Una conversación inesperada
Mientras salía, un joven de unos treinta años se acercó y, notando su enojo, lo tomó del brazo.
–Cálmate, carnal. Ven, te invito un café aquí cerca.
Mario, desconcertado, trató de controlar sus emociones. Respiraba profundamente, repitiéndose mentalmente que todo estaba bien.
Ya en el café, el joven se presentó.
–Hola, soy Jan. ¿Qué pasó? ¿Por qué estabas tan enojado?
Mario le contó todo. Jan lo escuchó atentamente, sorprendido por lo que acababa de oír.
–Esos pendejos sin criterio cometieron un homicidio sin saberlo –dijo Jan–. Yo soy adicto en recuperación. Sé lo importante que es el ejercicio para mantener la mente en paz. Sin eso, te descompensas. Qué pena no haber conocido a Berto; le habría ayudado.
La charla entre ambos continuó, dejando en Mario la semilla de una misión. Una idea comenzaba a formarse en su mente: Tal vez pueda ayudar a más personas como Berto.
–¿Tú eres adicto?
Mario le contestó:
–No precisamente. Tuve problemas con mis consumos, pero nunca he dependido de una sustancia para mi día a día. Apenas tuve una novia adicta al cristal que se descarriló tanto que quise ayudarla, pero salió todo mal.
Sí, esa droga está cabrona, es de las peores. Sientes un placer que nunca imaginaste, y después ya nada te da la misma sensación. Vuelves a consumir y crees que lo disfrutas más. Te destruye rápidamente y tú piensas que es lo mejor. Hasta guapo te ves en el espejo, pero en realidad estás como un zombi.
Creo que es de las peores, lo siento.
–¿Tú consumías?
–No, yo le hacía a la cocaína, al alcohol y a los dulces.
–¿Los dulces son una droga?
–No, me refiero al azúcar, también es una adicción y nadie habla de eso.
–¿Y cómo saliste?
–Ingresé a una clínica. Primero me desintoxiqué. Estuvo cabrón. Pero me ayudaron con medicinas. Es importante que la sustancia deje tu cuerpo y que tu cerebro empiece a acomodarse. Se afecta la amígdala, que es la parte del cerebro que toma decisiones, razona, sabe lo bueno y lo malo. La que te permite imaginar las consecuencias de tus actos. Imagínate sin eso… pues estás perdido. Empecé a mentirle a todos, especialmente a mí mismo. “Esto lo controlo. Yo puedo hacer que no me pegue tanto. Tomaré medicinas, frutas y verduras”, me decía. Todo para convencerme de que la droga no me hacía daño.
Es una enfermedad, como cualquier otra enfermedad grave: crónica y mortal. Debes llevar un tratamiento al pie de la letra, tanto médico como psicológico y psiquiátrico. Es un asunto multidisciplinario, como dicen los expertos.
–¿Y tú solo puedes dejar de consumir?
–No, mi estimado. Cuando es adicción necesitas saber por qué consumes, qué escondes, de qué escapas, por qué no te quieres. Alguien con autoestima sana no consume. Si esto me destruye, ¿para qué?
–Sí, pues suena lógico. No me voy a hacer una mascarilla de ácido, estaría cabrón.
–Me gustó tu ejemplo.
–¿Y cómo es el tratamiento?
–Es una escuela de vida. Te enseña a estar mejor contigo mismo y con los demás, a ser disciplinado, a hacer ejercicio, a construir una escala de valores y principios, a convertirte en una persona decente, a alejarte de los que te dañan, a trabajar en tus sueños y a enfocarte.
–Sí, el adicto recuperado es la persona ideal.
–Imagínate dañar a las personas que más amas: a tus padres, tus hijos, tu pareja, tus amigos. Cuando consumes drogas, rompes todo, incluso los vínculos más fuertes, como el de tus papás. Eventualmente desaparecen, si es que no los matas del susto. Aprendes tus límites y a ponerlos, conoces tus debilidades y fortalezas. Te conoces como nunca antes.
La adicción es tan cabrona que llega un momento en que no consumes para estar bien, sino para no estar mal, por la abstinencia o el cerebro descompuesto.
–¿Hay personas con muchos problemas a las que no les queda de otra, no?
–No. Yo siempre he dicho: tienes problemas porque te metes cosas, no te metes cosas porque tienes problemas.
La vida es cabrona, pero tú tienes el poder de afrontarla y aceptar las cosas como son. Abrazar el dolor. El dolor te hace más fuerte, es un maestro. De ahí sales mucho mejor. Muchas personas no viven el proceso y prefieren escapar hacia sensaciones hermosas que son disfraces de demonios: placeres efímeros e infiernos interminables.
La droga manda. Dicen “soy libre”. No. Los drogadictos son las personas menos libres que hay. Son esclavos de la sustancia. La sustancia te posee, te come, te acaba, te mata. O haces alguna tontería y terminas con una enfermedad venérea, en la cárcel, en el hospital o en la tumba.
–Pero ya te eché un rollo. ¿Qué pasó con tu chava?
–Valeria, era su nombre. Era adicta al cristal, y yo me volví adicto a ella. No entendí que estaba enferma, poseída por la droga. No era una chava normal. Y yo me enamoré de la anormal. Con las consecuencias naturales de una situación así.
–Claro, te entiendo. Yo también tuve un ex loco.
–Pues aprendí que no es que esté loca, o sea una narcisista psicópata. Es un ser enfermo que no piensa, no ama, no le interesa trabajar en una relación. Está intoxicada y tiene el juicio nublado. Entender eso me hizo bien.
–¿Cómo saliste de las drogas?
–Al principio me divertía. Sientes cosas maravillosas: nada te preocupa, todo lo disfrutas. Pero eso sólo pasa las primeras veces. Luego crees que todo está súper bien, que eres una especie de superhéroe, pero al verte al espejo al día siguiente, te das cuenta de que te ves patético. Entonces, entre recuerdos, llegan episodios de cosas denigrantes. Te sientes tan mal que vuelves a consumir.
Si tienes familia, te da miedo su reacción. No quieres generar falsas expectativas. Pierdes la fe, y de plano llegas a pensar que prefieres seguir así, “pasándola bien”. Pero sólo estás en camino a la muerte.
–¿Y cómo saliste?
–Ya sé, me preguntaste y no te dije. Me sentí harto de mí mismo, de mi vida, del daño que me estaba haciendo. De la mirada de mis padres, de mi olor, de todo. La paranoia fue lo peor: sentía que todos me juzgaban. Entonces decidí pedir ayuda a mis hermanos. Les dije que necesitaba ir a un lugar donde me ayudaran, y me llevaron a una clínica.
La desintoxicación fue lo peor. Pero ahí me dieron medicinas para que no fuera tan duro el “mono” –como le dicen al síndrome de abstinencia. Por lo menos debes estar dos meses. Algunos dicen que 21 días, pero yo tuve que pasar dos meses para sentirme más o menos normal. Se me antojaba y estaba en mi mente todo el tiempo. Pensamientos recurrentes sobre la droga.
Pero empecé a cambiar. Me veía mucho mejor en el espejo. Mi familia me visitaba, me daban su amor y apoyo. Todo comenzó a mejorar. Ellos también se trataron, entendieron la enfermedad. Se hizo como un frente común contra la adicción.
En la clínica escuché a muchos adictos y todo lo que pasaron. Algunos ya llevaban tres o cuatro intentos. Aprendí que debes cambiar tu vida por completo: alejarte por un tiempo de tus amigos, de tu entorno negativo, de aquello que te regresa al consumo.
Uno de los compañeros hasta dejó de usar celular. Se metió en una especie de reto de alto rendimiento consigo mismo. Decía: “Estoy en modo dios del Olimpo. Voy a vencer esta chingadera. No voy a ser la perrita de ninguna sustancia”.
Se hizo una rutina estricta con ayuda de los terapeutas. Todo estaba cronometrado: desde los horarios de comida hasta el momento de ir al baño. Después de un año, decía que le apasionaban las pequeñas cosas de la vida: el sonido de los pájaros, admirar las flores, tomar café, escuchar música, bailar solo, acariciar a su perro. Decía que sentía el mismo placer que antes le daba la droga al disfrutar un café con pan recién horneado por la mañana.
En la clínica me di cuenta de que muchos adictos justificaban sus comportamientos con diagnósticos psicológicos: “Soy bipolar”, “soy limítrofe”, “estoy deprimido”. Pero casi ninguno decía: “Soy drogadicto”.
–¿Tuviste algún trauma en la infancia que te obligara a consumir?
–Sí. Tuve un padre muy estricto. Sufrí bullying en la escuela y un tío abusó de mí.
–Ah caray… lo siento.
–Pues lo llegas a entender, a asumir. Sabes que tú no eres eso que te pasó. Me enseñaron a hablar con mi niño interior y a decirle que me perdonara por seguir sufriendo aquello. Que él no tenía las herramientas para defenderse. Que ahora yo soy un adulto con fortaleza y lo cuidaría de aquí en adelante, hasta que nos muriéramos los dos juntos.
Son prácticas de meditación. Hay diferentes formas: visualizaciones, ejercicios de introspección. La idea es hablar con ese niño que está en tu subconsciente, como un recuerdo herido, y darle todo lo que necesitó en ese momento: protección, validación, cariño, cuidado.
Es como curar una parte de ti que nunca terminó de sanar. Le dices a ese niño lo que no escuchó en su momento, y algo dentro de ti se repara. Algunos encuentran así el problema del cual quieren escapar. Otros simplemente sanan a su niño herido y dejan de vivir con esa carga.
–¿Crees que todos los adictos tienen una herida así?
–No siempre. Hay quienes empiezan sólo por curiosidad o diversión, pero terminan atrapados por falta de amor propio.
–¿Por falta de amor propio?
–Sí, amigo. Aprendí que alguien que realmente se ama no se droga, porque sabe que eso es un tren bala directo a la destrucción emocional y física.
–¡Tienes toda la razón!
–El que se droga se convierte en esclavo de una energía muy oscura. Una energía que destruye lo que más amas. No importa chantajear, manipular, robar… vaya, hasta prostituirte por dinero o por droga.
Cuando estás sobrio y recuerdas todo lo que hiciste, te da un dolor enorme. Pero en vez de enfrentarlo, te drogas más para olvidarlo. Es un ciclo sin fin. A veces, tu trauma de la infancia termina siendo nada en comparación con las atrocidades que haces bajo el efecto de las sustancias.
–¿Qué papel juega la familia en todo esto?
–Un papel clave. La familia debe decirte todo lo que haces cuando estás drogado, ofrecerte ayuda, pero también estar dispuesta a cerrarte las puertas si es necesario.
–¿Cerrar las puertas? ¿No es peligroso?
–Sí, puede ser. Pero sólo después de haber hablado contigo, de haber hecho una intervención seria y de ofrecerte opciones de ayuda. Si después de todo eso no reaccionas, dejarte solo puede ser la única manera de que toques fondo.
La mente de un adicto vive en el autoengaño. La adicción te quita la capacidad de decidir. Por eso necesitas apoyo, pero también límites.
Ahí es donde entra la espiritualidad. Entender que tú no mandas, que te has rendido ante algo más grande que tú mismo. Ahí es donde algo en tu mente hace clic. Empiezas a abrir los ojos y a pelear contra esa voz que te dice: “consume, consume”.
Tu propia mente se convierte en tu enemigo, pero también en tu salvación. Es un trabajo constante. Por eso siempre les digo a mis compañeros de lucha: yo perdí a mi abuelo por un cáncer terrible. Vi cómo toda mi familia luchaba para que él tuviera medicinas, para llevarlo a las terapias, mientras él peleaba como un guerrero por vivir.
Entonces, ¿cómo yo iba a seguir matándome a propósito, sabiendo que otros pelean por su vida con tanto valor? Eso fue lo que me hizo reaccionar.
–Wow. Es una perspectiva muy fuerte.
–Lo es. Pero es la verdad.
–¿Cuál fue tu secreto? ¿Hiciste algo especial para dejarlo?
–Pues seguí el programa de los 12 pasos. Me sirvió también hacer una lista de retos. Ponía una lista en mi teléfono y la llamé “Retos Jan”. Cada día realizaba mis labores y en la noche marcaba con una palomita lo logrado. Sentía una alegría enorme cada vez que añadía una. Además, escribí un cuaderno donde anoté todo lo malo que hice bajo los efectos de la droga. Lo leía una y otra vez, especialmente cuando se me antojaba consumir. Eso me ayudaba a recordar en qué me convertía. Porque el problema de muchos es que, después de meses sobrios, olvidan lo que vivieron, las consecuencias, el dolor… y vuelven a caer.
–¿Entonces eso fue lo que te ayudó?
–Sí, y lo sigo haciendo. Cada vez que la idea de consumir cruza por mi mente, leo ese cuaderno. Es como un escudo contra el autoengaño, un recordatorio de por qué nunca quiero volver a ese infierno.
Algunos compañeros, después de unos meses sobrios, ya ni se acuerdan de los malestares, del “mono”, de la “malilla”, y entonces vuelven a consumir.
Mario interrumpió.
– ¿La malilla?
– Sí, te sientes morir. Te duele todo, tu piel se pega a los huesos, tus músculos han sido consumidos por el cuerpo. Como dejas de comer, el cuerpo se alimenta de la grasa y luego del músculo.
– ¡Ay cabrón! ¿Y aún así lo siguen haciendo?
– Así es, algo inexplicable. Empiezas por placer, terminas por evitar el dolor, el lento camino hacia la muerte. Y como te decía, mi abuelo sufrió eso, por una enfermedad que te toca. Aquí lo hacen por gusto.
– ¡Qué impactante!
– Te contaba que es muy importante no olvidar el mal que te hace la droga. Por eso dicen que al tocar fondo, la dejas. No se te olvidan las consecuencias. Y cada vez que pasa por tu cabeza el consumir, tu alma misma lo rechaza. Te sientes mal, recuerdas el infierno. Yo creo que ese es el secreto. Y si no lo recuerdas, lees mil veces tu libreta con todo lo malo que hiciste.
– Muy interesante.
– No veo que tengas un problema de adicción, ¿por qué el interés?
– Quiero aprender para ayudar a las personas que no pueden dejar la adicción. Claro, a las que se crucen en mi camino, o dar conferencias, escribir un libro, algo que ayude.
– Me gustaría ayudarte. Te puedo contar cosas de la clínica o testimonios de mis compañeros, claro, sin nombres.
Jan y Mario quedaron de verse en un lugar donde se reunían los compañeros de Jan. Él le había pedido unos días para platicar con la banda, refiriéndose a la pandilla, el grupo que se apoyaba después de salir del infierno del consumo de sustancias ilegales.