Reparación de vidas catastróficas: Capítulo 21. La fiesta

Réplica
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La fiesta

Mario llegó a la reunión. Las miradas de los asistentes recaían sobre Valeria y sobre él, como si fueran dos piezas desentonadas en un rompecabezas caro. Mario, alto, de piel clara, ojos verdes y con una vestimenta impecable, contrastaba radicalmente con Valeria: su rostro sin maquillaje, unos pantalones de mezclilla desgastados, una blusa rota y el cabello alborotado al estilo “Gloria Trevi en Voy a traer el pelo suelto” —un comentario mordaz que soltó una conocida al verla cruzar la entrada de la lujosa casa en las Lomas de Chapultepec.

Para el infortunio de Mario, en la mesa de la sala principal había líneas de cocaína perfectamente alineadas, mientras botellas de alcohol de las mejores marcas desfilaban por cada rincón de la casa. No faltaba la extravagancia: un bufé de pastillas de todos los colores, cada compartimento de cristal adornado con descripciones en letras doradas. Mucha pretensión, pensó Mario, sin probar una sola gota de alcohol ni ninguna de las drogas que ahí ofrecían. Él se mantendría sobrio toda la noche, atento al comportamiento de su acompañante.

Valeria pidió ir al baño. Mario, sin más opción, aceptó y esperó solo. Apenas unos minutos después, una mujer exuberante se acercó.

—¿Mario Brunetti?

—Sí —respondió, algo desconcertado.

—Soy Estephanía Fuentes. Nos conocimos en la escuela.

Mario no la recordaba.

—¿Por qué vienes con esa chava? —preguntó, bajando la voz pero sin disimular el desprecio—. ¿No sabes que se prostituye y se droga? Dicen que está loca, que saca cuchillos y lanza cosas. Casi mata a un tipo.

Mario arqueó las cejas.

—Creo que exageras —contestó, intentando mantener la calma.

—No, amigo. Espero que no te la estés comiendo, porque seguro te pega algo muy malo.

Mario apretó la mandíbula, molesto. Estephanía notó su incomodidad y cambió de tono.

—Mira, en estas fiestas uno debe cuidarse. La “gente de sociedad” —hizo comillas con los dedos—, yo prefiero decir “de suciedad” —soltó una risa breve—, es de lo peor. Ahí está el rico que no tiene dinero y paga la gasolina con billetes falsos. Por allá, el magnate que se mete hasta el dedo y quería meterme a su harem. Y las cristies, ya sabes, las que consumen cristal y luego arman orgías.

—¿A ti te gustan estas reuniones? —preguntó Mario, cortante.

—No, claro que no. Pero a tu acompañante sí. Ella es heavy. Se mete con albañiles y cosas así. No es por clasismo, ¿eh? Están buenos, pero esos tipos no tienen cerebro ni cuidan su salud. Traen más enfermedades que las pirujas de veinte pesos.

Mario miraba a Estephanía sin decir nada.

—Te noto nervioso, ¿te pasa algo?

—Mi cita tardó demasiado. Tengo que regresarla a casa.

—Uy, no, mi amigo. Seguro anda dándole vuelo a la hilacha. ¿Quieres que la busquemos?

Mario asintió. Ambos subieron a las recámaras. Nada.

Cada puerta que Mario abría hacía que su corazón se acelerara. Estephanía lo miraba con curiosidad.

—Mario, no quiero ser grosera, pero necesito decírtelo: no seas codependiente. Te veo muy enganchado con esta mujer. Tú tan guapo, tan rico… ella es una simple guarra. No te conviene.

Mario no respondió. Solo pensaba en encontrar a Valeria. De pronto apareció Pepe Simoné, un dentista amigo de ambos.

—Pepe, ¿has visto a Valeria? —preguntó Mario, desesperado.

—Sí, anda bien hasta la madre haciendo desfiguros. Creo que se tomó siete botellas. Se sacaba fotos posando junto a su vomitada.

Mario sintió que la sangre le hervía.

—¿Dónde está exactamente?

—En el roof garden.

Corrió hacia el lugar. Valeria estaba rodeada de hombres que coreaban: ¡Mucha ropa, mucha ropa! Ella no llevaba nada en la parte de arriba. Creía ser la mujer más deseada de la fiesta, pero se veía patética.

Mario la observaba en silencio, con el cuerpo rígido. La adrenalina lo mantenía estoico, pero sentía que su rostro ardía. Valeria lo notó y, con una mueca infantil, como una niña atrapada en plena travesura, se cubrió el pecho y gritó:

—¡Chicos, los dejo! ¡Llegó la Gestapo!

El comentario provocó una carcajada general.

Mario y Valeria se marcharon de la fiesta sin cruzar una palabra.

Reparación de vidas catastróficas

Miguel C. Manjarrez

Revista Réplica