La Pluma y las Palabras (La voz de la historia)

Réplica y Contrarréplica
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LA VOZ DE LA HISTORIA

Ha pasado ya la emoción que causara la última guerra civil. Apenas nos llegan, como ecos remotos, los partes que rinden las autoridades militares, de la marcha a la par heroica y penosa que realizan las dos grandes divisiones expedicionarias que avanzan por el sur y por el noroeste atravesando áridas estepas y salvando abruptas montañas, sobre el vasto territorio de Sonora, último reducto donde se reconcentraron las tropas inducidas a la rebelión, empujadas a golpes terribles de fuego y de hierro.

La vida en el país se normaliza con rapidez que sobrepasa los cálculos más optimistas, y puede decirse que, dada la desvinculación en que por desdicha se halla la región del noroeste con relación al pulso económico del resto de la nación, no se experimenta ya otra desazón que la que produce la pena de saber que aún se devasta un jirón de nuestro país.

Es hora, pues, de que hablemos a la conciencia de todos los ciudadanos para que se detengan a contemplar la grave dolencia que representan nuestras discordias e intolerancias, y particularmente el espíritu belicoso y altanero, dominador y absorbente, del caudillaje militar (no hablo, naturalmente, de los soldados que abnegadamente ponen su espada y su vida como salvaguardia de las instituciones), como un cáncer que corre la entraña misma de nuestra patria.

No cabe dentro de los deberes ni dentro de la probidad del escritor que se respete, rendir pleitesías, ni quemar el incienso y la mirra de la adulación al paso de los jefes vencedores en épicas jornadas. Lo mejor es que todos meditemos en las responsabilidades históricas que caen sobre los hombres de nuestra generación, señalando la peor de las taras que enervan y consumen al país.

El espíritu de rebelión en México

Si la asonada militar que toca a su fin fuera tan sólo un hecho esporádico —o siquiera poco habitual— en nuestra existencia política, no nos restaría más que doblar esta página para exclamar: demos al olvido esta nota de amargura, cerremos este paréntesis en que el dolor va a la zaga del rubor que ha producido en el mexicano el cotejo de tantas y tamañas como han sido las miserias y deslealtades que se han registrado en estos dos meses, y sigamos adelante, por el sendero limpio de las zarzas, hacia la meta de nuestros destinos.

Pero la historia sale a nuestro paso para recordarnos que son las insurrecciones militares la norma fatal de nuestra vida política, desde la iniciación de la era independiente, y entonces, es preciso que ahondemos en nuestro mal, yendo si posible fuera hasta su misma raigambre, porque sólo el conocimiento de la gravedad de este cáncer social que heredamos de nuestros abuelos, nos puede dar la medida de los remedios cuya aplicación impone la salud pública.

Llega a mis manos, por la amabilidad de amigos gentiles, una obra editada en 1836, en la cual un sociólogo de extraordinaria clarividencia —don José María Luis Mora— analiza los problemas de México cuando era la República niña, cuando apenas contaba catorce años de vida.

Leamos algunos de los párrafos que traducen las observaciones y el pensamiento de este crítico ilustre:

El espíritu de rebelión, el deseo de avasallarlo todo, el apetito inmoderado de condecoraciones y ascensos y el empeño de hacerse ricos en pocos días, son los vicios característicos del soldado privilegiado, y el origen más fecundo de los desórdenes sociales de la República Mexicana.

Dice don José María Luis Mora en su obra intitulada México y sus revoluciones, página 420.

Los sacrificios de un día, víctimas en el mañana

Más adelante, el autor que se ocupa emite este juicio penetrante que no ha muchos años hizo suyo otro escritor de altura: don Francisco Bulnes:

Los que componen una clase acostumbrada a sacudir el yugo de la autoridad suprema, tampoco pulsan la menor dificultad en dispensarse de la sumisión debida a sus jefes inmediatos, especialmente cuando de ellos han recibido el ejemplo de la indisciplina; de aquí es que se sublevan contra ellos por los mismos medios, pretextos y motivos que sirvieron para derrocar a la autoridad; los mismos pues, que han sido sacrificadores, se convierten en víctimas de una clase cuyas exigencias satisfechas en unos se reproducen aumentadas en otros y hacen de esta manera interminables las sublevaciones y con ellas los desórdenes que traen consigo las rebeliones a que no se puede designar fin. En México estas no son especulaciones sino verdaderas prácticas, acreditadas por la experiencia dolorosa de catorce años que han transcurrido desde la independencia. Todos los gobiernos que se han sucedido han creído deberse apoyar en la clase militar y todos han sido derrocados por ella y por faltas debidas a su deseo de darle gusto.

Las taras de un siglo

Leamos, por fin, en la obra del señor Mora:

El curso que todas las revoluciones toman en México instruye más que cuantas reflexiones pueden hacerse sobre la materia: todas ellas reconocen un origen civil pero los militares se han levantado en armas con el derecho de ejecutarlas, y son los que las hacen atroces…

La revolución toma los colores del partido político que le sirve de base, y luego se rompe por algún pronunciamiento, el militar que se pone al frente de él hace su profesión de fe política y adopta el lenguaje correspondiente.

El primer paso es apoderarse de las rentas públicas que se hallan en los lugares sometidos al jefe del movimiento. Se dice que se destinan e invierten en el pago de los gastos de la guerra, pero como jamás se da cuenta de ellas y aparecen después muchos jefes de pronunciamiento con la fortuna que no se les conocía, no será temeridad presumir que las convierten en derecho propio, en todo o en parte.

No sólo los fondos públicos, sino también los de los particulares, son frecuentemente ocupados, las más de las veces, por préstamo y algunas por la fuerza, de manera que por poco que dure la revolución pasan sumas inmensas por las manos de los jefes sublevados, cuya inversión por menor jamás llega a saberse a causa de no llevarse cuenta ni razón de ellas.

El jefe de los pronunciados, por sólo el hecho de serlo, se cree autorizado a dar grados, ascensos y empleos en la carrera militar, y a destituir a los funcionarios civiles y reemplazarlos con otros…

Racapacitemos ahora en la impresionante actualidad que resulta a estas observaciones, con relación a los acontecimientos que se producen ¡un siglo después!

La autoridad gubernamentalno ha de llegar el pesimismo hasta suponer que al cabo de un siglo nos hallamos postrados en el mismo punto en que se emprendió la jornada, abatidos por un fatalismo. Por más que es impresionante la analogía que se encuentra entre los procedimientos deshonestos y desquiciantes que se advierten así en los albores de la independencia como en nuestros días, hay también diferencias capitales que me apresuro a subrayar porque se antojan el fulgor que han de convertirse en un fuerte rayo de luz que ilumine la senda de la redención.

Cuando alude el autor de la obra que inspira las reflexiones de este artículo, a los procedimientos que antes quedan descritos, asienta:

Estos procedimientos, que carecen de valor y estimulación públicos en un país en que el gobierno es bastante fuerte para reprimir a las facciones, tienen en México un valor real, fundado en la seguridad del triunfo.

Si esto es verdad, como de fijo lo es, habremos de convenir en que se ha dado ya un gran paso adelante, puesto que de ocho años acá no se ha registrado una sublevación que no haya sido vencida por los soldados que permanecieron fieles a la autoridad, magüer alguna resolución creyó inspirarse en la defensa de un alto principio político. De esta suerte, los hechos que tenían un valor real en los primeros años de la República, valor fundado en la seguridad del triunfo, carecen hoy de ese valor y estimación públicos porque el gobierno ha probado ser bastante fuerte para reprimir a las facciones.

Pero hay más: en el análisis detenido y profundo hecho por el autor de México y sus revoluciones, sobre las condiciones de la incipiente vida política del país, aparecen estas otras observaciones, que si no son ajenas a la era presente, sí podemos ufanarnos de que se hallan en pleno descrédito:

Luego que se tiene noticia de un movimiento revolucionario —advierte el señor Mora— el gobierno no da orden sino que suplica a uno o más generales o jefes que le inspiran menos desconfianza, se pongan a la cabeza de las tropas y salgan a batir a los sublevados: a esa hora se sabe a punto fijo que los cuerpos no están completos y casi se hallan en cuadro, que carecen de vestuario, que están alcanzados en sus haberes, que el armamento está descompuesto; en una palabra: que no hay nada de cuanto sobre estos artículos se ha figurado en las revistas y que todo ha sido un conjunto de engaños y falsedades para sacar de la tesorería las cantidades correspondientes a cubrir los gastos de un ejército completamente equipado.

El jefe o jefes nombrados dan cuenta de este estado de cosas, y el gobierno, lejos de pensar en el castigo de los culpables, que le atraería la rebelión de las tropas que aún no se han declarado contra él y en las cuales pretende apoyarse, cierra los ojos sobre lo pasado y no se ocupa sino de los medios de equiparlas de lo que les falta, que es todo…

La actitud del presidente Portes Gil y la organización excelente en que se encontraron los cuerpos del ejército con que hizo frente la última asonada, son prueba bastante de que se ha operado una saludable y definitiva reacción hacia la disciplina y hacia la moral: no fueron súplicas, sino órdenes, determinantes, las que dictó el gobierno a sus generales, aún en el momento preciso en que rompió el pronunciamiento, y con ser que emanaban de un Presidente civil. Y la victoria se ha obtenido por medios cuya moralidad resiste el crisol de la crítica más minuciosa y severa: el manejo de los caudales ha sido rigurosamente honesto; la autoridad gubernamental se ha mantenido sin debilidades ni flaquezas; no fue menester apelar a medidas extremas, y sí, en cambio, fueron bastantes los recursos normales de la hacienda nacional para atender a los gastos de la guerra sin dejar por ello de cubrir con estricta puntualidad el monto de los servicios públicos.

Todo esto demuestra que ante la ética de un gobierno que se muestra celoso de su prestigio y consciente de sus responsabilidades, fracasan por manera rotunda los procedimientos de fuerza y la altanería insolente del caudillaje.

No entonemos, pues, himnos ante los vencedores. ¡Repitamos, mejor, el alcance de la dura pero elocuente lección de esta hora, para que la victoria del gobierno provisional se traduzca en el afianzamiento definitivo de las instituciones de la República!

Sólo así evitaremos que los vencedores de hoy se conviertan en las víctimas de mañana y sólo así lograremos depurar al país del cáncer social que representan las insurrecciones militares como la peor de las taras que lo han enervado en el decurso de un siglo.

Diario de Yucatán, número 1438, 7 de mayo de 1929.

Froylán C Manjarrez