Reencuentros y despedidas
Reencuentros y despedidas
Mario salía del gimnasio. El sol de la tarde deslumbraba sus ojos. Sólo cuando estuvo a pocos centímetros de una silueta que se aproximaba, se dio cuenta: era el amor de su vida. Ella lo miró con desprecio, como si hubiera cometido un crimen en su contra.
Mario sintió un mar de emociones en el fondo de su alma. Aquella mujer, que había destrozado su corazón por primera vez, estaba ahora a unos centímetros de él. La vio entrar al gimnasio. Supo que la volvería a ver.
Se obsesionó. Acudió todos los días a la misma hora. Pasó una semana sin rastro de la bella dama. La tercera semana fue el lunes a una hora, el martes a otra, el miércoles a otra. Nada. Claudicó en su intento. Pero el martes siguiente, durante su rutina, Erika llegó y le dijo:
—¿Podemos alternar?
Mario levantó la mirada.
—Erika, ¿me estás acosando?
—¡Claro que no! Hace una semana te vi. Primero no sabía si eras tú; después, pensé en todo lo que pasamos y creo que no terminó de la mejor manera.
—¿Cómo te fue con tu galán? ¿Te casaste con él?
—No, para nada. Me salió macho mexicano. Cuando supo del asesinato de mi papá, se sacó de onda. No me dejó de inmediato, pero las cosas cambiaron. No me entendió como lo hacías tú.
—¿Así de plano?
—Así de plano. Una mañana, mientras visitábamos a su familia, escuché cómo hablaban de mí. Se refirieron a mí como “la hija del puto”. Me sentí humillada, en shock. Hablé con él, le dije que no me sentía a gusto. El cabróncete respondió que lo mejor era terminar.
—¿Y qué pasó después?
—Me acordé de ti, Mario, de cómo me fui. Sentí que era una situación karmática. Te quiero pedir perdón. Estábamos muy jóvenes. Quería experimentar, conocer a otras personas. Pero siempre que tenía problemas, pensaba en ti: en lo bien que nos llevábamos, la confianza, las pláticas, las cosas en común. Creemos que hay muchas personas dispuestas a amar sin condiciones, pero no es cierto.
—¿Amar sin condiciones?
—Sí, como lo hacías conmigo.
—Amar sin condiciones tampoco es lo óptimo. Hay que saber repartir el cariño para no vaciarlo todo en una persona.
—No entiendo.
—En mi caso, me sequé. Te di todo el amor que tenía. Cuando te fuiste, me destruiste.
—¿Te destruí? Te veo muy bien.
—Emocionalmente. No sabía qué hacer. Me metí en las drogas, en fiestas. Conocí a una chica que me hizo codependiente por su adicción al cristal.
—Mario, ¿qué me cuentas? Nunca pensé que pasaras por eso. No pensé en cómo te sentirías. Si te sirve de algo, te pido perdón.
—No te preocupes. Estaba a la deriva, sin herramientas para enfrentar las cosas. Supongo que sufrí una herida de abandono. Me acordé de mi papá, que nunca estuvo, y de la muerte de mi madre.
—Ay, Mario. Por lo menos ya eres psicólogo.
—A golpes se aprende.
—¿Me odias?
—No, para nada. En algún momento sí, no te mentiré. Comprendí que nadie debe dar por hecho que una pareja estará siempre. La felicidad está en uno mismo. Si crees que tu felicidad depende de alguien más, estás jodido.
—No sé si entiendo. ¿Cómo haces para ser feliz?
—Cuidándote, queriéndote, respetándote, valorándote, conociéndote, hablándote bonito.
—¿Hablándome bonito?
—Sí, como si le hablaras a alguien querido. Si te hablas agresivamente, tu vida irá mal.
—Tienes razón. Oye, Mario, ¿y tú crees que tengo una herida de humillación, por lo de mi papá?
—Quizás. Necesitas agradar para que te amen. Aunque no te humilló directamente, puede ser que sentiste humillación por lo que pasó y lo que trascendió en los medios. Quizás piensas que no mereces cosas buenas.
—No lo siento así. Más bien… con mi papá y su novio de la universidad, un político closetero, me sentí traicionada. No sabía de su doble vida.
—La herida de la traición, entonces. ¿Eras controladora con tu novio de Sonora?
—Puede ser.
—Tal vez querías asegurarte de que no te traicionara, como quizás sentiste con tu padre. Según lo que he estudiado, necesitas aprender a ser tolerante con la incertidumbre. Los demás no están en tu contra. Hay que confiar, un día a la vez.
—¿De verdad estudiaste psicología?
—No. Pero por la chica con la que salí, intenté entender por qué me enamoré de alguien tan complicado.
—¿Tan mal estuvo?
—Sí. Pensaba en ella 24/7. Literal. Cuando desaparecía, temía lo peor.
—¿Me quieres contar?
—¿Raro que te cuente?
—No, si a ti no te incomoda. ¿Vamos a un lugar más privado? Aquí con sus audífonos, pero bien que chismean.
Ambos rieron. Fueron al café más cercano, en una terraza rodeada de vegetación.
Cuando se sentaron, Mario tomó aire.
—Conocí a Valeria en una fiesta. Era guapísima, con una energía que jalaba a todos. Hablamos y me dijo que no bebía, pero fumaba. Al principio, no entendí. Después, me di cuenta de que se refería al cristal.
—¿Y te metiste con ella aún sabiendo eso?
—Sí. Yo quería salvarla. Pensé que podía ser su ancla. Me equivoqué.
—¿Qué pasó?
—Lo primero fue que me enganché emocionalmente. Si no respondía mis mensajes, sentía que me moría. Si no me daba atención, me ponía ansioso. Todo giraba en torno a ella.
—¿Y ella cómo era contigo?
—Fría, distante. A veces, cariñosa, pero sólo cuando necesitaba algo. Cuando la confronté, se reía de mí. Me decía que era un intenso, que necesitaba relajarme.
—¿Y no lo viste venir?
—No quería verlo. Quería creer que, si me esforzaba lo suficiente, ella cambiaría. Pero las cosas sólo empeoraron. Una vez, desapareció tres días. La busqué en hospitales, en su casa, hasta que alguien me dijo que estaba en un motel con otro tipo.
—Ay, Mario…
—Sí, fue un golpe. Pero ahí no acabó. La perdoné. Después, empezaron los rumores de que se metía en cosas peligrosas para conseguir droga. La confronté otra vez y, en lugar de escucharme, me gritó que yo no tenía derecho a juzgarla.
—¿Y qué hiciste?
—Seguí con ella. Creía que podía cambiarla. Pero me destruí. Perdí peso, dejé el trabajo, me alejé de mis amigos. Hasta que un día, me vi en el espejo y no me reconocí. Fue cuando decidí que no podía seguir así.
—¿Cómo saliste de eso?
—No fue fácil. Primero, corté todo contacto con ella. Después, me obligué a buscar ayuda. Me metí a terapia. Y empecé a trabajar en mí, en lo que había dejado de lado por estar tan obsesionado con alguien que no me valoraba.
—¿Y ahora?
—Estoy mejor. No perfecto, pero mejor. Estoy enfocado en ayudar a otros, en dar conferencias para jóvenes.
—¿Por Valeria?
—Sí. Ella me enseñó lo que no quiero volver a vivir, pero también me mostró lo importante que es hablar sobre estos temas. Si puedo evitar que alguien más pase por lo mismo, valdrá la pena.
—¿Y crees que ella cambie?
—No lo sé. Quiero creer que sí, pero no depende de mí. Ella está en una clínica ahora. Tiene que querer cambiar.
Erika lo miró con una mezcla de admiración y tristeza.
—Me gusta la persona en la que te has convertido, Mario. Pero lamento lo que tuviste que pasar para llegar aquí.
Mario le sonrió con sinceridad.
—Gracias. Lo importante es que aprendí. Y estoy en paz con mi pasado.
Erika asintió.
—Creo que todos llevamos cicatrices, pero no tienen por qué definirnos.
—Exacto. Somos más que nuestras heridas.
Ambos se quedaron en silencio, mirando el paisaje. Había algo reconfortante en compartir ese momento.
Erika lo miró de nuevo.
—¿Crees que podamos ser amigos?
Mario la miró, reflexionando por un momento.
—Podemos intentarlo. Pero como todo, paso a paso.
Se levantaron y caminaron juntos hacia la salida, dejando atrás los ecos de un pasado doloroso y abriendo la puerta a una nueva etapa.