Sedúcete tú, desgraciado: cuando el poder se disfraza de carisma

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Sexta entrega

No hay libro más peligroso en manos de un político mediocre que El arte de la seducción. Porque al menos con El arte de la guerra se requiere estrategia, con El príncipe cierta astucia y con Las 48 leyes del poder algo de lectura atenta. Pero El arte de la seducción les permite ser exactamente lo que son: encantadores de superficie, tramposos emocionales, oportunistas que usan la sonrisa como arma y el elogio como mordaza.

Robert Greene escribió un manual que disecciona la seducción como una forma de poder. Lo sabe todo: los tipos de seductores, las trampas, las fases, las fugas. Es brillante en su análisis… pero es también una bomba. Y cuando cae en las manos equivocadas, ya no se trata de seducir: se trata de manipular sin culpa, de usar a las personas como instrumentos, de volver cada conversación una negociación, cada gesto una trampa y cada relación una transacción encubierta.

¿Te suena? Claro. Es el pan de cada día en la política contemporánea.

El político que ha leído este libro —o dice haberlo leído— no busca conquistar corazones, sino votos, lealtades, subordinaciones. Y lo hace con una sonrisa ensayada, con palabras dulces que no significan nada, con abrazos de utilería. Aprendió a mirar a los ojos sin sentir, a escuchar sin oír, a prometer sin tener la menor intención de cumplir. No gobierna, seduce. No convence, encanta. No lidera, engatusa.

Porque la seducción, en su lectura torcida del libro, no es una conexión humana sino una estrategia de control. La seducción se vuelve el método preferido para disfrazar la falta de talento, para suavizar el abuso de poder, para vender una imagen mientras se destruye una comunidad. Y así es como tenemos líderes con el lenguaje corporal de Casanova y la moral de Calígula.

Pero Greene nunca escribió el libro como un instructivo moral. De hecho, si se lee con atención, es un espejo que revela lo monstruoso. Es una advertencia más que una invitación. Es una descripción quirúrgica del seductor para que sepas identificarlo… no para convertirte en uno.

Aunque claro, eso requiere honestidad. Y el político seductor odia más la honestidad que el rechazo. Porque no se trata de sentir, sino de provocar emociones para luego cobrarlas caro.

Y lo peor es que funciona. Porque el votante, el ciudadano, el trabajador, muchas veces quiere creer. Quiere confiar. Quiere dejarse seducir. Y ahí, en esa necesidad tan humana de ser visto y valorado, es donde se instala el parásito del poder disfrazado de carisma.

Por eso este libro debería tener una advertencia en la portada: Prohibido para funcionarios en campaña. Porque algunos lo leen como si fueran artistas del afecto, cuando en realidad son mercaderes de la mentira. Porque seducen a todos… menos a sí mismos. Y eso, finalmente, es lo que los delata.

Miguel C. Manjarrez