Y cuando esa montaña exista, quizá al fin podamos vernos desde arriba, limpios del polvo que hoy nos ciega...
Ocho mil doscientos millones de seres humanos habitan el planeta. Entre ellos, trescientos millones consumen drogas. La frialdad de la matemática diría que eso representa apenas el 3.66% de la humanidad. Una cifra que, para los indiferentes, podría parecer marginal; un número que cabe en la estadística de lo tolerable. Pero detrás de esos millones hay vidas quebradas, familias heridas, futuros que se derrumban antes de empezar a construirse. No se trata de porcentajes: se trata de personas.
El 26 de junio de 2025, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito volvió a exponer un dato que incomoda y que suele olvidarse en los discursos oficiales: de cada doce personas que padecen un trastorno por consumo de drogas, solo una recibe tratamiento. El resto, once de cada doce, quedan varados en la intemperie, atrapados entre el silencio social, la indiferencia política y la incapacidad de los sistemas de salud. Once de cada doce: la proporción de un naufragio.
En este escenario, muchos se preguntan para qué sirve hablar, escribir, difundir. ¿Qué poder puede tener la palabra frente a un problema que se mide en millones? La respuesta es simple: la difusión no pretende salvar multitudes, pretende abrir una rendija, convertirse en la cuerda que alguien alcance justo antes de soltarse. Si de esos trescientos millones de consumidores, uno solo decide detener su caída gracias a un artículo leído, a una charla escuchada o a un mensaje compartido, entonces la misión está cumplida.
El éxito no está en la cantidad, sino en la profundidad del impacto. Quien piense que salvar a una sola persona es poco, ha entendido mal el valor de la vida. Un solo ser humano rescatado significa un universo completo que no se destruye: padres que no entierran hijos, niños que no quedan huérfanos, comunidades que no pierden otra pieza de su tejido. La difusión es un recordatorio de que no todo está perdido, de que alguien sigue mirando, de que a pesar del ruido y del desdén hay voces que se niegan a callar.
Porque si callamos, entonces sí, el monstruo gana. La indiferencia es el terreno más fértil para el dolor humano. Hablar, escribir, insistir, no es un lujo moral ni una cruzada ingenua: es un acto de resistencia. Es negarse a aceptar que once de cada doce sean descartables, que los trescientos millones sean reducidos a una cifra incómoda en un informe internacional.
Difundir es incomodar, es señalar, es abrir una grieta en el muro del silencio. Y si en esa grieta cabe una sola vida que se salva, entonces no estamos ante un éxito menor, sino ante un triunfo absoluto.
Porque la palabra que hoy rescata a uno, mañana puede resonar en otros. Y ese eco, multiplicado, se esparce entre millones.
En mis investigaciones me he percatado de una terrible verdad: cada día hay más personas que buscan silenciar sus demonios con sustancias o comportamientos que están a un solo instante de convertirse en un problema destructor de su entorno familiar y, por lo tanto, social. Cada copa normalizada en la fiesta social es una mente obnubilada que puede cometer una falta garrafal o permitirse cruzar la frontera hacia una droga más adictiva y nociva.
Estamos en la era más vulnerable de la psique humana: bombardeos de todo tipo, la droga que entra por los ojos y se integra en la mente: las redes sociales. Es necesario sumar esfuerzos y salvar al mundo, de grano de arena en grano de arena, hasta que surja una montaña tan grande como el Everest.
Y cuando esa montaña exista, quizá al fin podamos vernos desde arriba, limpios del polvo que hoy nos ciega.
Hasta la próxima.