Educamos para competir, no para vivir

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El costo de no entenderlo lo estamos pagando ya. Con vidas rotas. Con familias fracturadas. Con jóvenes que no saben vivir sin anestesia...

En las escuelas mexicanas seguimos formando niños que saben multiplicar, pero no saben respirar. Que pueden resolver ecuaciones complejas, pero no saben qué hacer con un ataque de ansiedad. Que pueden recitar los países de Europa, pero no entienden por qué lloran cuando están solos. Y así, graduamos generaciones enteras con diplomas impecables y vacíos imposibles de llenar.

Educamos para competir, para producir, para correr. No para vivir.

El problema empieza desde casa. En muchas familias, sentir está mal visto. Desde pequeños, los niños aprenden que hay emociones “buenas” y “malas”, cuando en realidad, lo único malo es reprimirlas. El analfabetismo emocional se hereda como el apellido, como la receta familiar, como la culpa silenciosa. No lo enseñamos con palabras, lo enseñamos con miradas, con omisiones, con frases como: “No llores, no te enojes, no seas débil.”

Les enseñamos que el éxito se mide por lo que tienes, no por cómo te sientes. Que vale más llegar temprano que llegar bien. Que es mejor obedecer que cuestionar. Les enseñamos a aparentar que están bien aunque por dentro se estén cayendo a pedazos.

Y cuando, inevitablemente, comienzan a romperse, cuando se refugian en la botella, en las drogas, en las pantallas o en cualquier compulsión que los adormezca, los adultos se espantan. Como si nadie les hubiera enseñado eso. Como si no lo hubieran aprendido observándonos.

Las adicciones no comienzan en la fiesta ni en el antro. Comienzan mucho antes, cuando un niño aprende que la tristeza debe esconderse, que el miedo debe disimularse y que la única meta es ser aceptado, a cualquier precio.

El alcohol, las drogas, la pornografía, las apuestas o el trabajo excesivo son sólo los disfraces modernos de la misma herida: el vacío existencial.

La tragedia no es que un joven se vuelva adicto. La tragedia es que lleguemos a eso porque nunca le dimos otras herramientas para vivir.

Y mientras aquí seguimos produciendo jóvenes emocionalmente desnutridos, allá afuera, en países que suelen llegar antes, ya están enseñando lo que aquí seguimos considerando “cosas de hippies”: meditación, respiración consciente, manejo de emociones, educación socioemocional desde la primaria. En Finlandia, en Australia, en Canadá, ya entendieron que la pausa no es pérdida de tiempo. Que respirar no es opcional. Que un estudiante no puede aprender si antes no sabe quién es.

Aquí seguimos educando soldados del estrés. Allá están formando seres humanos completos.

Aquí seguimos temiendo que la meditación “les quite tiempo de matemáticas”. Allá saben que no sirve de nada saber dividir si no sabes dividirte del miedo.

Aquí seguimos creyendo que la solución es llenarlos de actividades, de idiomas, de horarios saturados, de logros que solo maquillan su ansiedad. Allá empezaron a enseñarles a vaciarse de ruido para que puedan escucharse.

Pero cuidado, que no se trata de copiar modelos nórdicos como quien descarga un plan de estudios. No. Se trata de cambiar de raíz lo que valoramos. Se trata de entender que un joven que sabe respirar, que sabe llorar sin culpa, que sabe decir “no puedo más” sin sentirse fracasado, vale más que cualquier trofeo en la repisa.

Llegar tarde a la prevención es carísimo. La rehabilitación no solo cuesta dinero: cuesta años, relaciones, autoestima, salud. Cuesta reconstruir lo que nunca debió haberse roto.

Muchos jóvenes no encuentran otra salida que la adicción. Y cuando finalmente aceptan ayuda, cuando llegan a esos centros donde les enseñan lo que nadie les enseñó en casa ni en la escuela, descubren que no se trata de dejar de beber, de consumir o de jugar: se trata de aprender a vivir. Desde cero.

Y entonces duele mirar atrás. Duele ver que todo pudo haber sido más sencillo si alguien les hubiera dicho desde niños: “Está bien sentir, está bien equivocarse, está bien detenerse. Lo importante no es competir, lo importante es estar bien contigo.”

La educación emocional no es un lujo. Es la deuda que tenemos con nuestros hijos. Es la única inversión que puede cambiarlo todo.

El costo de no entenderlo lo estamos pagando ya. Con vidas rotas. Con familias fracturadas. Con jóvenes que no saben vivir sin anestesia.

Todavía estamos a tiempo. Pero hay que dejar de correr. Y empezar a educar para la vida, no para la competencia.

Miguel C. Manjarrez