de los acreedores de México, aceptar el principio de la capacidad de pago de nuestro país como punto de partida para las negociaciones en curso, no pocos escritores, expertos en cuestiones económicas de nuestro país, se han dado a la tarea de indagar cuál puede ser esa capacidad de pago, llegándose a conclusiones más o menos convencionales sobre el monto de las cantidades que puede distraer el erario nacional para cubrir los compromisos del Estado.
Sin hacer un análisis de esas conclusiones, juzgo pertinente señalar un hecho fundamental que parece haber escapado a mis doctos colegas: la capacidad de pago de México, como la de cualquier otro país de incipiente o abatida vida industrial y agrícola, no puede medirse si no es en razón de su riqueza potencial, esto es: de las posibilidades que representa la economía nacional una vez impulsado y fomentado su desarrollo; lo cual se traduce en la involucración de un nuevo problema, que es previo al de la deuda pública: el del refaccionamiento del deudor por parte de sus acreedores, a efecto de que aquél se halle en condiciones de cumplir sus compromisos internacionales.
Si se pretendiera consumar un arreglo sustentado en las condiciones económicas y fiscales que prevalecen en la actualidad, México no estaría capacitado, desde luego, para aportar más allá de un cincuenta a un sesenta por ciento del monto de los servicios de la deuda, so pena de que el nuevo arreglo estuviera destinado a sufrir un fracaso tanto más rotundo que el que representaron en la práctica los convenios De la Huerta-Lammont y Pani-Lammont. En efecto: según los cálculos más conservadores, a los que ya hice referencia en mi artículo anterior, los servicios de la deuda pública interior y exterior reclamarían no menos de cincuenta y cinco millones de pesos anuales; cantidad que es a todas luces imposible de cubrirse, dado el estado actual de las finanzas de la nación y del Estado. Según el autorizado juicio de mi distinguido y culto amigo Roberto Casas Alatriste, no podría el Estado mexicano destinar a estos servicios durante algunos años arriba de treinta millones de pesos, comprendiendo en ellos, naturalmente, la deuda pública interior que por motivo alguno puede referirse a la deuda exterior.
Quiere esto decir, entonces, que en el interés de nuestros acreedores está principiar por robustecer, con el otorgamiento de grandes créditos, a nuestra economía, para que pueda fijarse un monto razonable que cubra los servicios de la deuda en general. O bien que a medida que vaya siendo una realidad el desarrollo de la economía nacional mediante el perfeccionamiento de nuestros sistemas de producción y la inversión de capitales que se resuelvan a venir a operar honestamente corriendo la suerte del país, sean mayores las cantidades que se destinen a los servicios de la deuda.
No es este un proceso sin precedente en la historia. Al contrario, en la vida contemporánea, se proyecta el más elocuente ejemplo sobre la forma cómo vincularon sus intereses las grandes potencias victoriosas de la guerra con el interés de la potencia deudora —Alemania— para poner a ésta en condiciones de cubrir el monto fabuloso de la deuda que contrajo por concepto de reparaciones.
Si se acepta honradamente el principio de la capacidad de pago de nuestro país, como la base para los arreglos definitivos sobre la deuda pública nacional, es lógico que se conozca el pensamiento que presidió la aplicación de este principio después de haber sido anunciado así como el proceso mediante el cual pudo llegarse a la conclusión de que un país esté capacitado para solventar los más fuertes créditos que jamás se hayan acumulado sobre una potencia.
Con toda la presión armada que quisieron ejercer las potencias victoriosas —y especialmente Francia— para hacer pagar a Alemania sus deudas de guerra al final de la contienda, la imposibilidad física de que una nación aniquilada y casi hambrienta, diera satisfacción a sus obligaciones, hizo que fracasaran los intentos de los acreedores. Se pensó entonces —y de ahí nació el principio de la capacidad de pago de una potencia como base para el arreglo de sus deudas— en la necesidad de sujetarse a las posibilidades reales de pago de la potencia deudora. Si en aquel momento en que la economía alemana se hallaba abatida, se hubiera querido medir la capacidad de pago de la potencia deudora, jamás habría podido ésta ofrecer más que cantidades de tal modo pequeñas que habrían sido irrisorias con relación a las cifras astronómicas a que ascienden las reclamaciones de guerra. Así pues, fue necesario que, como paso previo, principiaran las mismas potencias acreedoras por abrir nuevos créditos a Alemania a efecto de detener el derrumbe de la economía de esta nación y de impulsar su producción después, hasta hacerla lograr el más alto grado posible de perfeccionamiento o eficiencia. Y es entonces (cuando ya la economía alemana está en pleno desarrollo y cuando se establecen organismos de la magnitud y trascendencia del Banco de Arreglos Internacionales, llamado a velar celosamente por el mantenimiento de las condiciones favorables a la producción alemana), cuando se llega a un convenio honorable y definitivo como es el que entraña la aplicación del plan Young.
Esta es la enseñanza de la historia actual, que no debe perderse de vista a la hora en que se gestionan los arreglos definitivos para la reanudación de los servicios inherentes a la deuda pública de México.
Con una clara visión, a la que es justo hacer honor, el presidente Obregón, al retorno de Nueva York de su secretario de Hacienda, que había ido a concertar el primer arreglo posrevolucionario de la deuda pública, le hacía la siguiente objeción:
Si es verdad que con el arreglo de la deuda pública de nuestro país, México se abre nuevamente las puertas del crédito en los grandes mercados extranjeros, ¿por qué, no se nos conceden entonces un fuerte crédito, simultáneamente a la firma del arreglo, con lo que se demuestra la restauración del crédito de México y se nos permita reconstruir nuestra economía?
El tiempo ha demostrado que la objeción presidencial era justa: aun reanudados los servicios de la deuda, las puertas siguieron herméticamente cerradas para el uso del crédito nacional en los mercados extranjeros. Y hoy nadie se forja ilusiones respecto a la repercusión que pueda tener, favorable al crédito público, cualquier nuevo convenio sobre el particular.
Esto nos enseña que, si bien es cierto que México, por razones de ética, se muestra dispuesto a pactar en definitiva la forma para la reanudación esencial que previa o simultáneamente a la firma de los nuevos convenios se abran a su favor nuevos grandes créditos no destinados a cubrir cualquier déficit presupuestal, sino a desarrollar ampliamente la economía nacional.
Un problema engendra otro problema. Recomendar el uso del crédito implica la necesidad de sugerir los fines concretos a los que el crédito debe destinarse. Sería fatal que la concertación de nuevos empréstitos tuviera por objeto cubrir cualquier déficit presupuestal; pero felizmente, el presupuesto del Estado se encuentra ya definitiva y honestamente nivelado. El crédito entonces, debe emplearse para el robustecimiento de nuestras fuerzas productoras. Sería necesario, en consecuencia, que el Estado formulara un amplio programa, ora para dar incremento a las instituciones de crédito genuinamente nacionales, proveyendo a la creación de nuevos organismos que satisfagan las necesidades de la agricultura, el comercio y la industria, ora para la reorganización de nuestros sistemas de producción agrícola e industrial y ora, en fin, para la ejecución de obras públicas de positivo interés nacional, como el acondicionamiento de nuestros puertos de altura en ambos mares, el dragado de las barras, la apertura de vastas rutas que comuniquen con las zonas montañosas y con las tierras bajas y la construcción de grandes represas para la irrigación; todo lo cual ha de forzar la marcha del país hacia la gran producción.
Entonces, y sólo entonces, podrá determinarse la capacidad de pago de nuestro país, aceptada como el principio fundamental para la concertación de los arreglos definitivos sobre la deuda pública nacional.
En uno de mis próximos artículos trataré de estudiar el problema de la reivindicación en nuestro país de las cantidades afectadas por la reanudación de los servicios de la deuda pública nacional.
El Nacional, 29 de diciembre de 1929.
Froylán C Manjarrez