El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 39)

Réplica y Contrarréplica
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“Una cosa piensa el burro y otra el que lo va arriando”

Llegué a Los Pinos para, por enésima ocasión, hablar con Emmanuel Cordero Blanco. Otra vez cargaba sobre mi espalda el fardo del temor que infunde el poder concentrado en un hombre cuyas reacciones solían obedecer a su ánimo producto de la ingesta etílica de la noche anterior. Me anticipó vía teléfono que comentaríamos el contenido del documento que dos días antes De la Hoz entregó a su secretario privado. Nunca lo había hecho y ni siquiera pensado, pero tuve que rogar a Dios (fue lo único que se me ocurrió) para que Emmanuel me tratara bien a pesar de los cuestionamientos y las observaciones contenidas en mi informe de seguridad.

Una vez sentado frente a él descubrí que encima de su escritorio estaba el sobre cerrado con el sello “confidencial” intacto, sin violar. Me empezaron a temblar las piernas. Temí a su a veces cruel espontaneidad, atributo en él natural y en mí una ganancia derivada del entrenamiento y el estudio de la vida de personajes célebres, experiencias que suelen aportar recursos retóricos útiles para el ejercicio de la vida pública. En el Presidente era un estilo de vida, razón por la cual siempre intervino en política con la destreza que le permitió alcanzar el cargo que ostentaba.

—Vamos a ver, mi querido Herminio —dijo para concluir con el protocolo del saludo valiéndose del gesto que me produjo la sensación de pánico que sufrí el día en que mi humanidad cayó al piso de Los Pinos—: leeré tu documento en voz alta, línea por línea, y tú aclaras las dudas que me surjan. ¿Estás de acuerdo?

—Espero haber sido conciso y preciso, Presidente —respondí sin poder ocultar mi nerviosismo, en ese momento exacerbado por la saturación de la vejiga que no tuve tiempo de desocupar. ¡Ah que terrible reminiscencia fisiológica!

El Presidente se puso a repasar el escrito y un minuto después de iniciar aquel inusual ejercicio, disparó:

— ¡Vaya aseveración la tuya! Dices que gran parte del problema nacional es porque estamos infiltrados… Argumentas o ejemplificas con la intromisión de Irene, mujer que por cierto tú me recomendaste. Para acabarla de joder rematas diciendo que ella te trampeó al ocultar su parentesco con Yanga. ¿Alguna apostilla que quieras agregar? —me preguntó sarcástico. Una vez más comprobé que la malicia política formaba parte de su estilo para ejercer el poder.

—Ninguna, señor Presidente. Redundaría con lo que explico más adelante —dije valiéndome de la cachaza que encontré en algún rincón de mi cerebro. En seguida tuve que arriesgarme a mentir—: Respecto a la recomendación de la licenciada, permítame enfatizar que sólo fui el emisario de mis compañeros quienes, insisto, me asignaron la comisión de comunicar a Usted las cualidades de Irene.

Emmanuel expelió aire antes de asentir con un movimiento de cara. Supuse que no había captado mi mentira. Volvió a la lectura después de hacer una seña para que me callara. A los dos minutos peló los ojos. Suspiró. Hizo una pausa. Eché una mirada al texto y alcancé a repasar la parte que le produjo dudas. Este mi movimiento, aunque discreto, me oprimió la vejiga e hizo más urgente mi necesidad de orinar.

El plan de Yanga fue corromper la estructura de la Presidencia de la República. Para ello capacitó a su hermana e incluso le cambió de nombre; quiso evitar que fuera relacionada con él. Usó los contactos de Raúl Lee Berriozabal, colaborador del Cisen, y los utilizó valiéndose de sus habilidades. Así fue como introdujo a su hermana en los altos niveles del gobierno…

—Te faltó decir que, aparte de haber desarrollado con éxito la comisión que te asignaron, influiste para que la contrataran en el Senado —señaló con un tono de reclamo que me dio la oportunidad de encajar el siguiente comentario o justificación.

—No lo escribí, señor Presidente, porque son detalles que Usted conoce. Se trata de ausencias u omisiones deliberadas con la intención de protegerlo y a la vez protegerme de cualquier indiscreción. Podría haber por ahí alguien mal intencionado que filtrara a la prensa el contenido del escrito, si acaso éste se extraviase o algún empleado desleal lo divulgase. Por eso omití nombres y hechos que pudieran exponernos al escándalo. Y excluí del texto lo que usted acaba de apuntar.

Cordero no hizo eco a mi comentario. Siguió con la lectura sin decir nada más incómodo y preocupante que su silencio. Revisó las subsecuentes páginas y en la última usó su dedo índice para dar varios golpecillos sobre la hoja. Continuó con su mutismo. Parecía analizar cada una de las palabras que leía. Regresó al principio del documento y subrayó con marcador tres frases. Después retomó la lectura del texto sin soltar el plumón amarillo fosforescente que volvió a usar en varias ocasiones. Agucé la vista y pude ver una parte de los renglones que marcó:

La licenciada me pidió que suspendiera la vigilancia en los entronques de carreteras importantes. Arguyó que para ello había logrado que Usted me cediera la coordinación y mando de la tropa encargada de los retenes de mi estado. Fue cuando el gobierno que dirijo tomó las providencias necesarias con el fin de detectar y consignar a quienes transportaran cargamentos de droga o cualquier otro producto ilícito, incluso el traficar indocumentados.

—Veo con satisfacción que te cuidaste de escribir lo que defines como indiscreciones comprometedoras —dijo comedidamente—. Lo único que me preocupa, no porque lo digas sino porque lo has escrito, es la hipótesis sobre el evento de Irene. ¿No crees que haya sido un accidente? —preguntó dejándome la puerta abierta para que yo dijera aquello que él no quería oír pero que necesitaba confirmar si había trascendido. Así que tomé la oportunidad al vuelo y expliqué lo que, en este caso, supuestamente olvidé mencionar en el documento.

—Mi duda, señor Presidente, se basa en la información contrastada y confirmada con los movimientos de los enemigos de Yanga. Si nosotros nos enteramos de que Irene era hermana del capo, ¿por qué no ellos cuya tecnología cibernética y de espionaje o escucha, iguala y en algunos casos hasta supera a la del gobierno? Concluí que con este crimen los rivales del veracruzano buscaron afectar a sus dos principales enemigos: Yanga y el gobierno. Ante este razonamiento supuse que alguien ajeno a nuestro entorno fue el que planeó y operó el accidente de la licenciada, precisamente para propiciar que el crimen de la mujer provocara las sospechas que afectan a la institución presidencial.

Le salvé el prestigio y dejé la incertidumbre sembrada. Cordero había empezado a dudar de mí. Quizás hasta pensó en que yo podría mentirle por conveniencia o perversidad. O que lo dicho era producto de las indagaciones que suelen basarse en la desinformación con que se manejan los segundos niveles de gobierno. De una u otra forma, la conjetura expuesta y la información que manejé operaron como una panoplia que me protegía de las decisiones políticas en mi contra.

—Veo con satisfacción que te ha resultado el sistema de información que implantaste — consintió afable y, obvio, dándome el avión.

—Gracias señor Presidente. Quería que Usted supiera lo que ocurre en mi estado…

—Bueno, conozco detalles que no están en el documento —me interrumpió para sorprenderme.

— ¿Perdón? —articulé confundido.

Sonó el teléfono rojo (que es este caso era verde perico) y el Presidente se disculpó dándome la espalda. Aproveché la llamada y en lo que fue una silenciosa petición de privacidad acudí al baño apretándome las ingles para evitar orinarme en el camino. Cuando expulsé el chorro de orines recorrió mi cuerpo un reconfortante escalofrío. Recordé lo que dijo la “Güera” Rodríguez Alcaine (tal vez pensaba en los problemas de la próstata): el chiste no está en mear sino en hacer espuma. Ya tranquilo y sin la presión fisiológica retorné ante el Presidente justo en el momento en que concluía la conversación telefónica.

—Gracias por tu discreción Herminio —me dijo—. De qué hablábamos… Ah sí: tengo informes sobre un tal Guaraaa… algo. Me dicen que te está causando problemas —soltó sin misericordia.

—Guaraguao, Señor —completé el nombre —. Sí, en efecto, estoy ocupado en encontrar la forma de desactivarlo —dije olvidándome de la prudencia. Volvió a levantar la ceja.

—También fui enterado que proteges a Isabel, el Canal Dos. ¿Es cierto? —soltó con una ligera distorsión en su boca, movimiento que me indujo a improvisar: le lancé la pregunta que traía bajo la manga.

— ¿Sabe Usted que es hermana de Irene?

El Presidente se mostró perplejo. Con su mirada me ordenó explicar lo que acababa de decir, reacción que evidenció su desconocimiento sobre el parentesco entre las dos mujeres. Gracias a lo alentador de la duda que propicié pude recuperar el aliento y referir los antecedentes del caso. Miré el sello de lacre con la intención de encontrar la concentración que necesitaba; noté que el color no era el mismo que yo utilizaba. Este detalle me permitió descubrir que Emmanuel ya conocía el documento y que por algo que nunca supe tuvo a bien no decírmelo. La actitud presidencial me permitió recobrar la confianza que había empezado a perder.

—Yo no lo sabía. Presidente —dije seguro con la sinceridad reflejada en el tono de la voz—. Me acabo de enterar gracias a la confesión de Isabel, confidencia que se dio casualmente —medio mentí para que no me reclamara el haber ocultado información—. Ella asegura, y yo lo confirmé, que a pesar de la relación consanguínea, entre ambas había grandes diferencias y una conveniente distancia…

Sin tomar aire proseguí con la historia que ya he explicado líneas arriba. Cordero me escuchó atento hasta que concluí con una arriesgada petición:

—Dígame Usted lo qué debo hacer con esta dama: si la ayudo o me deshago de ella. No quiero que el Presidente piense mal de su obsecuente amigo.

—No, no te preocupes —dijo sincero—. Mi confianza en ti no ha variado. Así que cuida a la señora y cuídate de lo que pueda armar, decir o inventar. Vigílala. Ah, un día de estos me la envías con algún encargo —agregó dejándome ver en su entonación el interés o curiosidad que forma de manifestaciones con connotación sexual—. Ahora dime, aquí en corto, cómo es ella; si es o no lesbiana. Cuéntame tus impresiones.

Como la pregunta tenía su jiribilla decidí responderla con algún ejemplo que por conocido sembrara la duda en los terrenos del machismo. Vacilé entre Catalina de Erauso, la monja alférez —la virago que al final de su vida se hizo mexicana— y la escritora George Sand. Escogí a la literata.

—Ha cambiado mucho. Por lo que percibí tuvo que disfrazarse de lesbiana, igual que en su tiempo lo hizo Aurore Dupin Dudevant o George Sand. Imitó a la escritora pero al revés; es decir, Isabel se alejó de las batallas del sexo para no competir con su hermana, mientras que la francesa usó ese disfraz con la intención de estar cerca de los hombres que en su época dominaban el sector cultural; por ejemplo: Liszt, Chopin, Musset, Víctor Hugo, Balzac, Verne y Flaubert. El carácter y estilo de las hermanas en cuestión era diametralmente opuesto. Irene se parecía a su padre —que no fue el de Isabel— cuya descendencia directa sumó una veintena de hijos y varias esposas y amantes. E Isabel heredó de su madre la dignidad que incluye el respeto a sí misma. Es de lo que he podido enterarme, señor Presidente.

Cordero escudriñó mi rostro como si quisiera descubrir algún rasgo que le revelase si su interlocutor hablaba con la verdad o lo engañaba. Cuando concluí utilizó un dejo de ironía para decirme lo que enmarcó la orden que por primera vez yo desobedecería:

—Ahora resulta que eres sicólogo, Herminio —satirizó—. Ante el resultado de tu análisis me siento obligado a platicar con esa dama. Tengo que confirmar si, como lo aseguras, es diferente a Irene. Un día de estos mi secretario te dirá cuándo me la mandas.

¡Ay!, las botellitas de coñac

No tuve que pensarlo dos veces. En ese momento decidí que el Presidente nunca vería a Isabel Coss Rémix. La ocultaría valiéndome de la técnica que permitió al textilero don Miguel E. Abed esconder a la hermosa bailarina libanesa que, después de verla danzar, el controvertido Maximino Ávila Camacho ordenó que se la llevara a una de sus casas. El industrial desobedeció la consigna del entonces poderoso y temible gobernador porque estaba enamorado de la bella pieza importada de Líbano. Ocurrió lo que nunca había pasado entre los dos socios: don Miguel engañó al temible Maximino diciéndole que algún mafioso se había robado a su paisana. En mi caso el tiempo me favoreció porque meses después de aquella orden se dio el relevo presidencial, lo cual evitó que esa noble mujer se convirtiera en una pared blanca donde el poderoso quería echar sus rayones. No estoy seguro pero creo haber roto la costumbre aquella de enviar “botellitas de coñac” a cambio de favores personales como los que desprestigiaron al llamado Góber Precioso. Lo de Irene resultó una acción tan casual como improvisada y venturosamente benéfica. Por usar una analogía diré que ella fue una barrica de roble nacido en los bosques de Limuosin.

Al salir de Los Pinos recapitulé las circunstancias del encuentro con el Presidente. En esas andaba cuando una de sus frases se repitió para rebotar en los huesos de mi cráneo: “Te faltó decir que tú serviste de enlace cuando la contrataron en el Senado”. El escalofrío que acompaña a la traición recorrió mi cuerpo. Retrocedí la película para tratar de descubrir cuál de los hijos de la chingada que dizque me servían con lealtad le había dicho a Emmanuel Cordero lo que produjo su atento pero preocupante reclamo. Concluí que la infidencia llevaba la rúbrica, huella o marca del cabrón de siete suelas llamado Raúl Lee Berriozabal, el chino malvado cuyas mañas le inducían a usar la información para llevar agua a su molino.

Operación limpieza

Ya en el automóvil tomé el único teléfono con la línea no rastreable. Llamé al procurador Irineo Fernández. Le ordené localizar a Lee y ofrecerle una buena cantidad de dinero.

—Póngale enfrente seis cifras —instruí—. Dígale que tenemos interés en que él asesore a Rasputín. Que se pongan de acuerdo.

Ambos deben evitar que el narco se establezca en la Sierra Norte. Coméntele que se trata de un operativo que cuenta con el visto bueno del Presidente, por no decir orden. Dele las facilidades y la clave que le permita contactar a nuestra gente. Recuérdele que todavía tengo la responsabilidad que me delegó el Primer Mandatario con la misión de coordinar las acciones en contra del narcotráfico. Cuide sus palabas Procurador; que el tipo no desconfíe o perciba cosas inexistentes. ¿Me entiende? Nada de dudas, sospechas o actitudes de inseguridad.

Imaginé que a Irineo se le hizo más angulosa y extraña la cara; que al enterarse de mis órdenes desapareció la sonrisa que cual máscara se colocaba antes de hablar conmigo. Todavía escucho el jadeo nervioso que lo asediaba en los momentos de crisis, como le ocurrió en aquella ocasión.

Agregué sin bajar mi tono autoritario:

—También llame a Guaraguao e infórmele que Lee le ayudará en la misión que le asignó el gobernador. Haga alusión al visto bueno presidencial; que parezca una indiscreción de su parte. No dude por favor. Tome en cuenta que ambos se conocen bien y que por ello no tendrán problema en conversar, ponerse de acuerdo, cuidarse y cumplir sus deberes.

El Procurador siguió callado. Sólo escuché el resoplo del fumador empedernido. Supuse que esperaba más datos; que debió haber reparado en que omití la información toral.

—En cuanto yo llegue a Puebla —agregué—, que por cierto será mañana al medio día —mentí por aquello de las infidencias y el espionaje criminal—, le llamo para informarle cuáles son los objetivos de esa estrategia. Mientras le pido cumpla Usted mis órdenes sin dilación. Y observe bien las reacciones de Lee. Si nota algo raro indague para ver y comprobar si existe algún indicio que confirme su sospecha —dije valiéndome de alguna de las inflexiones que acompañan a las confidencias.

—Descuide, señor Gobernador, de inmediato procederé— respondió Fernández con la modulación de voz que me lo mostró resignado pero a la vez confundido por mis instrucciones—. Estaré atento a su llegada y presto a acudir a su llamado.

Consideré que no sobraba una aclaración adicional y añadí:

—Mire, Procurador: le he pedido su intervención porque sé que usted es el único de mis colaboradores cuya personalidad genera respeto e incluso hasta temor, depende su talante del día —acoté medio en broma y medio en serio—. Además conoce muy bien y por ello domina las formas para hacer que ese tipo de personas respondan a sus jefes con eficacia y sin protestas. Esas son las razones jerárquicas que van acompañadas de la seguridad que me inspira su lealtad.

—Estoy a sus órdenes, señor Gobernador —dijo con voz entrecortada—: Es un honor servirlo. Gracias por la confianza que nunca defraudaré.

La reacción de Irineo Fernández me hizo recobrar la seguridad que estuvo a punto de naufragar después de haber escuchado las puyas del Presidente. Recuperado mi estilo despedí al Procurador y procedí a llamar a la doctora. Dejé que el teléfono sonara tres veces; corté la comunicación al tercer tono. Era la táctica para que cambiáramos de frecuencia o de aparato. Lo hacíamos por aquello de que empezaran a rastrear nuestra línea secreta. Como dijo el Precioso después de la balconeada que le dieron en la radio y la televisión: la burra no era arisca... Volví a marcar y Mary contestó al primer timbrazo.

—Hola gobernador. Lo escucho —respondió sin la tersura que acostumbraba.

—Doctora: opera para que China se encuentre con Rusia (hablé en clave para referirme a Lee y Rasputín). Necesitamos que los dos, que por cierto comparten intereses, trabajen el mismo asunto. Como lo hemos hecho en otras ocasiones, dótales de una tarjeta con los elementos que les permitan descubrir justificaciones. Ya hablé con el muerto (así le decíamos al Procurador), mantente lejos de él. Que en la información para los policías se lea la presencia del narco en la Sierra Norte. Explícales que esta circunstancia encendió los focos rojos de la Presidencia. Ya sabes cómo manejarlo. Cuando nos encontremos te comentaré los detalles del acuerdo que tuve con nuestro amigo.

—Entendido, señor Gobernador —dijo como preámbulo al clic que cortó la comunicación.

Lo que ocurrió después cumplió con nuestras expectativas. Fue un hecho que, no obstante haber sido planeado, causó cierta conmoción en el círculo del poder. Por ello hubo que llevar a cabo acciones mediáticas diseñadas bajo una estrategia que nos permitió paliar los efectos derivados de la falta de información precisa.

Alejandro C. Manjarrez