El impulso a morir o el impulso a vivir
Hay quienes confunden peligro con vida. Se suben a la cima para gritar al vacío, se enamoran de relaciones que los sacuden hasta el hueso, manejan demasiado rápido, se drogan para que la sangre les recuerde que están aquí. Esa búsqueda obsesiva de intensidad —ese latido que vuelve viable la existencia— no es heroicidad: es un signo. Un síntoma en la biografía íntima de alguien que no ha aprendido a habitar la calma como forma de bienestar.
La psicología lo nombra con frialdad y precisión: sensation seeking, la necesidad de estímulos intensos y novedosos, una predisposición que empuja a algunas personas a asumir riesgos extremos para sentir. Marvin Zuckerman investigó este rasgo durante décadas y lo describió como una tendencia estable: para ciertos cerebros, el umbral del aburrimiento es más bajo y la línea entre vivir y casi morir se vuelve una frontera atractiva.
Pero no todo es temperamento. En muchos relatos de autodestrucción hay heridas antiguas que el cuerpo recuerda antes que la memoria. El trauma instala una arquitectura del miedo y del desamparo que empuja a algunos a buscar, inconscientemente, el control a través del riesgo; el cuerpo que no se siente seguro exige comprobaciones extremas: “estoy vivo” —dice el vértigo—. Bessel van der Kolk ha mostrado cuánto el trauma se replica en el cuerpo y en las decisiones que parecen irracionales pero que, desde adentro, responden a un mecanismo de supervivencia torcido.
En otras ocasiones la autodestrucción aparece envuelta en una enfermedad del ánimo. Kay Redfield Jamison, desde su experiencia clínica y personal con el trastorno bipolar, describió cómo la euforia, la impulsividad y la búsqueda de estímulos se convierten en una profesión del riesgo: la exaltación arroja a la persona a relaciones tempestuosas y conductas que rozan la autoinmolación. La línea entre la búsqueda de sentido y la precipitación está teñida por la química del cerebro.
Y luego están las relaciones tormentosas que algunos eligen una y otra vez: amores que baten, que lastiman, que confirman la propia invisibilidad o, peor, la propia culpa. En la clínica con personas con inestabilidad emocional (lo que en manuales suele aparecer como trastorno límite), la conducta autolesiva o las relaciones destructivas funcionan como regulación fallida: sirven para calmar un vacío, para obtener alivio momentáneo o castigar una vergüenza antigua. La terapia dialéctico-conductual, desarrollada por Marsha Linehan, mostró que es posible enseñar habilidades para tolerar el malestar sin autodestruirse.
Frente a ese paisaje, hay una esperanza que no es optimismo naïf sino un giro profundo: encontrar sentido. Viktor Frankl, sobreviviente y pensador, propuso que la voluntad de sentido puede ser la fuerza que arranque a una persona del borde. No siempre basta con reducir la adrenalina; a veces lo que salva es hallar una causa, una responsabilidad, un trabajo íntimo que haga que la vida merezca el riesgo de quedarse.
¿Entonces? La autodestrucción es un diálogo roto entre biología, pasado y deseo de significado. No es solamente debilidad moral ni heroísmo juvenil: es un grito mal interpretado de un organismo que pide ayuda. En la práctica clínica y en la vida, las estrategias que funcionan mezclan tres cosas: comprensión científica (reconocer rasgos como la búsqueda de sensaciones o condiciones del ánimo), intervención que apacigüe el cuerpo (tratamientos, técnicas somáticas, contención) y reinvención de sentido (trabajo existencial y social que dé razones para quedarse).
Si conoces a alguien que vive al filo —o te reconoces en ese vértigo—, no desdeñes la calma como aburrimiento: la tranquilidad es una forma de felicidad con raíces profundas. Y si la calma te parece un territorio desconocido, conviene buscar ayuda profesional que conjugue ciencia y humanidad; no hay nada menos poético que morir por no saber quedarse vivo.