“Ni camino sin atajo ni campana sin badajo”
—Ha surgido un nuevo problema en la Sierra Norte —comenté a Gabriel Guaraguao en cuyo rostro moreno caían los primeros rayos del sol matutino—. Como tú eres el indicado para desfacer entuertos, prepárate porque hoy mismo estarás en Xicotepec.
—Soy todo oídos, Señor Gobernador —reaccionó confundido ante lo sorpresivo de la orden que espeté mirando a través de la ventana del despacho.
—Por instrucciones del Presidente, el Procurador General de la República se ha comunicado conmigo para enterarme de algunas novedades en los servicios de inteligencia. Descubrieron que en aquella zona opera un grupo de delincuentes. Me han dicho que son narcotraficantes veracruzanos. —En apariencia mis palabras no lo alteraron. Ni siquiera hizo gestos. Su pasividad me obligó a lanzarle otra mangana charra—. Me pidieron que hagamos un barrido policiaco de común acuerdo con los federales —argumenté—. Dicen que necesitan observar las reacciones de los criminales y sus cómplices.
—Perdone Jefe, ¿y la señorita Isabel? —cambió de tema tratando de ocultar sus reacciones al último comentario. No lo logró porque alcancé a ver cómo le tembló la mejilla marcada con una cicatriz.
—Olvídate de ella —solté siguiéndole el juego y enseguida mentí—: Isabel viajará a Europa. Así que mientras llega el día estarán cuidándola dos miembros del Estado Mayor Presidencial, los que le acaba de asignar Cordero. —Aspiré profundo y volví a la carga—: Es más importante que tú te avoques al conflicto que, me dice el Procurador General de la República, dejó sembrado el capo Yanga.
Hecha la farsa con la seguridad que da el poder, observé con cuidado su actitud y movimientos faciales. El cabrón no tuvo ninguna reacción que alterara la rigidez de los músculos de su cara. Ya no le volvió a brincar la marca de la bala que atravesó su entonces adolescente mandíbula. Parco respondió tan seguro que a punto estuvo de convencerme:
—Lo que usted ordene Jefe. Nada más autoríceme llevar diez de mis hombres que dividiré en dos grupos, uno bajo mis órdenes directas, y el otro a cargo de mi segunda mano. Yo cuidaré de todos y ellos cuidarán que no me pase nada.
Sin hacer eco al comentario en el cual percibí una advertencia disfrazada, llamé por la línea privada a Fernando Téllez; lo instruí ordenándole todo tipo de facilidades a Guaraguao. “Después lo pongo al tanto de este asunto”, concluí y colgué el auricular. Téllez captó que tendría que ser cauto porque escucharía órdenes complementarias a las que Rasputín había recibido.
— ¿Ya oíste amigo? Ahora ve a ver al Procurador para que te entregue el oficio que respalda tu nueva asignación provisional, pero bien remunerada, ¡eh!
—Enterado, Señor. ¿Quiere que me reporte? —preguntó como si no le importara el dinero. Supuse que él mismo se había impuesto una especie de prueba para calarme y de paso darse cuenta de lo que le esperaba. El tipo era hábil, sagaz, desconfiado y mañoso.
— ¡Claro que me debes reportar lo que hagas! —respondí amigable con la intención de hacerlo sentir seguro—. Con ese propósito te asigno el trabajo. Tú eres mi operador de confianza. ¿Tienes alguna duda? —lancé con una inflexión recriminatoria.
—No, no hay dudas, Señor Gobernador —reaccionó a bote pronto—. Por el contrario, le agradezco la oportunidad que me ha dado. Una vez más le demostraré que soy un hombre leal a mi jefe —agregó monocorde. Enseguida se cuadró y pidió autorización para retirarse. Antes de responderle saqué del escritorio una caja y se la entregué.
—Toma este teléfono para que estés en contacto conmigo. Nadie lo conoce. Así que no des el número y tampoco lo prestes. Sólo úsalo para comunicarte conmigo, nada más. Si necesito llamarte sabré que tú contestarás de inmediato. Lo mismo haré si recibo tu llamada. ¿De acuerdo?
—Afirmativo, Señor.
—Haz la primera llamada a este número —le dije después de apuntárselo en una tarjeta—. Así sabremos cuál es el tuyo.
Ambos aparatos habían sido comprados por una de las colaboradoras de mi esposa a petición de otra integrante del equipo. No había manera de relacionar sus números con los celulares asignados al Presidente y colaboradores. La idea fue de mi cónyuge cuyo hartazgo con la política incluía el sentirse vigilada e incluso hasta espiada. Fue el trauma que nos dejó aquel gobernador conocido como Putin.
Guaraguao siguió mis instrucciones y cayó su llamada a mi celular.
—Okey. Lo guardo y tú graba el mío —ordené—. Así estaremos comunicados.
El tipo se despidió con la sonrisa que indicaba que acababa de despojarse de las dudas producidas por lo intempestivo de mis órdenes. Nos tendimos la mano. Con el puño izquierdo le di un leve golpe amistoso a su antebrazo.
—Anda, cumple con tu deber y me mantienes informado —dije bonachón.
El “gracias Jefe” rebotó en las paredes del despacho.
La carta comodín
En el momento en que Gabriel salía de mi privado, entraba María De la Hoz. Ambos se miraron saludándose con los ojos y una casi inaudible voz. A él lo vi menos efusivo que de costumbre y a ella la noté reacia a manifestar su siempre atento saludo. Los dos pronunciaron un “hola” apagado, comprometido. Nunca supe lo que pensó Guaraguao; sin embargo, de la doctora sí me enteré porque ella me lo dijo: “Quise mentarle la madre”. Por ventura soportó la tentación y de la mutua frialdad no pasó.
—Debiste ser atenta como siempre —reclamé pausado y amable—. Espero que tu actitud no haya despertado la desconfianza de Rasputín.
—No te preocupes Herminio —se defendió—. Él debe estar pensando en que hoy es mí día veintiocho, el crítico, el que cambia el carácter de casi todas las mujeres. Sobre lo que piensa de ti estoy segura que sigue igual porque puedes ocultar muy bien tu irritación. Sueles ser inexpresivo. Sabes jugar tus cartas como lo hacen los buenos políticos.
— ¡Yo nunca he notado lo del día veintiocho! —reclamé contento por su reconocimiento a lo que tanto trabajo me costó dominar: el disimulo.
—No tienes por qué —asestó un golpe a mi ego. Se dio cuenta y corrigió su dicho—: Contigo siempre seré la misma, Herminio. Te guardaré el respeto que mereces aunque mi ovulación me cambie el carácter.
—Está bien —acepté caballeroso—. Ahora dime cómo lo viste; qué encontraste en el documento de los curitas.
—No hay interpretaciones. Es un informe frío, jesuítico, coincidente con lo que nosotros sabemos excepto, claro, lo de los infiltrados en el gobierno. Sería conveniente que se lo informaras al Presidente. A él no debes ocultarle nada. Y con el nada —subrayó mirándome con ternura— estoy sugiriéndote que le digas todo lo que tú sabes. Este es el pretexto y debes aprovecharlo. El tipo está sensible y encabronado por el caso Yanga. Además cuenta con información que nosotros no tenemos. Así que más nos vale que le pases la ficha íntegra porque mientras no concluya su gestión presidencial el hombre seguirá siendo el dios sexenal. —Esta última frase cambió la expresión de Mary. La vi con el mismo gesto que usó la mujer (o joven) que sirvió de modelo para que Miguel Ángel esculpiera La Piedad: la preocupación y el dolor combinados para resaltar la belleza femenina.
—Coincido contigo —afirmé—. Tendremos que redactar la carta que explique lo que sabemos. ¿No crees? —Guardé silencio para escuchar su respuesta, misma que esperaba congruente con mi pesadumbre.
—Podría dar resultado siempre y cuando no te comprometas —moderó—. Lo escrito, si está mal redactado, suele funcionar como sentencia de muerte civil. Habrá que plasmar en el papel datos reales combinados con hipótesis naturales, además de una que otra revelación en las entrelíneas. En fin —resaltó—, hay que elaborar el documento sin perder de vista la posibilidad de que alguien la filtre a la prensa. Nunca sobran este tipo de previsiones.
— Me ayudarás, verdad —Insistí con un arqueo de cejas.
—Agradezco tu confianza —respondió juguetona—, actitud en la que subyace una orden tajante y un acatamiento juicioso. Haré la epístola, sí, pero te anticipo que me valdré de los tropos que usó tu admirada Sor Juana. Así que dame las coordenadas y un poco de tiempo para que escriba lo que según yo debe leer el Presidente.
Lo dicho por Mary me produjo tranquilidad. Creí que lograríamos consolidar aquello que por intangible parece inalcanzable. La mirada cariñosa de un pequeño desconocido, por ejemplo. O la gratitud de alguna persona que perdió la fe en los demás por haber sido la víctima recurrente de la maldad humana. Contuve la emoción derivada de su actitud afectiva y vivaracha porque, de lo contrario, habría puesto en riesgo nuestra relación laboral. Tenía tiempo de no sentirme tan dominado por la libido, sentimiento avivado en los días del aislamiento mental que me ayudó a pensar en cómo diablos quedar bien con el presidente Emmanuel Cordero.
—Las que ya conoces, Mary —respondí—, aunque matizadas con los datos que le hemos informado y los testimonios que, supongo, el Presidente aún ignora. Ojalá podamos persuadirlo. No serán las cuartillas que le preparaste para su conferencia magistral en la Palafoxiana, pero la intención es la misma: convencerlo. Creo que debes meter en esas líneas algo del énfasis espiritual que tan bien se te da…
—Más que énfasis espiritual, ¡interés! —Interrumpió—. Nuestro reto es cómo diablos justificar la necesidad del uso de la fuerza del poder sin que éste produzca lo que el obispo Palafox llamaba la miseria del poder. ¿Estás de acuerdo? —Cuestionó y enseguida, sin dejarme responder, agregó—: Tendrá que ser un informe pragmático y a la vez conciliador. La idea es que perciba tus mensajes de lealtad en vez de lo que es común en las relaciones jerárquicas; me refiero a la sumisión vergonzante.
—De acuerdo, Mary —consentí—. Me gusta tu propuesta. Sólo hay que incluir en ella el efecto negativo que propicia el poder cuando éste se usa para construir marionetas… O para hacer de los políticos muñecos de pasta y trapo —solté con la idea de plantear otra de mis intenciones.
—O en muñecas con la borra podrida —reviró ella con el retozo reflejado en su rostro por haber descrito a Irene Walter en un trazo verbal—. A propósito: lo que pensé sobre Guaraguao creo que ya lo operaste. ¿O no? —soltó mientras hurgaba en su bolso Gucci, Fendi o Burberry, no recuerdo con precisión aunque sí sé que era una de las marcas preferidas de la tristemente célebre Elba Esther Gordillo.
— ¡Qué cambio tan abrupto! —Protesté—. Está bien: ¿y qué fue lo que pensaste? —le pregunté mirándome en sus ojos donde también se reflejaban las luces y sombras del despacho.
—Que lo alejes de tu entorno. Mándalo a uno de esos trabajos difíciles por el riesgo que implica —dijo parpadeando tres veces, la última en cámara lenta.
—No cabe duda que estamos en la misma frecuencia —respondí complacido por las coincidencias. No se lo confesé, pero ella ya se había convertido en mi segundo daimon, en el poder espiritual que acompaña o acompañó a los grandes pensadores, con una alentadora diferencia: María de la Hoz era de carne y hueso y yo estaba en las antípodas de los clásicos.
Ese día había amanecido con vientos primaverales que presagiaban tormentas inesperadas. Los árboles de Casa Puebla se mecían al ritmo impuesto por Eolo. De no haber estado presente el fantasma de la traición, aquella habría sido una mañana fresca y alentadora. Empero no lo fue debido a la abundancia de indicios que demostraban la perfidia burocrática, hija, como el dios Eolo precisamente, de varios padres y diversas madres; nieta, además, de sí misma. Lo que yo vivía en esos momentos no era una tragedia griega sino un melodrama vernáculo, las consecuencias de una pinche traición pueblerina muy parecida por cierto a las felonías de los hombres de Estado.