No es magia, aunque lo parezca. Es biología. Es genética. Es epigenética...
A veces siento que mi cuerpo sabe cosas que mi mente aún no ha entendido. Como si en mis células habitaran abuelas silenciosas, guardianas de secretos que no me han sido contados, pero que se manifiestan cuando tiemblo sin razón, cuando un olor me lleva a un lugar que nunca he visitado, cuando un abrazo me hace llorar sin saber por qué.
Durante años creí que todo lo que era yo se encontraba en mi mente: en mis pensamientos, mis recuerdos, mis palabras. Pero entonces descubrí un término que parecía salido de la poesía, pero que la ciencia empieza a observar con cautela: memoria molecular.
No es magia, aunque lo parezca. Es biología. Es genética. Es epigenética.
La memoria molecular sugiere que las experiencias intensas, sobre todo las traumáticas, no solo se almacenan como recuerdos en el cerebro, sino que dejan huellas en el cuerpo. Como si el miedo, el dolor, el abandono, pudieran escribirse en la piel, en los órganos, en la manera en que caminamos o nos protegemos. Como si nuestras células fueran pequeñas bibliotecas de experiencias vividas y heredadas.
No es una metáfora. Estudios en el campo de la epigenética han demostrado que ciertos traumas pueden modificar la forma en que se expresan nuestros genes. Lo que nuestros abuelos vivieron —una guerra, una migración forzada, un duelo silenciado— puede influir en nuestra química interna, sin que tengamos memoria consciente de ello.
Hay investigaciones con sobrevivientes del Holocausto, con comunidades desplazadas, con niños nacidos de mujeres que vivieron violencia durante el embarazo. En muchos casos, los descendientes muestran alteraciones hormonales y emocionales similares, como si hubieran heredado un guion biológico que nunca leyeron, pero que ya estaba escrito en ellos.
Y ahí es donde se vuelve poético otra vez. Porque si el cuerpo guarda lo que la mente calla, entonces sanar no es solo hablar: también es tocar, respirar, mover, llorar desde el estómago, escribir con la espalda recta, mirar con el diafragma abierto.
El cuerpo no miente. Guarda. Protege. A veces, avisa. Y si lo escuchamos, puede contarnos esas partes de la historia que la mente no supo narrar.
Hoy creo en la posibilidad de que dentro de mí habite una memoria más antigua que mis pensamientos. Una que no necesita palabras, pero que se expresa con insomnios, con punzadas, con intuiciones.
Quizá no se trata de recordar, sino de liberar.
Porque a veces sanar no es entender. Es permitir que el cuerpo —ese sabio sin voz— termine por contar su historia.