Accesorios de a millón y alma de dos pesos

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Pero pedirle decoro a quien solo entiende el poder como revancha es como pedirle humildad a un espejo que solo refleja ego...

Dicen que el poder no cambia a las personas, solo las exhibe. Y qué vitrina tan burda se ha vuelto la política cuando las y los funcionarios públicos —ésos que hasta hace poco pedían fiado en la tienda de la esquina— ahora se pasean con relojes de 300 mil pesos, bolsos de diseñador cuyo costo equivale al presupuesto de un pueblo chico, y camionetas que harían llorar al más acaudalado mafioso de telenovela.

¿Qué pasó en el camino? ¿En qué punto decidieron que “servir al pueblo” significaba adornarse como árbol de Navidad y subir fotos en aviones privados con los pies descalzos sobre alfombras persas?

La explicación es más simple de lo que parece: hay una necesidad desesperada de validación. Quienes nacieron con carencias materiales —pero, más aún, con hambre emocional— suelen ver en el poder una forma de venganza simbólica. “Mírenme ahora”, gritan sus tacones de Louboutin. “Ya no soy la que hacía fila para el trámite gubernamental”, rezan sus carteras de Louis Vuitton.

El problema no es tener aspiraciones. El problema es cómo las pagan. Porque seamos serios: con un sueldo mensual de 150 mil pesos (descontando impuestos), nadie podría mantener ese tren de vida sin ingresos extra… digamos, creativos. ¿O acaso tenemos políticos con talentos ocultos en inversiones, criptomonedas, bienes raíces o venta de multinivel en sus ratos libres?

Imagínese usted, querido lector, a la diputada que no repite atuendo ni por error. A cada evento, un vestuario nuevo, un bolso que cuesta lo que una beca universitaria, un collar que podría financiar un albergue. Y luego quieren hablarnos de “austeridad republicana” con la boca llena de Chanel.

Y es que, claro, los lujos —para muchos de ellos— no son una expresión de gusto, sino de pertenencia. Necesitan gritarle al mundo que ya están ahí, que ascendieron, que ahora se codean con los que antes los ignoraban. No lo hacen por placer: lo hacen por miedo a volver a ser nadie.

Algunos padecen el síndrome de hubris: esa intoxicación de poder que los hace sentirse eternos, indispensables, invulnerables. Pero el hubris siempre es el preludio de la caída. Y la historia mexicana está repleta de políticos que creían volar tan alto como Ícaro, hasta que el sol —y la auditoría, a veces social— les quemó las alas.

Porque una cosa es que alguien de dinero viejo presuma su castillo. Otra muy distinta es que un funcionario, con menos de tres años en el cargo, viva como jeque sin que las cuentas cuadren. Para eso, mejor que compren una parcela en el monte, se hagan su granja autosustentable, lean a Kiyosaki y declaren que la gallina y la hidroponía les han dado para el Mercedes.

Más gratificante sería que donaran en silencio a una causa justa, en vez de andar pavoneándose con joyas que insultan al pueblo que los puso ahí. Ya lo dijo la presidenta, y también su antecesor: no puede haber pueblo pobre con gobierno rico. Entonces, ya que tanto presumen su lealtad al movimiento… que también les alcance para la congruencia.

Pero pedirle decoro a quien solo entiende el poder como revancha es como pedirle humildad a un espejo que solo refleja ego.

Y lo más insultante para el pueblo no es solo que no exista justificación contable para la vida que llevan, sino que, insultando la inteligencia de los ciudadanos, les embarren en la cara la asquerosa corrupción que domina a los débiles en el servicio público.

Miguel C. Manjarrez