La Pluma y las Palabras (La avalancha del dólar)

Réplica y Contrarréplica
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LA AVALANCHA DEL DÓLAR

Cada vez que se plantea en el horizonte el problema del languidecimiento de la economía nacional con sus consecuencias inmediatas de la atonía del comercio, de la decadencia de la industria, del abandono de los campos y del consiguiente éxodo de los trabajadores; cada vez que un latigazo —como el que ahora se inflige en el pleno desamparo a los desdichados obreros que se alejaron del solar patrio en busca de una vida mejor—, conmueve y hace reaccionar a la opinión pública, nuestros maestros de economía vuelven a escena para repetir la vieja lección clásica: protejamos el inversionismo, demos garantías al capital extranjero, ofrezcámosle los mayores alicientes, no nos opongamos a la libre explotación de las fuentes de riqueza, y pongamos un límite que contenga el movimiento societario de los trabajadores. El inversionismo, a la buena manera porfiriana, es, en suma, la piedra angular en que ha de descansar toda la estructura económica del país.

Pero nuestros sabios maestros no se detienen a contemplar las asechanzas y peligros que entraña, para la nacionalidad misma, un inversionismo practicado sin medida; no examinan las modalidades ni las consecuencias de la inversión y permanecen sordos y ciegos a las complicaciones graves que acarrea en el orden político a los pueblos que no tienen la visión ni la firmeza suficiente para proteger en forma y con tiempo, los intereses vitales, sustantivos de la nación.

Los problemas económicos no pueden resolverse en nuestro tiempo, según las fórmulas sencillas que son comunes a toda latitud y a todos los entendimientos. Es menester abordarlos con conocimiento y análisis de sus particularismos, de sus inflexiones, de sus incidencias y de su fatalismo.

La más formidable empresa que hayan visto los ojos humanos…

Nos hallamos en un momento particularmente interesante porque llegamos a la encrucijada en que precisa tomar el derrotero definitivo de nuestros destinos. Va a proyectarse sobre la ancha faz del continente americano, como un alud incontenible, el desbordamiento más arrollador que jamás haya producido algún Estado en la Tierra. Ni había registrado la historia la existencia de un poder económico como el que hoy representa la Unión Americana, ni ésta se había dado por mandatario a un hombre de la capacidad financiera de Herbert C. Hoover, quien, según su propia expresión, va a ser el manager de la más formidable empresa que hayan visto los ojos humanos…

Nunca de su propia obra ha sido el mismo Hoover, al recorrer las capitales de la mayor parte de las repúblicas en que se desarticula la América española. Y si no nos podemos sustraer a las repercusiones que tendrá sobre nuestro país la inminente acción nórdica sobre el hemisferio, es de elemental prudencia que meditemos las normas que han de regir nuestros actos a la hora en que se produzcan —y conforme se vayan produciendo— estos acontecimientos que prometen salir del compás que da ritmo a la marcha del mundo.

Lo urgente es que contemplemos el problema en toda su trascendencia, sin dejarnos dominar por la necesidad o el dolor del momento, a modo de que, en todo tiempo, contemos con la personalidad bastante para salvaguardar los atributos inherentes a la función del Estado, como regulador que imprime a la propiedad. A la producción y al reparto de la riqueza, las modalidades que reclama el interés superior de la nación.

Una influencia salvadora: La perturbación revolucionaria

Aunque parezca paradójico, es lo cierto que la revolución, no en lo que tiene de ideal superior, de doctrinas y de principios inspirados en un alto espíritu de justicia y de renovación social, sino la revolución sufrida como un fenómeno de perturbación, de inquietud y de desasosiego, ha servido al país como resguardo para que no cayeran íntegramente sus fuerzas económicas en manos extrañas. De haberse proseguido la política trazada por el porfirismo —como un simplismo asaz imprevisor— consistente en colocar al país como un vasto campo, propicio a la explotación de las riquezas y de los hombres, ésta sería la hora en que México estuviera sometido a la servidumbre absoluta de la finanza extranjera, y particularmente a la norteamericana cuyo desarrollo cobra fuerza impetuosa a partir de los años de la gran guerra.

Estamos ahora empobrecidos y diezmados; pero somos libres de escoger el camino que mejor cuadre a los intereses de nuestra colectividad. No disfrutamos del minuto de abundancia que favoreció a algunos pueblos que provienen de nuestro mismo tronco racial, pero, a la luz de la experiencia, podemos contemplar todos los fenómenos que la guerra y la posguerra proyectaron en la economía, con sus incidencias fatales sobre la autonomía política de muchos Estados que cayeron en la órbita del nuevo sol, como astros muertos, sin fuerza ni luz propia…

Pero, terminando el gran ciclo de anormalidad que hemos vivido por más de tres lustros, estamos en el deber de dar cara al problema de nuestro desarrollo económico, confrontándolo con los grandes sucesos que se operan en el exterior.

Necesidad del inversionismo

Acusaría ignorancia menospreciar el valor que realmente tiene el inversionismo en un país que no ha forjado aún su economía propia, donde no hay ni los capitales ni la educación suficiente para poner en explotación las fuentes de riqueza; con tanta mayor razón que éstas no son en México, por su naturaleza, accesibles al esfuerzo fácil del hombre. El mito de la riqueza nacional no estriba en que ella no exista; la hay, y en generosa abundancia. La naturaleza fue pródiga al dotar a nuestro suelo y a nuestro subsuelo con los más preciados dones; pero en cambio requiere un esfuerzo extraordinario el acondicionamiento de las fuentes de riqueza: para que la agricultura florezca, son menester grandes obras de irrigación que detengan el curso de las corrientes de los ríos antes que se precipiten o se encajonen en las serranías; son necesarios magno trabajos también para el aprovechamiento de la fuerza hidráulica; las minas requieren minas —según reza la expresión popular—, y no hay minas bastantes para abrir rutas en los abruptos senderos, y para acondicionar puertos de altura, y para robustecer nuestra industria…

Un país así no puede apresurar su desenvolvimiento económico si no es en andas de la máquina. Y a la máquina sólo la conducen las inversiones.

Los tesoros de México han debido esperar a que se operara la revolución mecánica, y con ella la revolución industrial, para quedar francamente al alcance de la mano del hombre. Ahora será preciso que el hombre, dotado de buena herramienta, hurgue la entrada fecunda de la naturaleza.

Una norma fundamental

Ahora bien, para que el inversionismo sea realmente útil y no se convierta en amenaza de muerte, es preciso que los países que se dispongan a recibirlo se armen de la fuerza moral suficiente para imponerle normas rigurosas, funciones determinadas, deberes imprescindibles.

Desde luego, es indispensable que se rechace con toda claridad y firmeza, la peregrina teoría norteamericana que pretende acordar un derecho de extraterritorialidad a los ciudadanos y a los intereses yanquis que se radiquen o finquen en el país, ni al título de su defensa. Contra ese concepto excesivo, que menoscaba la soberanía y pone en peligro la nacionalidad misma, debe oponerse el siguiente postulado de una alta moral política que me tocó en suerte escuchar en La Habana de labios del primer delegado de la Argentina a la VI Conferencia Internacional Americana:

La intervención diplomática o armada, permanente o temporal atenta contra la independencia de los Estados, sin que la justifique el deber de proteger los intereses nacionales… El ciudadano que abandona su patria para incorporarse a la soberanía de otro país, se somete a su jurisdicción y a sus leyes y corre su suerte…

De no aceptarse este principio como norma inmutable, será preciso cerrar por modo definitivo las puertas al inversionismo, porque se convertiría, de hecho, en agente propicio al intervencionismo y la dominación.

Pero no es el tópico que antecede la única incidencia que habré de considerar en el discurso de esta materia. Me apresuré a señalarlo porque es el punto toral de mi tema: me resta aún contemplar —y me propongo hacerlo en siguientes artículos— las modalidades del inversionismo, según que se trate de la conquista de nuestros mercados o de la adquisición de nuestras fuentes productivas como punto de apoyo para la dominación de mercados más vastos. Este estudio acaso podrá permitirme formular conclusiones respecto a la posición que corresponde adoptar a nuestro país para salvaguardar y fortalecer la economía nacional a la hora en que va a proyectarse sobre la faz del continente el desbordamiento arrollador que jamás hayan visto ojos humanos…

Diario de Yucatán, número 1355, 13 de febrero de 1929.

Froylán C Manjarrez