Entrevista a un bebé

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A veces me quejo. En otros momentos sonrío y balbuceo para que mis padres adivinen lo que quiero. Lo peor, lo que me da mucha pena, es cuando tengo que llorar para que me entiendan: los despierto y ellos me miran sorprendidos, amodorrados...

Quien se pregunte el por qué no se acuerda de sus primeros meses de vida, seguramente se quedará con la duda o tendrá que conformarse con la explicación científica. Sin embargo, siempre habrá alguien que se pregunte:

“Si viví en el vientre de mi madre y escuché su voz y a veces hasta sentí sus caricias, debería tener presente esas gratas sensaciones. Igual que las experiencias de los primeros meses de vida, incluido, por qué no, el choque que produce salir a lo que en esos momentos fue un medio hostil, muy hostil”.

Pero no, nadie ha dicho que conserva en la memoria esos que deben ser momentos de intensa curiosidad y a veces hasta de dolor y molestia. Es obvio que el que esto escribe y el que me está leyendo, se han hecho esas y otras de las preguntas que forman parte del misterio de la vida. Y que la única respuesta no comprometida es que nuestra propia naturaleza fue programada para guardar esos recuerdos, allá en algún impenetrable rincón del cerebro. La razón: que prevalezcan en ese lugar como lo que son, o sea recuerdos que sólo sirven de respaldo (background) a los conocimientos que con el tiempo adquiere el ser humano. También podrían formar parte del alma que nos mueve y nos da la racionalidad que nos diferencia de las bestias.

Con estas inquietudes y dudas se me ocurrió entrevistar a un niño en proceso de formación intelectual. Qué ve, cómo mira a los adultos que lo rodean, qué hace para comunicarse con sus padres y familia, cuáles son sus sensaciones, en fin, qué piensa y como se expresa. Natalia de la Rosa fue el pequeño –mejor dicho la pequeña–, el gran ser humano que escogí. Cuestionará el lector: ¿y cómo le hiciste si, como dices, no sabes ni puedes descifrar su “idioma”? La respuesta: pregunté a sus padres lo que ellos tienen qué hacer para interpretar sus llantos, quejidos, miradas y sonrisas. Y a partir de esa información imaginé la conversación y los datos que en seguida leerá.

–Natalia, ¿qué es lo que más te gusta?

–Todo me gusta: los colores, la luz del día, el brillo de las hojas, el canto de los pájaros, el ladrido de los perros, los diferentes sonidos de los distintos teléfonos. Pero lo que más me gusta es la voz de mi madre, melodía que siempre me ha acompañado.

–¿Y lo que disgusta?

–Tener hambre, sed, frío o sueño y que nadie me haga caso. A veces, cuando me quiero dormir, no puedo hacerlo porque estoy mojada, tú sabes, con el pañal húmedo y rasposo.

–Lo sé pero yo no me acuerdo de la sensación.

–Dentro de algunos meses yo tampoco me acordaré. Pero ahora eso es algo que me molesta. También me molesta tener hambre y que no me hagan caso, o que no entiendan mis mensajes y supongan que todo el tiempo quiero tener la mamila en la boca.

–¿Mensajes? ¿Cuáles mensajes?

–A veces me quejo. En otros momentos sonrío y balbuceo para que mis padres adivinen lo que quiero. Lo peor, lo que me da mucha pena, es cuando tengo que llorar para que me entiendan: los despierto y ellos me miran sorprendidos, amodorrados. Y ¡zas! me colocan la mamila en el cachete. Los comprendo porque al principio se la pasan en vela aunque yo esté durmiendo todo el tiempo. Escucho sus voces: “Mira mi amor qué bonita está. Ha de soñar con los angelitos porque se sonríe”. Tienen algo de razón pero la mayoría de las veces me sonrío por la felicidad de sentirlos cerca…

­–También te ríes cuando alguien, incluso un extraño te habla, ¿por qué?

–Primero porque me toman en cuenta. Y a veces por las caras y las voces que, tengo que decirlo, se ven y se oyen ridículas. Si vieras como yo lo chistosos que se miran, también te daría risa.

–Hablando de ridiculeces, ¿tú sueles dormirte con las melodías desafinadas que te cantan, el ru ru nene, por ejemplo?

–Sí porque lo que percibo no es la forma de cantar sino la intención. Escucho el alma de la gente que casi siempre emite el amor que, me dijo alguien por ahí –tú ya sabes quién es–, suele perderse con el tiempo y la edad en vez de hacerse más grande y hermoso. Si la gente conservara lo bonito de su niñez, el mundo que me espera sería un mundo feliz.

–¿Ves en los demás su aura, su carisma, sus sentimientos…?

–Imagino que sí. Hay personas que sin que ellos se den cuenta, proyectan mucho amor, comprensión y bondad. Otras, por el contrario, que se presentan como si su corazón estuviera lleno de nudos. Yo creo que dejaron su alma de niños en alguna parte, y por eso sufren.

–Si pudieras hablar Natalia, ¿qué les dirías?

–Nada porque me verían como un fenómeno y hasta podrían llevarme o venderme a un circo.

–¿Pero les enviarías algún mensaje aunque fuera cifrado?

–Nuestros mensajes no están cifrados. Todos los días los enviamos los niños que como yo empezamos a vivir: que sean sensibles, que disfruten el color de la vida, el canto de los pájaros, la voz de sus familiares, el viento que acaricia, el calor que te da vida, las expresiones de bondad que se manifiestan en muchos, pero que casi nadie las percibe…

–¿Se los dirás cuando crezcas?

–Ya no podré hacerlo porque se me habrá olvidado. Si acaso el subconsciente me lo permite, haré algo para ayudar a la humanidad. Creo que eso me haría feliz y me permitiría seguir sintiendo lo que hoy siento sin saber el por qué.

–Esperemos que sí, que seas de los pocos niños que recuerden la etapa que están viviendo. Pero ahora ¿qué les dirías a tus padres para que te entiendan?

–Lo básico que sin duda los haría felices a ellos y a mí: que me cambien el pañal cada tres horas; que estén atentos a mis necesidades fisiológicas; que si estoy llorando a ya me cambiaron el pañal, que me carguen un ratito para que sienta su calor; que después de tomar la leche me saquen el aire (le dicen sapitos); que si sigo llorando me den unas gotitas para el cólico; que no me toquen ni se acerquen los catarrientos y griposos; que no me besen en la cara (prefiero la cabeza); que eviten tocarme con las manos sucias (ya después podrán hacerlo cuando mi organismo cuente con anticuerpos); que me lleven al doctor cada mes; que me pongan las vacunas (ni modo, más vale un grito por el piquete que padecer alguna enfermedad maligna); que me bañen todos los días (me gusta estar en el agua porque fue mi hábitat durante nueve meses); que me tengan paciencia cuando lloro porque a veces no sé qué me pasa; que me lleven a pasear cuando no haga frío ni calor (me agrada el ruidito arrullador del motor del auto); que me atiendan y sobre todo que me quieran tanto como yo los quiero.

–¿Natalia, recordarás esta conversación?

–En la misma forma en que tú la intuyes porque los sentimientos que expresé son iguales a los que tuvieron los millones de adultos, hombres y mujeres, que ya se olvidaron que fueron niños…

Hasta aquí la entrevista. Si el lector llegara a recordar algo relacionado con el tema, experiencia que nos quiera platicar, la espero en el siguiente correo: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Pedro Nicodemus